– No han hecho bastantes esfuerzos.
Downes miró a Flanders.
– Lo que dice es injusto. Le hemos dedicado toda la atención que pudimos.
– No lo acuso de nada y comprendo sus problemas. Yo también fui poli. Sólo lo digo para que Flanders comprenda que no han podido realizar una búsqueda a fondo. Han examinado las pruebas materiales. Han publicado hojas informativas, estudiado los archivos de guerrilla urbana y el caso sigue abierto. Pero no hay un montón de personas registrando hasta el último rincón en Egdon Heath o donde sea.
Downes se encogió de hombros y terminó su whisky.
– Es verdad -admitió.
Barry Fitzgerald se presentó con la comida. Trajo consigo a un hombre de delantal blanco que empujaba un gran calientaplatos con tapa de cobre. Al llegar a la mesa quitó la tapa y, siguiendo mis indicaciones, cortó un generoso trozo de cordero. Cuando terminó, se irguió sonriente. Miré a Flanders y éste le entregó una propina.
Mientras el trinchador cortaba la carne, Barry repartía el resto de los alimentos. Pedí otra cerveza. Parecía encantado de ir a buscármela.
Capítulo 6
Rechacé el taxi que Flanders me ofreció y deambulé por el Strand rumbo al Mayfair, en medio de la tarde que caía lentamente. Eran poco más de las ocho. No tenía que ir a sitio alguno hasta la semana siguiente y caminé sin rumbo fijo. Donde el Strand se une con Trafalgar Square, tomé Whitehall. Hice un alto a mitad de camino y contemplé los dos centinelas a caballo junto a la garita anexa al edificio de la Guardia Montada. Lucían botas altas de cuero, petos metálicos y cascos del viejo Imperio británico, de modo que parecían estatuas si no fuera por los rostros jóvenes y corrientes que asomaban bajo los cascos y por los ojos que se movían. Eran unos rostros realmente sorprendentes. Al final de Whitehall se alzaban el Parlamento y el puente de Westminster y, frente a la plaza del Parlamento, la abadía de Westminster. Años atrás la había recorrido con Brenda Loring y una avalancha de turistas. Me encantaría atravesarla en un momento en que estuviera desierta.
Miré la hora: 8:50. Restando seis horas, en casa eran las tres menos diez. Me pregunté si Susan habría asistido a su clase de asesoramiento. Probablemente no se reunían todos los días, aunque en verano tal vez lo hicieran. Me desvié un poco hacia el puente de Westminster y contemplé el río. El Támesis. ¡Santo cielo! Fluía por esa ciudad cuando en el Charles sólo estaban los wampanoag. Abajo, a mi izquierda, había un desembarcadero en el que los bardos de recreo recogían y dejaban pasajeros. Un año antes Susan y yo habíamos ido a Amsterdam y realizado un crucero de vino y queso, a la luz de las velas, por los canales de la ciudad, contemplando las altas fachadas del siglo xvii de las casas que los bordeaban. Shakespeare debió haber cruzado este río. Recordaba difusamente que el Teatro Globo estaba del otro lado… o lo había estado. También tuve la vaga sospecha de que ya no existía.
Observé el río largo rato, giré, me apoyé en el pretil del puente con los brazos cruzados y durante unos minutos me dediqué a mirar a la gente. No tenía dudas de que llamaba la atención con mi chaqueta deportiva azul, pantalones grises, camisa blanca y corbata de republicanas rayas rojas y azules. Me aflojé el nudo y dejé que la corbata cayera informalmente sobre la pechera blanca. En pocos minutos una cimbreante pájara londinense con minifalda de cuero vería que estaba solo y se detendría a darme ánimos.
La minifalda no parecía estar de moda. Vi montones de pantalones bombachos y de tejanos Levis metidos dentro de las botas. Habría aceptado cualquier sustituto, pero ninguna mujer hizo el menor gesto de acercamiento. Probablemente habían adivinado que era extranjero. ¡Malditas xenófobas! Nadie reparó en el adorno de cobre de las borlas de mis mocasines. Suze lo vio la primera vez que me los puse.
