– El cazador regresa a casa desde las colinas -dije.

– A juzgar por el montaje de la cocina, da la sensación de que has estado de cacería en una tienda de especialidades alemanas -dejó la raqueta sobre la mesilla de noche y se lanzó sobre mí. Me abrazó, me besó en los labios y se quedó pegada a mí.

Cuando hizo un alto, dije:

– Las chicas educadas no besan con la boca abierta.

– ¿Te has operado en Dinamarca? -preguntó Susan-. Hueles a perfume.

– No, me lavé el pelo con tu champú.

– ¡Qué alivio! -exclamó y volvió a apretar su boca contra la mía.

Deslicé la mano por su espalda y bajo el vestido. Apenas tenía experiencia con este tipo de prendas y la suerte no me acompañó. Susan apartó su rostro del mío y añadió:

– Estoy sudada.

– Aunque no lo estuvieras, pronto lo estarías.

– No, primero tengo que darme un baño.

– ¡Por todos los santos! -exclamé.

– No puedo evitarlo, tengo que bañarme -la voz de Susan sonaba algo ronca.

– Por el amor de Dios, date una ducha en lugar de un baño. Podría cometer una ignominia con tu equipo estéreofónico mientras te bañas.

– La ducha me arruinaría el peinado.

– ¿Sabes cuál es mi ruina?

– Seré rápida -aseguró-. Hace mucho tiempo que yo tampoco te veo a ti.

Susan bajó de la cama y puso a llenar la bañera del cuarto de baño contiguo al dormitorio. Regresó, cerró las persianas y se desnudó. La observé. Llevaba bragas bajo el vestido de jugadora de tenis.

– Vaya, vaya -comenté-. Veo por qué mis progresos eran más lentos que de costumbre.

– Pobrecillo, sólo has seducido a una clientela de clase baja. Si tu educación fuera más completa, hace años que habrías aprendido a arreglártelas con un vestido de tenis -llevaba sostén y bikini blancos. Me miró de una manera peculiar, con esa mirada que era nueve partes de inocencia y la décima de perversión, y añadió-: Todos los chicos del club saben hacerlo.

– Ojalá supieran lo que hay que hacer después de quitar el vestido -respondí-. ¿Por qué llevas bragas?

– Sólo una fresca de tres al cuarto juega al tenis sin ropa interior -se quitó el sostén.

– O besa con la boca abierta.

– Ni soñarlo -murmuró mientras se quitaba las bragas-, en el club todas lo hacen.

La había visto desnuda tantas veces que había perdido la cuenta, pero jamás dejó de interesarme. Susan no era de aspecto frágil, sino fuerte. No tenía barriga ni se le caían los pechos. Era bonita y desnuda siempre parecía algo incómoda, como si alguien pudiera aparecer de pronto y soltar una exclamación.

– Suze, báñate de una buena vez. Es posible que mañana vaya al club y dé una paliza a los socios -se metió en el cuarto de baño y la oí chapotear en la bañera-. Si te pesco jugando con los patitos de goma, te ahogaré.

– Ten paciencia -gritó Susan-. Me estoy remojando en un baño de sales de hierbas que te volverá loco.

– Ya estoy bastante tocado del ala -respondí y me quité el pantalón de dril y las zapatillas.

Salió del cuarto de baño con una toalla que sujetaba con la barbilla y la cubría hasta las rodillas. Se la quitó con la mano derecha, del mismo modo que se abre una cortina, y dijo:

– Aquí me tienes.

– No estás mal -opiné-. Me gustan las personas que se mantienen en forma.

Dejó caer la toalla y se metió en la cama conmigo. Abrí los brazos y Susan se cobijó entre ellos. La abracé.

– Me alegro de que hayas regresado de cuerpo entero -murmuró pegando su boca a la mía.

– Yo también. Hablando de cuerpo entero…

– Ahora no estoy sudada -me provocó.

La besé. Se apretó un poco más contra mí y oí que respiraba profundamente por la nariz y expulsaba el aire en un prolongado suspiro. Me pasó la mano por la cadera y por el trasero. Se detuvo al tocar la cicatriz de la herida de bala. Con los labios ligeramente posados sobre los míos, preguntó:

– ¿Qué es esto?

– Una herida de bala.

– Supongo que no eras el atacante.

– Ahora lo soy.

