– Pero galante -me defendí.

– ¿Cómo crees que la tratará Hawk? -preguntó Susan.

– Hawk carece de sentimientos, pero tiene reglas. Si Kathie se ajusta a alguna de sus reglas, la tratará muy bien. En caso contrario, dependerá del humor de Hawk.

– ¿Piensas realmente que Hawk carece de sentimientos?

– Nunca los expresa. En su trabajo es tan bueno como el mejor, pero nunca se muestra feliz, triste, asustado o entusiasmado. Hace veinticinco años que lo conozco y jamás ha mostrado el menor indicio de afecto o compasión. Nunca se ha puesto nervioso ni se ha encolerizado.

– ¿Es tan bueno como tú? -Susan había apoyado el mentón sobre las manos cruzadas y me observaba.

– Tal vez -repliqué-. Incluso podría ser mejor.

– El año pasado, cuando tendría que haberte matado en Cape Cod, no lo hizo. Debió de sentir algo.

– Creo que le caigo bien del mismo modo que le gusta el vino y le desagrada la ginebra. Me prefirió al tipo para el que trabajaba. Ve en mí una versión de sí mismo. Además, matarme por orden de un tipo como Powers violaba alguna regla. No estoy seguro. Yo tampoco lo habría matado.

– ¿Eres una versión de Hawk?

– Yo tengo sentimientos, me enamoro -respondí.

– Sí, es verdad -dijo Susan-. Y lo haces muy bien.

Propongo que llevemos la última botella de champán al dormitorio, nos acostemos, la bebamos, sigamos charlando y es posible que, como dicen los chicos de instituto, tal vez te interese hacerlo otra vez.

– Suze, soy un hombre entrado en años.

– Ya lo sé. Lo considero un desafío.

Fuimos al dormitorio, nos acostamos, bebimos champán y vimos la película de medianoche en la oscuridad refrescada por el acondicionador. Tal vez la vida no sea perfecta, pero a veces las cosas salen bien. Proyectaban Los siete magníficos. Cuando Steve McQueen miraba a Eli Wallach y decía: «El hierro es lo nuestro, amigo», lo murmuré con él.

– ¿Cuántas veces has visto esta película? -preguntó Susan.

– No estoy seguro, pero creo que seis o siete veces. La vi en muchas sesiones de medianoche de habitaciones de hotel de muchísimas ciudades.

– ¿Y soportas volver a verla?

– Es como ver ballet o escuchar música. La trama no cuenta, lo que importa es la pauta.

Susan rió en la oscuridad y dijo:

– Por supuesto. Así es la historia de tu vida. El qué nocuenta. Lo que importa es el aspecto que tienes cuando lo haces.

– No se trata simplemente del aspecto -aclaré.

– Ya lo sé. He terminado el champán. Si disculpas mi expresión, ¿crees que estás en condiciones de otro transporte de éxtasis?

Acabé el champán y respondí:

– Con una pequeña ayuda de mis amigos.

Susan me acarició ligeramente la barriga.

– Muchachote, soy la única amiga que tienes.

– Y la única que necesito -afirmé.

Capítulo 25

Al día siguiente Susan me llevó al aeropuerto. En el trayecto, bajo la ardiente y brillante mañana de estío, paramos en un Dunkin' Donut y tomamos café y un par de donuts cada uno.

– Una noche de éxtasis seguida de una mañana de deleites -comenté y di un mordisco.

– ¿William Powell llevó a Myrna Loy a un Dunkin' Donut?

– No sabía qué era lo que tenía que hacer -respondí. Alcé mi taza de café por Susan.

– Chico, me alegro mucho de haberte visto -brindó Susan.

– ¿Cómo adivinaste lo que iba a decir?

– No fue más que una suposición acertada.

Permanecimos en silencio durante el resto del trayecto al aeropuerto. Susan era una pésima conductora y pasé la mayor parte del viaje hundiendo el pie derecho en el suelo del coche.

Paró frente a la terminal y me dijo:

– Estoy harta de hacer siempre lo mismo. ¿Cuánto tiempo pasarás fuera esta vez?

– No mucho -respondí-. Quizás una semana, no más de lo que duran los Juegos Olímpicos.

– Prometiste llevarme a Londres -recordó-. Si no vuelves para compensarlo, me pondré realmente furiosa contigo.

