Marvin le respondió con una mirada de perplejidad mientras Laurie comenzaba el examen externo.
El cuerpo era el de una mujer de raza blanca de unos treinta años, morena y de complexión normal que parecía haber gozado de buena salud y que solo presentaba cierta acumulación adiposa en el vientre y los muslos. Su piel tenía la habitual palidez de la muerte y parecía libre de lesiones salvo por algunas inocuas marcas de nacimiento. No había indicios de cianosis y tampoco de consumo de drogas. A ambos lados de la rodilla izquierda se veían dos incisiones laterales sin señales de inflamación o infección. Tenía clavada una vía intravenosa en el brazo izquierdo que tampoco presentaba indicios de hemorragia. El tubo endotraqueal estaba correctamente insertado en la tráquea y sobresalía de la boca.
«Por ahora vamos bien», se dijo Laurie considerando que el examen externo era comparable al de Sean McGillin hijo. Cogió el escalpelo que Marvin le tendía y empezó con la fase interna. Trabajó con rapidez y concentración. La actividad en el resto de la sala a medida que entraban otros casos quedó relegada a un segundo plano en su mente.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, Laurie se enderezó tras un último esfuerzo recorriendo las venas de las piernas hasta la cavidad abdominal. No había encontrado coágulos. Aparte de algunas fibrosidades uterinas y de un pólipo en el intestino, no había hallado patología alguna, y desde luego, nada que pudiera explicar el fallecimiento de la mujer. Igual que en el caso McGillin, iba a tener que esperar las pruebas microscópicas y toxicológicas si deseaba averiguar la causa de su muerte.
– Un caso limpio -comentó Marvin-. Exactamente como dijiste.
– Muy curioso -observó Laurie. Se sentía reivindicada. Miró la sala a su alrededor, que se había llenado casi del todo durante su intensa concentración. La única mesa que no estaba siendo utilizada era la vecina a donde Jack había estado trabajando. Según parecía, había terminado y se había marchado sin decir palabra. A Laurie no le sorprendió; parecía encajar con su comportamiento más reciente.
En la mesa de al lado de la suya creyó reconocer la menuda figura de Riva; cuando Marvin salió en busca de la camilla, Laurie se acercó para comprobarlo. Efectivamente, era ella.
– ¿Un caso interesante? -le preguntó Laurie.
Riva alzó la mirada.
– No especialmente, al menos desde un punto de vista profesional. Se trata de un caso de atropello y fuga en Park Avenue. Era una turista del medio oeste y tenía cogida la mano de su marido cuando fue atropellada. Él iba solo un paso por delante. Teniendo en cuenta lo rápido que se mueve el tráfico, siempre me sorprende que los peatones no vayan con más cuidado en una ciudad como esta. ¿Qué tal el tuyo?
– Muy interesante -contestó Laurie-. Ningún indicio de patología.
Riva miró de reojo a su compañera de despacho.
– ¿Interesante y sin patología? Eso no me suena propio de ti.
– Te lo explicaré más tarde. ¿Sabes si me espera alguno más?
– Hoy no. Se me ocurrió que no te vendría mal un poco de tiempo libre.
– ¡Pero si estoy bien! De verdad, no quiero un trato de favor.
– No te preocupes. Hoy es un día relativamente tranquilo, y ya tienes bastante de lo que ocuparte.
Laurie asintió.
– Gracias, Riva -le dijo a pesar de que habría preferido mantenerse ocupada.
– Te veré arriba.
Laurie volvió a su mesa y, cuando Marvin regresó con la camilla, le dio las gracias por su ayuda y le dijo que ya habían acabado por lo que quedaba de día. Diez minutos después, tras la habitual rutina de limpieza, colgó su traje lunar y enchufó la batería al cargador. Cuando se disponía a pasar por Histología y Toxicología, se sorprendió al ver a Jack bloqueándole la salida de la sala de almacenamiento.
– ¿Puedo invitarte a un café? -preguntó él.