Dejamos de hablar.

Capítulo 24

– ¿En el trasero? -preguntó Susan.

– Prefiero considerarla una herida en el tendón de la corva -respondí.

– Es muy propio de ti. ¿Fue grave?

– Fue indecorosa pero poco seria -aclaré.

Estábamos comiendo exquisitices y bebiendo champán en la cocina. Me había puesto el pantalón blanco y las Puma. Susan llevaba un albornoz. Afuera era de noche. Los sonidos nocturnos suburbanos se colaban por la puerta trasera abierta y los insectos zumbaban junto a la puerta de malla.

– Cuéntamelo todo desde el principio.

Puse dos lonchas de ternera sobre una rebanada de pan de centeno, añadí un toque de mostaza de Dusseldorf, acomodé otra rebanada de pan y di un mordisco. Mastiqué y tragué.

– Dos disparos en el culo y así me lancé a la mayor aventura de mi carrera -dije.

Di un mordisco a un encurtido agrio, que contrastaba ligeramente con el sabor del champán, pero la vida no es perfecta.

– Ponte serio -pidió Susan-. Quiero que me lo cuentes todo. ¿La has pasado mal? Pareces cansado.

– Estoy cansado -confirmé-. No he hecho más que devanarme los sesos.

– ¿De verdad?

– De verdad -repliqué-. ¿A qué vinieron tantos suspiros y gemidos?

– No eran suspiros y gemidos, sino bostezos de aburrimiento.

– Lo que dices es muy estimulante para un herido.

– Tengo que admitir que me alegro de que la bala no te atravesara de lado a lado.

Llené nuestras copas, dejé la botella de champán, alcé la mía y dije:

– Por verte, cariño.

Susan sonrió. Esa sonrisa me derritió, pero soy demasiado mundano para reconocerlo.

– Empieza por el principio -pidió Susan-. Después de dejarme subiste al avión y…

– Y aproximadamente ocho horas después aterricé en Londres. No me gustó separarnos.

– Ya lo sé.

– En el aeropuerto me recibió un tal Flanders, un hombre que trabaja para Hugh Dixon…

Se lo conté todo, le hablé de la gente que había intentado matarme y de la gente que me cargué, hasta el último detalle.

– No me extraña que parezcas cansado -comentó Susan cuando acabé de narrar mi historia.

Estábamos bebiendo la última botella de champán y casi no quedaba carne. Era fácil hablar con Susan. Entendía deprisa, colocaba las piezas que faltaban sin hacer preguntas y se interesaba. Estaba dispuesta a oír.

– ¿Qué opinas de Kathie? -inquirí.

– Necesita un amo y estructuración. Cuando destruiste su estructura y su amo la abandonó, se aferró a ti como a un clavo ardiendo. Cuando quiso consolidar la relación mediante una sumisión total, que para ella es eminentemente sexual, la rechazaste. Supongo que será de Hawk mientras él esté dispuesto a tenerla. ¿Qué opinas de este psicoanálisis de urgencia? Añade una botella de champán y se te subirá a la cabeza.

– Creo que tu enfoque es correcto.

– Si tu informe es exacto, y debo reconocer que sueles ser bastante objetivo en tus exposiciones, indudablemente Kathie posee una personalidad rígida y reprimida -opinó Susan-. Me refiero al estilo de su apartamento, a la ropa de colores apagados y la ropa interior de fantasía, al soterrado compromiso con una especie de autoritarismo nazi.

– Es verdad, Kathie tiene esas características. Es una especie de masoquista, aunque tal vez no sea ésa la palabra adecuada. Lo cierto es que cuando estaba atada y amordazada en la cama, sentía placer. Al menos la excitaba estar sometida de esa manera y tenernos allí. Se volvió loca cuando Hawk la cacheó.

– No estoy convencida de que masoquista sea la definición correcta, pero es evidente que Kathie establece alguna relación entre sexo y desamparo, desamparo y humillación y humillación y placer. La mayor parte de los seres humanos tenemos tendencias contradictorias hacia la agresión y la pasividad. Si tenemos infancias sanas y superamos bien la adolescencia, tendemos a resolverlas. En caso contrario, nos confundimos y solemos ser como Kathie, que no ha resuelto sus tendencias hacia la sumisión -Susan sonrió-. O tú, que eres muy agresivo.


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