– Creo que Solomon Guggenheim está muerto -dijo la mujer.
– ¡Santo cielo…!
– Pero miraré el horario -añadió-. Por favor, espere un momento -oí una lejana máquina de escribir y sonidos de gente que caminaba. La secretaria regresó al teléfono medio minuto más tarde-. De las dos cero cinco a las cuatro cincuenta y cinco hay una clase de técnicas de asesoramiento que imparte el profesor More.
– ¿En qué aula?
Me informó. Colgué y me dirigí a la plaza Harvard. Eran las cuatro y veinte.
A las cuatro y cuarenta encontré una boca de riego en la avenida de Massachusetts, junto al patio de Harvard, y aparqué delante. Generalmente se podía confiar en las bocas de riego. Pregunté a una joven con pantalones cortos de tenis y botas de excursionista dónde quedaba el paraninfo Sever y a las cuatro y cincuenta y seis, cuando salió Susan, la estaba esperando cerca de la escalera, bajo un árbol. Llevaba un mono de madras azul con una gruesa cremallera dorada y acarreaba los libros en un inmenso bolso de bandolera de lona blanca. Noté su elegancia proverbial al bajar la escalera. Daba la sensación de ser la propietaria del edificio y de descender para vagar por los jardines. Noté el impacto. Hacía casi tres años que salía con ella, pero cada vez que la veía notaba una especie de sacudida, una conmoción física que resultaba tangible. Se me tensaban los músculos del cuello y de los hombros. Susan me vio, su rostro se iluminó y sonrió.
Dos estudiantes la observaban furtivamente. El mono le sentaba de maravillas. Su oscura cabellera brillaba al sol y, cuando se acercó, vi mi reflejo en los cristales opacos de sus enormes gafas de sol. Mi terno blanco no estaba nada mal.
Susan me dijo:
– Disculpa, ¿no eres un armador griego multimillonario y miembro de la jet set internacional?
– Claro que sí -respondí-. ¿Te molestaría casarte conmigo y vivir en mi isla privada, rodeada de todos los lujos de la tierra?
– Me encantaría, pero estoy comprometida con un gamberro bostoniano de poca monta y antes tendría que quitármelo de encima.
– No es lo de gamberro lo que me molesta, sino lo de poca monta.
Susan pasó su brazo por el mío y añadió:
– Chico, para mí eres de mucha monta.
Mientras atravesábamos el patio, varios estudiantes y profesores observaron a Susan. Los comprendí pero, de todas maneras, los miré con cara de pocos amigos: conviene mantenerse en forma.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó.
– Esta noche a las ocho tengo que irme a Gran Bretaña y quería despedirme.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– No lo sé, pero podría ser mucho. Incluso varios meses. Todavía no lo sé.
– Te echaré de menos.
– Nos echaremos de menos el uno al otro.
– Sí.
– He aparcado en la avenida Massachusetts.
– Yo dejé el coche en la estación Everett y cogí el metro. Podemos ir a tu apartamento y luego te llevaré al aeropuerto en tu coche.
– Muy bien -respondí-, pero no seas tan mandona. Sabes que detesto a las zorras mandonas.
– ¿Has dicho mandonas?
– Sí.
– ¿Habías hecho planes para celebrar nuestra despedida?
– Sí.
– Pues será mejor que los olvides.
– Está bien, a mandar.
Susan me pellizcó el brazo y sonrió. Era una sonrisa estupenda que contenía algo. Picardía sería una palabra demasiado débil para definirla, pero perversión sería excesiva. De todos modos, en la sonrisa de Susan siempre estaba presente algo que parecía decir: ¿sabes qué sería divertido?
Le abrí la portezuela y, cuando entró en mi coche, el mono se ciñó a sus muslos. Di la vuelta, me senté y puse el motor en marcha.
– Supongo que si llevaras ropa interior bajo el mono se notaría, pero no se nota -comenté.
– Eso sólo yo lo sé y tú tienes que averiguarlo, muchachote.
– Aceptado -repliqué-. Volvamos a ocuparnos de la fiesta.
