Luego me afeité, me cepillé los dientes y me di una ducha. Descolgué el teléfono y pedí que me llamaran a las cinco y media. Después dormí una siesta encima de la colcha. Echaba de menos a Susan.
Vigoroso y despejado, con paso animado y el revólver nuevamente en la funda de la cadera, a las seis menos cuarto crucé la entrada principal del Mayfair. Giré por la calle Berkeley y me dirigí hacia Piccadilly.
Tenía un mapa de la ciudad que había adquirido en una de las tiendas del hotel y, además, ya había estado en Londres, algunos años atrás, antes de que apareciera Susan, cuando pasé una semana allí con Brenda Loring. Caminé por Piccadilly, me detuve delante de Fortnum and Masón y miré los alimentos envasados que exhibían en el escaparate. Estaba muy animado. Me gustan las grandes ciudades y, en este sentido, Londres es una urbe equivalente a Nueva York. Sería divertido pasear por Fortnum and Mason con Susan y comprar huevos de codorniz ahumados, gelatina de ave de caza o algo importado del Paso Khyber.
Subí hasta Piccadilly Circus, un lugar implacablemente vulgar con sus cines y sus comidas rápidas, giré a la derecha por Haymarket y descendí hasta Trafalgar Square, Nelson, los leones, la Galería Nacional y las malditas palomas. Los niños competían por ver quién lograba acumular más palomas encima y alrededor de sus cuerpos. Al subir por el Strand me crucé con un poli que caminaba pacíficamente, con las manos a la espalda, el walkie-talkie en el bolsillo y el micrófono prendido a la solapa con un alfiler. La porra estaba hábilmente oculta en un bolsillo profundo y poco llamativo.
Al andar noté una agitada tensión en la boca del estómago. No hacía más que pensar en Samuel Johnson y en Shakespeare. «El viejo país», me dije. No era exactamente así porque mi familia era de origen irlandés, pero, de todas maneras, se trataba del hogar ancestral para las personas que hablaban inglés y que eran capaces de leerlo.
Simpson quedaba a la derecha, justo al lado del Hotel Savoy. Me pregunté si en los altavoces de los ascensores del hotel sonaba Pisando fuerte en el Savoy. Probablemente no era el mismo Savoy. Entré en Simpson, un restaurante de techos altos y paredes con paneles de roble, y hablé con el maître. Éste pidió a un camarero que me llevara hasta donde estaba Flanders que, al verme, se puso de pie. Otro tanto hizo el hombre que estaba con él. Muy elegante.
– Señor Spenser, le presento al inspector Downes, de la policía. Le pedí que cenara con nosotros, si está de acuerdo.
Me pregunté qué habría ocurrido si hubiera dicho que no estaba de acuerdo. ¿Downes habría abandonado el restaurante, pidiendo disculpas con una reverencia?
– Me parece bien -dije.
Nos dimos la mano. El camarero apartó mi silla de la mesa. Tomamos asiento.
– ¿Un trago? -propuso Flanders.
– Cerveza de barril -respondí.
– Whisky -dijo Downes.
Flanders pidió Kir.
– El inspector Downes trabajó en el caso Dixon -explicó Flanders- y es experto en investigar los casos de guerrilla urbana que hoy tanto abundan.
Downes sonrió modestamente.
– No estoy seguro de que experto sea la palabra adecuada, pero le aseguro que he tratado muchos casos de este tipo.
El camarero regresó con las copas. Por suerte la cerveza estaba fría, pero tenía mucho menos gas que la estadounidense. Bebí unos tragos. Flanders sorbió su Kir. Downes pidió whisky puro, sin hielo ni agua, en un vaso pequeño, y lo tomó como si fuera un cordial. Era un hombre de piel clara, de cara grande y redonda y pómulos sonrosados y brillantes. Bajo el típico traje de funcionario público, su cuerpo parecía pesado y yo diría que fofo. No gordo, sino relajado. Estaba rodeado por un halo de sereno poder.
– Ah, antes de que me olvide -dijo Flanders. Sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y me lo entregó. En la parte delantera habían escrito con tinta roja: «Spenser, 1.400»-. Actualmente el tipo de cambio es muy favorable. Usted gana y nosotros perdemos, ¿no le parece?
