Alargó la mano para tocarle el hombro, como de costumbre, y dio un respingo cuando vio que los ojos de Laurie estaban abiertos y fijos en él y en la boca tenía una expresión de irritada determinación.
– ¡Pero si estás despierta! -exclamó arqueando las cejas interrogativamente y dándose cuenta al instante de que algo no iba bien.
– No me he vuelto a dormir desde nuestro encuentro de medianoche.
– ¿Tan bueno fue? -preguntó Jack confiando en que un poco de humor pudiera despejar el aparente pique de Laurie.
– Jack, tenemos que hablar -dijo ella secamente; se sentó, se cubrió con la manta hasta el cuello y lo miró a los ojos, desafiante.
– ¿Y no es eso precisamente lo que estamos haciendo? -repuso Jack adivinando enseguida las intenciones de Laurie y sin poder evitar el tono de sarcasmo de su voz. Aunque era consciente de lo poco que este ayudaba, le resultaba imposible controlarlo: el sarcasmo se había convertido en un arma de protección que había desarrollado durante los últimos diez años.
Laurie quiso responder, pero Jack alzó la mano para interrumpirla.
– Lo siento. No es mi intención mostrarme insensible, pero sospecho que creo saber adónde nos conduce esta conversación, y no es el momento. Lo siento, Laurie, pero tenemos que estar en el depósito dentro de una hora y ninguno de los dos se ha duchado, vestido ni desayunado.
– Jack, nunca es el momento.
– De acuerdo. Digámoslo de esta manera: puede que este sea el peor momento de todos los posibles para una conversación sobre sentimientos. Son las seis y media de la mañana de un lunes tras un estupendo fin de semana y tenemos que ir al trabajo. Si la hubieras tenido en mente, habrías encontrado una ocasión mejor durante los últimos días para haberla planteado, y yo habría estado encantado de abordar el asunto.
– ¡Qué tontería! Al menos acepta que es algo de lo que nunca quieres hablar. Jack, el jueves cumpliré cuarenta y tres años, ¡cuarenta y tres! No puedo permitirme el lujo de tener paciencia. No puedo esperar a que por fin decidas lo que quieres porque me habré vuelto menopáusica.
Durante unos segundos, Jack miró fijamente los verdeazulados ojos de Laurie. Se hacía evidente que no estaba dispuesta a ser aplacada con facilidad.
– De acuerdo -contestó dejando escapar un suspiro como si estuviera cediendo en algo y desvió la mirada hacia sus desnudos pies-. Lo hablaremos esta noche, durante la cena.
– ¡Necesito que lo hablemos ahora! -exclamó Laurie con decisión. Extendió el brazo y levantó la barbilla de Jack para poder mirarlo a los ojos de nuevo-. He estado consumiéndome dándole vueltas a nuestra situación mientras tú dormías. Aplazarlo no es ninguna alternativa.
– Laurie, voy a levantarme y a darme una ducha. Te lo repito, no es el momento para esto.
– Te quiero, Jack -dijo Laurie tras agarrarlo de brazo para retenerlo-, pero necesito más. Quiero casarme y formar una familia. Quiero vivir en un lugar mejor que este. -Soltó el brazo de Jack e hizo un gesto que abarcaba toda la estancia, señalando la pintura desconchada, la desnuda bombilla, la cama sin cabecera, las dos mesitas de noche que eran dos cajas de vino puestas boca abajo y el solitario escritorio-. No tiene por qué ser el Taj Mahal, pero esto es ridículo.
– Durante todo este tiempo siempre he creído que con cuatro estrellas te bastaba.
– Ahórrate el sarcasmo -espetó Laurie-. Un poco de lujo no nos haría ningún daño con lo mucho que trabajamos. Pero ese no es el problema. Se trata de nuestra relación, que a ti te parece suficiente; pero a mí no. Esa es la cuestión de fondo.
– Voy a darme una ducha -contestó Jack.
Laurie le obsequió con una amarga semisonrisa.
– Está bien. Date una ducha.