Un rato después me di por vencido. Aunque hacía diez o doce años que no fumaba, en ese instante deseé tener un cigarrillo al que darle una última calada y arrojarlo encendido al río mientras me alejaba. No fumar es positivo en el campo del cáncer de pulmón, pero muy negativo en el reino de los gestos dramáticos. En los márgenes de St. James's Park apareció un sendero llamado Birdcage y lo tomé. Probablemente lo hice a causa de mi romanticismo irlandés. Me condujo por el lado sur del parque hasta el palacio de Buckingham.
Me detuve un rato ante la entrada del palacio y contemplé el ancho y desnudo patio empedrado. «¿Cómo estás, Majestad?», dije para mis adentros. Existía un modo de saber si estaban o no en casa, pero no logré recordar cuál era la señal. Tampoco tenía demasiada importancia. Seguramente no moverían un dedo por mí.
Desde el monumento conmemorativo que se alzaba en el círculo, delante del palacio, salía un sendero que atravesaba Green Park hacia Piccadilly y mi hotel. Lo tomé. Me resultaba extraño caminar solo a través de un sitio oscuro poblado de árboles y hierbas, a un océano de distancia de casa. Pensé en mí cuando era un niño y en la cadena de acontecimientos que relacionaban a aquel chiquillo con el hombre de edad madura que se encontraba solo, por la noche, en un parque de Londres. El chiquillo prácticamente nada tenía que ver conmigo. Y el hombre de edad madura tampoco. Me sentía incompleto. Echaba de menos a Susan y antes nunca había añorado a alguien.
Volví a salir a Piccadilly, giré a la derecha y luego a la izquierda por Berkeley. Pasé delante del Mayfair y observé la plaza Berkeley, larga, estrecha y muy limpia. No oí el canto del ruiseñor. Me dije que algún día regresaría con Susan. Volví al hotel y pedí al servicio de habitación que me subiera cuatro cervezas.
– ¿Cuántos vasos, señor?
– Ninguno -respondí en tono tajante.
Cuando apareció el botones, le di una propina muy generosa para compensar mi brusquedad. Bebí las cuatro cervezas directamente de la botella y me acosté.
Por la mañana madrugué y puse un anuncio en el Times. Decía: «recompensa. Se ofrecen mil libras a cambio de información sobre organización denominada Libertad y muerte de tres mujeres en atentado con bombas en el restaurante Steinlee el 21 de agosto pasado. Llamar a Spenser al Hotel Mayfair, Londres.»
La noche anterior Downes se había comprometido a enviarme al hotel el expediente sobre el caso Dixon y cuando regresé lo encontré en un sobre de papel de Manila, doblado por la mitad a lo largo y encajado en la casilla de la recepción. Lo llevé a mi habitación y lo leí. Contenía fotocopias del informe del policía de mayor graduación, declaraciones de los testigos, la declaración de Dixon en el hospital, copias de los retratos robot realizados y de los informes regulares de que no había habido progreso alguno, presentados por diversos agentes. También había una fotocopia de la nota en que Libertad reivindicaba la colocación de las bombas y la victoria sobre los «cerdos comunistas». Por último, contenía una copia de una breve historia del grupo Libertad, evidentemente entresacada de los archivos de prensa.
Me tendí en la cama de la habitación del hotel, abierta la ventana que daba al patio de luces, y leí tres veces el material, atento a cualquier pista que los polis británicos hubieran pasado por alto. No encontré nada. Si a ellos se les había escapado algo, a mí también. Casi tuve la sensación de que yo no era más listo que ellos. Miré la hora: 11:15. Prácticamente la hora de almorzar. Si salía, caminaba sin prisas hasta un restaurante y comía lentamente, sólo tendría que matar cuatro o cinco horas hasta que llegara el momento de cenar. Volví a mirar el material. No produjo la más mínima respuesta. Si el anuncio no desencadenaba algo, no sabría qué hacer a continuación. Podía beber cerveza a manta y recorrer la ciudad, pero es probable que Dixon se inquietara después de que yo hubiera consumido un par de adelantos de cinco mil dólares.