Capítulo 4
Averigüé lo que quería saber sobre la ropa interior y varias cosas más. La mayor parte de ellas ya las sabía, pero recordarlas era un placer. Después descansamos sobre la cama, mientras el sol de la tarde se colaba por la ventana. El cuerpo de Susan, fuerte y algo húmedo por el esfuerzo compartido, brillaba allí donde el sol lo acariciaba.
– Eres una mujer fuerte y activa -afirmé.
– Hago ejercicios regularmente y tengo una actitud positiva.
– Creo que has arrugado mi traje de lino blanco.
– De todos modos, se habría arrugado durante el vuelo.
Nos vestimos, caminamos por la calle Boylston y cruzamos el Prudential Center hasta un restaurante llamado St. Botolph. Pertenecía a la infinidad de restaurantes de tipo californiano surgidos como dientes de león en un jardín recién sembrado a raíz de los planes de renovación urbana. Encajado detrás del Hotel Colonnade, era un local de ladrillos con plantas colgantes y una informalidad relativa, en el que realmente podías degustar un buen trozo de carne… entre otras cosas.
Yo pedí un gran chuletón y Susan escalopes a la provenzal. No había mucho que decir. Le hablé de mi trabajo.
– Un buscador de recompensas -comentó.
– Sí, puede que sí, como en las películas.
– ¿Tienes algún plan?
Su maquillaje era perfecto: delineador, sombra para párpados, colorete en los pómulos, carmín. Probablemente a los cuarenta tenía mejor aspecto que el que había tenido a los veinte. En los ojos se percibían pequeñas patas de gallo y en las comisuras de la boca sugerencias de sonrisa que recalcaban su rostro y le daban forma y significado.
– El mismo plan de siempre. Me presentaré, no haré nada especial, veré si algo se agita y qué ocurre. Tal vez publique un anuncio en la prensa ofreciendo una cuantiosa recompensa.
– ¿Crees que puede interesarle a un grupo de estas características? ¿Te parece que una recompensa hará que se delaten entre sí?
Me encogí de hombros.
– Es posible. Quizá logre que establezcan contacto conmigo. Sea como fuere, necesito un contacto. Necesito un señuelo.
– ¿No intentarán matarte si se enteran de tu presencia?
– Es posible, pero tengo la intención de desbaratar sus planes.
– Y en ese caso dispondrás de un contacto -dedujo Susan.
– Exacto.
Susan meneó la cabeza.
– No lo pasaré bien durante este período.
– Ya lo sé… a mí tampoco me gusta demasiado.
– Es posible que a una parte de tu persona no le guste, pero vivirás una gran aventura. Tom Swift, buscador de recompensas. Una parte de tu ser lo pasará estupendamente.
– Eso era más cierto antes de conocerte -afirmé-. Sin ti, hasta la búsqueda de recompensas es menos divertida.
– Sé que eres sincero y te lo agradezco. También sé que eres como eres, pero si te pierdo se volverá crónico. Será algo que nunca podré superar.
– Regresaré -aseguré-. No moriré lejos de ti.
– Oh, Dios mío -murmuró y su voz se quebró. Giró la cabeza.
Tenía un nudo en la garganta y los ojos me escocían.
– Sé lo que sientes. Si no fuera un cabrón duro y varonil podría estar al borde de las lágrimas.
Susan volvió a mirarme. Aunque sus ojos estaban muy brillantes, su expresión era relajada. Dijo:
– Es posible que tú lo hagas, cariño, pero yo no. Pienso representar un fragmento de mi famosa interpretación de la señorita Kitty y luego reiremos y charlaremos alegremente hasta que llegue el momento de que subas al avión -puso su mano sobre mi brazo, me miró severamente, se inclinó hacia delante y me advirtió-: Matt, ten cuidado.
– Kitty, un hombre tiene que cumplir con su deber -respondí-. Tomemos una cerveza.
Estuvimos alegres y dicharacheros durante el resto de la cena y el viaje al aeropuerto. Susan me dejó en la terminal internacional. Me apeé, abrí el maletero, saqué mi equipaje, guardé el 357 en el maletero, lo cerré y me asomé al interior del coche.
– No pienso entrar contigo -dijo Susan-. Sentarse a esperar en un aeropuerto resulta demasiado deprimente. Envíame una postal. Aquí estaré cuando regreses.