Jack asintió, fue a decir algo, pero cambió de opinión. Se dio la vuelta y desapareció en el cuarto de baño dejando la puerta entreabierta. Un momento después, Laurie oyó correr el agua y el sonido de los anillos de la cortina rozando en la barra.
Laurie suspiró. Estaba temblando por una combinación de cansancio y de sobrecarga emocional, pero se sentía orgullosa por no haber derramado una sola lágrima. Le molestaba echarse a llorar en situaciones emocionalmente comprometidas. No tenía ni idea de cómo lo había conseguido, pero la complacía. Las lágrimas nunca ayudaban y con frecuencia la ponían en situación de desventaja.
Tras ponerse su bata, fue al armario en busca de su maleta. En realidad, el enfrentamiento con Jack le había producido cierto alivio. Al responder tal como ella había previsto, él había justificado lo que ella había decidido hacer incluso antes de que se despertara. Abrió los cajones que le correspondían, sacó sus cosas y empezó a hacer el equipaje. Cuando casi había acabado oyó que cerraban la ducha. Un minuto después Jack aparecía en la puerta, secándose vigorosamente la cabeza con una toalla; al ver a Laurie y la maleta, se detuvo de golpe.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
– Está perfectamente claro lo que estoy haciendo -repuso Laurie.
Durante un momento, Jack no dijo una palabra y se limitó a mirar mientras Laurie seguía recogiendo sus cosas.
– Estás llevando las cosas demasiado lejos -dijo finalmente-. No tienes por qué marcharte.
– Yo creo que sí -contestó ella sin levantar la mirada.
– ¡Estupendo! -replicó con brusquedad Jack al cabo de un instante. Después, volvió al baño para acabar de secarse.
Cuando dejó el baño libre, Laurie entró llevando la ropa para vestirse e insistió en cerrar la puerta aunque normalmente solía dejarla abierta. Al salir, completamente vestida, Jack estaba en la cocina. Laurie se le unió para un desayuno frío de cereales y fruta. Ninguno de los dos se tomó la molestia de sentarse a la pequeña mesa de la cocina. Ambos se mostraron correctos, y la única conversación consistió en «permiso» o «disculpa» mientras se movían alrededor de la nevera para coger lo que deseaban. Gracias a lo reducido del espacio, les fue imposible moverse sin rozarse.
A las siete estaban listos para salir. Laurie metió sus cosméticos en la maleta y cerró la tapa. Cuando la empujó sobre sus ruedecillas hasta la sala de estar, vio a Jack levantando su bicicleta de montaña del soporte de la pared.
– No pensarás ir a trabajar montado en eso, ¿verdad? -preguntó Laurie.
Antes de que se decidieran a vivir juntos, Jack solía utilizar la bicicleta para ir y volver del trabajo, así como para ir de recados por la ciudad. Se trataba de una costumbre que siempre había aterrorizado a Laurie, a quien no dejaba de preocuparle la posibilidad de que cualquier día Jack pudiera aparecer en el depósito con los pies por delante. Cuando empezaron a ir juntos al trabajo, él renunció a la bicicleta porque no hubo modo de que Laurie accediera a subirse a una.
– Bueno, se diría que voy a estar solo cuando regrese a mi palacio.
– ¡Por amor de Dios, está lloviendo!
– La lluvia lo hace más interesante.
– ¿Sabes, Jack? Dado que esta mañana estoy siendo sincera contigo, creo que debería decirte que me parece que este rasgo tuyo tan juvenil de correr riesgos no solamente no es apropiado, sino que resulta francamente egoísta. Es como si te estuvieras burlando de mis sentimientos.
– Eso es interesante -contestó Jack con una sonrisa afectada-. Deja que te diga algo: el que yo monte en bicicleta no tiene nada que ver con tus sentimientos. Y, para serte sincero, son tus sentimientos los que a mí me parecen egoístas.
Una vez fuera, en la calle Ciento seis, Laurie se encaminó hacia el oeste, en dirección a Columbus Avenue para coger un taxi. Jack pedaleó en sentido contrario hacia Central Park. Ninguno de los dos se volvió para despedirse del otro.