Asentí y guardé el sobre en el bolsillo de la chaqueta.
– Muchas gracias -dije-. ¿Qué datos puede darme?
– Primero pidamos la cena -propuso Flanders.
Flanders tomó salmón, Downes pidió rosbif y yo encargué cordero. Me encanta probar la cocina local. El camarero tenía un gran parecido con Barry Fitzgerald y parecía encantado con nuestras elecciones.
– Fe y esperanza -murmuré.
– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Flanders.
Meneé la cabeza.
– Sólo mencioné un viejo refrán estadounidense. ¿Qué datos tiene?
– Me temo que no disponemos de muchos datos -intervino Downes-. Un grupo denominado Libertad ha reivindicado los asesinatos de las Dixon y no tenemos motivos para dudar de que fueron ellos.
– ¿Cuáles son sus características?
– Son jóvenes de ideología claramente muy conservadora, reclutados en toda Europa Occidental. Es posible que el cuartel general esté en Amsterdam.
– ¿Cuántos son?
– Diez, doce o algo así. La cifra cambia todos los días.
No parece una banda muy organizada, sino un azaroso grupo de adolescentes que va por el mundo haciendo el tonto.
– ¿Metas?
– No le entiendo.
– ¿Cuáles son las metas de la organización? ¿Quieren salvar las grandes ballenas, liberar Irlanda, poner fin al apartheid yrestablecer Palestina, no fomentar el aborto?
– Creo que son anticomunistas.
– Eso no explica que aniquilaran a la familia Dixon. No puede decirse que las industrias Dixon practiquen el socialismo estatal, ¿verdad?
Downes sonrió y negó con la cabeza.
– Lo dudo. El estallido de esas bombas fue violencia azarosa. Táctica de guerrilla urbana, creación de caos, terror, ese tipo de cosas. Afecta a las instituciones, provoca confusión y da lugar a la creación de una nueva estructura de poder o algo por el estilo.
– ¿Y han hecho progresos?
– Parece que el gobierno retiene su poder.
– ¿Practican a menudo este tipo de violencia?
– Es difícil contestar esa pregunta -Downes sorbió otro trago de whisky y lo paseó por el paladar-. ¡Endiabladamente bueno! Es difícil responder porque actualmente encontramos muchos actos de este tipo procedentes de muchas facciones. Se vuelve difícil saber quién lanza una bomba contra quién y por qué.
– Phil, tal como yo lo entiendo, no se trata de un grupo importante -opinó Flanders-. No pone en peligro la estabilidad de la nación.
Downes negó con la cabeza.
– No, claro que no. La civilización occidental no corre un peligro inmediato, pero hacen daño a la gente.
– Lo sabemos demasiado bien -añadió Flanders. Se dirigió a mí-: ¿Todo esto le sirve de algo?
– De momento, no -repliqué-. En todo caso, sé que hacen daño. Como Downes sabe muy bien, cuanto más chapucero, desorganizado y estúpido es un grupo, como parece ser el caso, más difícil resulta ponerle la mano encima. Apuesto a que ustedes ya han infiltrado los grupos grandes y bien organizados.
Downes se encogió de hombros y siguió bebiendo whisky.
– Spenser, la primera parte de su comentario es acertada. La azarosa puerilidad de un grupo como éste dificulta enormemente el que podamos hacerle frente. La misma azarosa puerilidad limita su eficacia en términos revolucionarios o de lo que diablos quieran conquistar, pero los vuelve muy difíciles de atrapar.
– ¿Tiene algo?
– Si usted fuera periodista, le respondería que estamos desarrollando varias posibilidades prometedoras -respondió Downes-. Puesto que no es periodista, seré más escueto: no, no tenemos nada.
– ¿Ni nombres ni rostros?
– Únicamente los retratos que hicimos a partir de las descripciones del señor Dixon. Los hemos hecho circular, pero nada ha aparecido.
– ¿Y los informantes?
– Nadie sabe nada.
– ¿Cuántos esfuerzos han dedicado a este caso?
– Tantos como podemos -repuso Downes-. Usted no lleva mucho tiempo aquí, pero supongo que sabe que estamos presionados. La cuestión irlandesa ocupa la mayor parte de nuestra maquinaria antiterrorista.