Cuando terminé, Dixon accionó un botón del brazo de su sillón de ruedas y un minuto más tarde se presentó el oriental. Dixon dijo:
– Lin, tráeme cinco mil dólares -el oriental asintió y se retiró. Dixon se dirigió a mí-: Correré con los gastos de esta operación.
– No es necesario. Ya me ocuparé yo.
– No -Dixon negó con la cabeza-. Nado en dinero y me faltan fines en la vida. Correré con los gastos de esta operación. Si la policía plantea problemas, haré lo que esté en mis manos para quitarla de en medio. Supongo que no habrá dificultades para conseguir las entradas. Antes de irse, déle a Lin sus señas en Montreal. Haré que envíen las entradas a esa dirección.
– Necesitaré tres entradas para cada jornada.
– Muy bien -Lin regreso con cincuenta billetes de cien dólares. Dixon le dijo-: Entrégaselos a Spenser -Lin me los dio y los guardé en la cartera. Dixon añadió-: Cuando todo esto haya terminado, vuelva aquí y explíquemelo personalmente. Si usted muere, que venga el negro.
– Así se hará, señor.
– Espero que no muera -concluyó Dixon.
– Yo también. Buenas tardes.
Lin me acompañó hasta la salida. Le pregunté si podía pedirme un taxi y dijo que sí. Me senté en un banco del vestíbulo empedrado a esperar el taxi. Cuando apareció, Lin me acompañó al coche. Subí al taxi y le dije al chófer:
– Lléveme a Smithfield.
– Hombre, es una carrera bastante larga -opinó el taxista-. Le costará unos cuantos pavos.
– Tengo unos cuantos pavos.
– Perfecto.
Bajamos por la serpenteante calzada de acceso, salimos a la carretera y nos dirigimos a la carretera 128. Smithfield estaba aproximadamente a media hora de viaje. El reloj del salpicadero funcionaba: marcaba las cinco menos cuarto. Pronto ella volvería a casa de la escuela de verano, si es que aún asistía a la escuela de verano.
– Oh, Susanna, no llores más por mí, vengo de Montreal…
– ¿Qué ha dicho? -preguntó el taxista.
– Estaba cantando para mí.
– Ah, creía que me hablaba. Si quiere, siga cantando.
Capítulo 23
Aunque quedaba lejos, pedí al taxista que me llevara a la carretera 1. Hice un alto en Karl's Sausage Kitchen para comprar especialidades alemanas, y otro en Donovan's Package Store para adquirir cuatro botellas de Dom Perignon. Casi acabé con el dinero para gastos de Dixon.
El taxi me llevó de la carretera 1 al centro de la ciudad a través del ardiente túnel verde de los árboles en julio. Todo el mundo estaba regando jardines, llamando perros, paseando en bici, cocinando al aire libre, chapoteando en la piscina, tomando un trago y jugando al tenis. La Biblia de los suburbios. Había una especie de barbacoa en marcha en el terreno comunal que rodeaba el templo. El humo de los carritos con las barbacoas pendía sobre las mesas plegables, en medio de una ligera bruma aromática. Vi perros, niños y un vendedor de globos. No lo oí silbar con todas sus fuerzas. Si lo hubiera hecho, no habría sido para llamarme.
Había lilas blancas en el jardín delantero de la casa de Susan y los guijarros del pequeño promontorio habían adquirido un bonito color gris plateado. Pagué al taxista y le dejé una generosa propina. Me dejó allí, con el champán y la carne fría, en el verde jardín de Susan, en medio de la tarde que transcurría perezosamente. El pequeño Nova azul de Susan no estaba en la calzada de acceso. El vecino de al lado estaba regando el jardín y el agua trazaba un largo bucle desde la pistola rodadora, bucle que se enroscaba lánguidamente sobre el césped. El aspersor habría sido más eficaz pero ni remotamente tan divertido. Me gustaba un hombre capaz de resistirse a la tecnología. Me saludó mientras subía hacia la puerta de la casa. Susan nunca cerraba con llave. Entré por la puerta principal. La casa estaba solitaria y en silencio. Guardé el champán y la carne en la nevera. Fui al dormitorio y conecté el acondicionador de aire. El reloj de la cocina marcaba las seis y diez.
En la nevera encontré varias latas de la selecta cerveza Utica Club y abrí una mientras acomodaba las delicias que había comprado. Había llevado pan de ternera, de pimiento y salchichas a la cerveza, para no hablar del embutido de hígado de Karl, que se podía cortar en rodajas o untar y que me aceleraba el pulso.