Laurie contempló sus ojos, castaño claro, e intentó adivinar su estado de ánimo. Estaba cansada de sus frivolidades porque, considerando las circunstancias, le resultaban muy humillantes. No obstante, no se apreciaba rastro de la maliciosa sonrisa que había exhibido la tarde anterior en su despacho. Su expresión era más seria, casi solemne; ella lo agradeció, puesto que se correspondía mejor con lo que ocurría entre ellos.
– Me gustaría hablar -añadió Jack.
– Un café me parece estupendo -contestó Laurie, que tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus expectativas sobre lo que Jack pudiera tener en la cabeza. Aquel comportamiento parecía demasiado correcto en él.
– Podríamos subir a la sala de identificación o ir a la cafetería. Tú decides.
La cafetería se encontraba en el primer piso y era una ruidosa sala con un suelo de un linóleo pasado de moda, paredes desnudas y una hilera de máquinas expendedoras de bebidas y dulces. A esa hora de la mañana estaría bastante llena de secretarias y personal en su hora de descanso.
– Vayamos a la sala de identificación -propuso Laurie-. Deberíamos tenerla para nosotros solos.
– Anoche te eché de menos -le dijo Jack mientras esperaban el ascensor.
Vaya, se dijo Laurie. A pesar de sus preocupaciones, su esperanza de poder mantener una conversación de verdad aumentó.
No era costumbre de Jack admitir abiertamente sus sentimientos. Lo miró para asegurarse de que no pretendía ser sarcástico, pero no pudo decirlo a ciencia cierta porque estaba concentrado mirando los números de los pisos que había encima de la puerta. Se iban iluminando con desesperante lentitud. El ascensor de atrás se destinaba a montacargas, y se movía a ritmo glacial.
Las puertas se abrieron y ambos entraron.
– Yo también te eché de menos -reconoció Laurie. Consciente de que podía estar poniéndose en situación vulnerable, se sintió invadida por una embarazosa timidez y evitó mirarlo a los ojos.
– En la cancha de baloncesto me porté como un novato -añadió Jack-. No supe dar una a derechas.
– Lo siento -contestó Laurie, que enseguida lamentó haberlo dicho porque había sonado como si estuviera disculpándose cuando en realidad solo pretendía mostrarse comprensiva.
– Tal como había imaginado, el examen interno de mi caso se correspondió con lo que había conjeturado en cuanto a Síndrome de Muerte Infantil Repentina -comentó Jack para cambiar de tema. Saltaba a la vista que se sentía igualmente incómodo.
– ¿De verdad? -repuso Laurie.
– ¿Cómo te fue a ti? -preguntó Jack cuando el ascensor empezaba a subir-. Cuando me encontré con Janice me dijo que el tuyo era un caso parecido al de McGillin, así que le dije a Riva que seguramente te interesaría.
– Te lo agradezco -contestó Laurie-. Lo cierto es que lo quería. Fue preocupantemente igual que el caso McGillin.
– ¿A qué te refieres con lo de «preocupante»?
– Estoy empezando a creer que tu comentario de ayer acerca de que la ciencia forense puede descubrir causas de la muerte distintas de las esperadas podía ser de aplicación a esto. Creo que puedo tener entre manos un caso de asesinato, una especie de caso Cromwell pero al revés. En otras palabras, que puedo haberme topado con un asesino múltiple. No puedo dejar de pensar en aquellos horribles asesinatos de los hospitales, especialmente los recientes de Nueva Jersey y Pennsylvania. -Laurie no tenía los mismos reparos en confesar sus sospechas a Jack que a Fontworth.
– ¡Caramba! Cuando hablaba de las sorpresas que nos depara la ciencia forense, lo hacía en general. No estaba sugiriendo nada que estuviera relacionado con tu caso.
– Pues yo pensé que sí.
Jack meneó la cabeza cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja.
– Pues no, para nada. Y debo decir que estás dando un salto muy grande al sospechar que el caso que me comentaste puede tratarse de un asesinato. ¿Cómo es posible que se te haya ocurrido? -Hizo un gesto a Laurie para que saliera primero.
– Porque en dos días llevo hechas las autopsias de dos individuos jóvenes y sanos que han muerto repentinamente y no presentan patología asociada alguna. ¡Ninguna!