La besé en la boca, a lo que respondió entusiasmada, y dije:

– Suze, te quiero.

Respondió que también me quería, por lo que me apeé y entré en la terminal.

Dos horas y veinte minutos más tarde estaba de regreso en Montreal, en la casa próxima al bulevar Henri Bourassa. No había nadie. En la nevera encontré cerveza O'Keefe y varías botellas de champán. Hawk había salido de compras. Abrí una botella de O'Keefe, me senté en la sala y vi por la tele algunas eliminatorias olímpicas. Alrededor de las dos y media un hombre llamó a la puerta. Me guardé el revólver en el bolsillo como medida preventiva y abrí.

– ¿Señor Spenser?

El hombre llevaba traje de algodón y sombrero de paja, de ala corta, con una cinta azul ancha. Parecía estadounidense, al igual que la mitad de la población de Canadá. Junto al bordillo, con el motor en marcha, vi un Dodge Monaco con matrícula de Quebec.

– Sí -me apresuré a responder.

– Vengo de parte de Industrias Dixon. Tengo un sobre para usted, pero le agradecería que primero se identifique -le mostré mi licencia de investigador privado, que incluía una foto. En ella parecía uno de los amigotes de Eddie Coyle-. Sí, es usted.

– A mí también me decepciona -comenté.

El hombre sonrió mecánicamente, me devolvió la licencia y sacó un grueso sobre del bolsillo de la chaqueta. El sobre llevaba mi nombre y el logotipo de Industrias Dixon en el ángulo izquierdo.

Cogí el sobre.

– Adiós, espero que pase un buen día -dijo el hombre del traje de algodón, regresó al Dodge Monaco que lo esperaba y se largó.

Entré en la casa y abrí el sobre. Contenía tres series de entradas para todas las pruebas que se celebrarían en el estadio mientras duraran los Juegos Olímpicos. Eso era todo, ni siquiera había una tarjeta grabada que dijera espero que pase un buen día. El mundo se despersonaliza.

Hawk y Kathie regresaron mientras yo me ocupaba de la cuarta O'Keefe.

Hawk descorchó una botella de champán y sirvió una copa para Kathie y otra para él.

– ¿Cómo está Suze? -preguntó.

Hawk se acomodó en el sofá y Kathie se sentó a su lado, pero no abrió la boca.

– Bien. Te manda saludos.

– ¿Estuvo de acuerdo Dixon?

– Sí, creo que ha encontrado un nuevo fin en la vida, otro asunto en el que pensar.

– Es mejor que mirar la tele todo el día -opinó Hawk.

– ¿Hubo alguna novedad ayer u hoy?

Hawk negó con la cabeza.

– Estuvimos dando vueltas, pero no hemos visto a nadie que Kathie conozca. El estadio es enorme y todavía no lo hemos recorrido en su totalidad.

– ¿Pudiste comprar entradas en la reventa?

Hawk sonrió.

– Sí. Lo detesto, pero es tu dinero. De haber sido el mío, las habría arrebatado. Detesto a los revendedores.

– Claro. ¿Cuál es el montaje de seguridad?

Hawk se encogió de hombros.

– Fuerte, pero sin excesos. Es imposible tener todo controlado cuando tres veces por día entran y salen de setenta a ochenta mil personas. Aunque hay un montón de botones de alarma, si quisiera cargarme a alguien en el estadio, podría hacerlo casi sin dificultades.

– ¿Y conseguirías salir?

– Con un poco de suerte, sí. El lugar es enorme y hay muchísima gente.

– Mañana lo veré. Conseguí entradas para los tres a fin de no tener que tratar con los revendedores.

– ¡Felicitaciones! -exclamó Hawk.

– Detestas la corrupción en todas sus facetas, ¿no es así, Hawk?

– Jefe, la he combatido toda la vida.

Hawk bebió más champán. Kathie volvió a llenarle la copa en cuanto la dejó sobre la mesa. Estaba sentada de modo tal que su muslo rozaba el de Hawk y no le quitaba ojo de encima.

Bebí más cerveza.

– Kathie, ¿has disfrutado de los Juegos Olímpicos?

La chica asintió sin mirarme. Hawk sonrió y dijo:

– No le caes bien. Dice que no eres un hombre. Opina que eres débil y blando y que deberíamos darte tu merecido. Tengo la sospecha de que le importas un bledo. Te considera un degenerado.


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