Había comprado dos cajas de ensalada de patatas a la alemana, encurtidos, una barra de pan de centeno de Westfalia y un frasco de mostaza de Dusseldorf. Saqué la vajilla de diario y puse la mesa en la cocina. La vajilla de diario de Susan tenía dibujos azules y cada vez que la usaba me sentía en familia. Corté rodajas de embutido de hígado y acomodé los diversos cortes de carne fría en una bandeja, haciendo diseños. Puse el pan de centeno en una panera, los encurtidos en un cuenco de cristal tallado y la ensalada de patatas en un enorme cuenco de dibujos azules que probablemente era una sopera. Luego me dirigí al comedor, donde Susan guardaba la vajilla de las grandes ocasiones, saqué dos copas de champán que le había regalado para su cumpleaños y las puse a enfriar en el congelador. Habían costado veinticuatro dólares con cincuenta cada una. En la tienda me habían dicho que grabar las palabras Él y Ella en las copas resultaría «kitsch». Por eso no tenían talla. Pero eran nuestras copas y estaban destinadas para beber champán en ocasiones especiales. Al menos, eso pensaba yo. Siempre temía que algún día llegaría a casa de Susan y descubriría que estaba haciendo brotar un hueso de aguacate en una de las copas.
Al desplazarme por su cocina y su casa, en la que creía percibir débilmente su perfume, experimenté con más ahínco una sensación de cambio y extrañeza. Las comidas al aire libre, los jardines regados, la llegada de una tarde suburbana de día laborable ejercían ese efecto, y la casa en que ella vivía, leía y fregaba los platos, en que se bañaba, dormía y miraba por la tele el programa Today eran tan reales que lo que yo había estado haciendo se volvía irreal. Poco antes, ese mismo verano, había matado a dos hombres en un hotel de Londres. Resultaba difícil recordarlo. La herida de bala había cicatrizado. Esos hombres estaban bajo tierra. Y aquí, esto perduraba y el vecino de al lado, el que regaba el jardín con curvas acuáticas transparentes y graciosas, de nada estaba enterado.
Abrí otra lata de cerveza, fui al cuarto de baño y me di una ducha. Tuve que apartar dos pares de panties que Susan había puesto a secar en la barra que sostenía la cortina de la ducha. Usaba jabón Ivory. Tenía un champú que venía en un bote parecido al de la crema para la cara y que olía a flores. Lo usé.
Había unas zapatillas Puma, de nilón azul con una franja blanca, que solía ponerme cuando pasaba el fin de semana en la casa y un pantalón de dril blanco que Suze había lavado, planchado y colgado en un sector de uno de los armarios de su dormitorio que habíamos acabado por considerar mío. Me refiero al sector, no al armario. Me puse las Puma sin calcetines -se puede si tienes buenos tobillos- y el pantalón de dril. Me estaba peinando delante del espejo del dormitorio cuando oí el crujido de los neumáticos en la calzada de acceso. Me asomé por la ventana. Era ella. Entraría por la puerta trasera. Salté sobre la cama y me tendí sobre el lado izquierdo, de cara a la puerta, con la cabeza apoyada en la mano izquierda y una rodilla seductoramente doblada. Tenía la pierna izquierda totalmente extendida y los dedos del pie estirados. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. El corazón retumbaba en mi pecho. «¡Cielos, trillado está todo esto! -pensé-. Pulso acelerado, boca seca, respiración entrecortada. Sólo te eché un vistazo, era lo único que pretendía hacer.» Oí cómo se abría la puerta trasera. Un instante de silencio. Luego se cerró. Sentí aprensión en pleno plexo solar. La oí deambular por la cocina hasta la sala. Luego se dirigió directamente a la puerta del dormitorio. El acondicionador de aire zumbaba. Entonces llegó. Llevaba vestido de tenis, la raqueta en la mano y el pelo negro apartado del rostro con una ancha diadema blanca. El color de su lápiz de labios era vivo y tenía las piernas bronceadas. El zumbido del acondicionador de aire pareció tornarse más ruidoso. El rostro de Susan estaba algo sonrosado de jugar al tenis y una ligera capa de sudor perlaba su frente. Desde que nos conocíamos, ésa era la vez que habíamos pasado más tiempo separados.