2

Jack había olvidado el placer que suponía montar en su Cannondale de color púrpura oscuro, pero lo recordó de inmediato mientras se deslizaba colina abajo después de haber entrado en Central Park cerca de la calle Ciento seis. Dado que el parque se hallaba desierto a excepción de alguno que otro jogger, Jack se dejó ir, y tanto la ciudad como sus reprimidas angustias se desvanecieron milagrosamente en la neblina de aquel bosque rodeado de edificios. Con el viento silbándole en los oídos, recordaba como si fuera el día anterior sus descensos por Dead Man's Hill, en South Bend, Indiana, en su querida dorada y roja Schwinn de anchos neumáticos. Le habían regalado la bicicleta por su décimo aniversario después de que la viera anunciada en la contraportada de un libro de cómics. Convertida en un símbolo de su feliz y despreocupada infancia, Jack había convencido a su madre para que la conservara, y seguía acumulando polvo en el garaje del hogar familiar.

La lluvia seguía cayendo, pero no con la fuerza suficiente para estropearle las buenas sensaciones. De todas maneras, oía claramente las gotas golpeando en la visera de su casco. Su mayor problema consistía en ver a través de los empañados cristales de sus gafas aerodinámicas. Para mantener el resto de su cuerpo lo más seco posible, se había puesto un capote impermeable, que tenía unos ingeniosos ganchos para sujetarlos en los pulgares de manera que, cuando se inclinaba para coger el manillar, la prenda lo cubría como una especie de tienda de campaña. Durante la mayor parte del trayecto evitó los charcos; pero, cuando no podía, levantaba los pies de los pedales hasta que salía de ellos.

Jack salió por la esquina sudeste de Central Park y entró en las calles del centro, atestadas con el tráfico de primera hora. Hubo una época en la que disfrutaba desafiando a los coches; pero aquello había sido, en sus propias palabras, «cuando estaba un poco más chiflado» y se encontraba en mejor forma física. Dado que prácticamente no había montado en los últimos años, no tenía ni de lejos el nivel de antes. Sus frecuentes partidos de baloncesto le ayudaban, pero no requerían el mismo ejercicio constante que la bicicleta. Aun así, no aminoró, y cuando bajó hacia la rampa de la plataforma de carga y descarga de la calle Treinta, en el Departamento de Medicina Legal, sus cuádriceps protestaban. Después de desmontar, se quedó unos momentos apoyado sobre el manillar para permitir que la circulación sanguínea irrigara los músculos de sus piernas.

Cuando el dolor hipóxico de sus pantorrillas hubo disminuido, Jack se echó la bici al hombro y subió los peldaños de la plataforma. Todavía notaba las piernas como de goma, pero estaba impaciente por averiguar cómo iba todo en el depósito. Al pasar frente al edificio, había visto varios camiones de televisión vía satélite aparcados en la acera, con sus generadores en marcha y las antenas desplegadas. También había divisado a los miembros de la prensa en la zona de recepción, al otro lado de las puertas. Algo se estaba cociendo.

Jack saludó con la mano a Robert Harper a través de la ventanilla de la garita de seguridad. El uniformado agente se levantó de la silla y asomó la cabeza por la puerta abierta.

– ¿Qué, doctor Stapleton, de vuelta a las viejas costumbres? -preguntó-. Hacía años que no veía esa bici suya.

Jack volvió a saludar con la mano por encima del hombro mientras llevaba su vehículo a los sótanos. Dejó atrás la pequeña sala de autopsias que utilizaban para el examen de los cadáveres en descomposición y giró a la izquierda, justo antes del conjunto central de nichos refrigerados donde se guardaban los cuerpos antes de ser sometidos a autopsia. Luego, hizo un sitio para su bicicleta en la zona reservada a los ataúdes de pino de Potter's Field, donde depositaban todo tipo de elementos no deseados, así como los cuerpos sin identificar. Tras dejar en su taquilla el abrigo y la ropa para ir en bici, se encaminó hacia la escalera pasando ante Mike Passano, el técnico funerario de turno que estaba en su despacho, ocupado con el papeleo. Jack también lo saludó, pero el hombre estaba demasiado absorto para reparar en el gesto.

Cuando Jack salió al pasillo principal tuvo un atisbo de la atestada recepción. Incluso estando en la parte de atrás del edificio le llegaba el rumor de las conversaciones nerviosas. Algo ocurría. Le picó la curiosidad. Uno de los aspectos más interesantes de su profesión de médico forense era que nunca sabía lo que le esperaba de un día para otro. Acudir al trabajo se convertía así en algo estimulante, casi emocionante, lo cual suponía una gran diferencia con su anterior trabajo, cuando todos los días habían sido cómodos y perfectamente predecibles.

La carrera de oftalmólogo de Jack había concluido bruscamente en 1990, cuando su consulta fue absorbida por AmeriCare, el gigante de la sanidad concertada que se hallaba en plena expansión. La oferta de contratarlo que le hizo AmeriCare constituyó una bofetada más. Aquella experiencia lo obligó a reconocer que el antiguo concepto de una medicina de pago por servicio basada en una estrecha relación entre doctor y paciente, donde contaban exclusivamente las necesidades de ese último, estaba desapareciendo a toda velocidad. Ello le impulsó a convertirse en patólogo forense con la esperanza de librarse de la sanidad concertada, que él interpretaba más como un eufemismo de la falta de sanidad. La ironía final había sido que AmeriCare acabó reapareciendo para acosarlo a pesar de sus esfuerzos para romper el contacto. Gracias a una oferta irresistible, AmeriCare había ganado un concurso para los empleados municipales, y en esos momentos Jack y sus colegas tenían que dirigirse a AmeriCare para sus necesidades en materia de prestaciones sanitarias.

Deseoso de evitar la multitud de periodistas, Jack se encaminó hacia la sección de identificación, donde empezaba la jornada de trabajo. Según un sistema rotativo, uno de los forenses veteranos llegaba temprano para revisar los casos que se habían presentado durante la noche, decidía cuáles se destinaban a autopsia y hacía el correspondiente reparto. Aunque no le correspondiera, Jack tenía la costumbre de acudir a primera hora para ojear los casos y conseguir que le asignaran los más interesantes. Siempre se había preguntado por qué los demás no hacían lo mismo hasta que comprendió que en su mayoría estaban más interesados en escaquearse. La curiosidad de Jack era la culpable de que acabara casi siempre sobrecargado de trabajo; pero no le importaba: para él, el trabajo era el opio que aplacaba sus demonios. Desde que él y Laurie vivían prácticamente juntos, la había convencido para que lo acompañara por las mañanas; lo cual, sabiendo lo que a ella le costaba madrugar, no era hazaña menor. El pensamiento lo hizo sonreír y también preguntarse si Laurie habría llegado ya.

De repente, Jack se detuvo en seco. Hasta ese momento había mantenido la discusión de aquella mañana apartada de su mente a propósito; pero entonces los aspectos de su relación con Laurie y los recuerdos de los espantosos sucesos de su pasado afluyeron de golpe a su conciencia. Irritado, se preguntó por qué se había visto empujado a terminar un estupendo fin de semana con una nota tan desagradable, especialmente teniendo en cuenta que las cosas estaban yendo muy bien entre los dos. Casi se consideraba satisfecho con su situación, lo cual era algo notable si tenía en cuenta que no creía merecer estar vivo y aún menos sentirse feliz.

Le invadió el malhumor. Lo último que necesitaba era que algo le recordara el insoportable pesar y el sentimiento de culpa que arrastraba por la muerte de su esposa e hijas; pero eso era lo que ocurría siempre que Laurie y él hablaban del matrimonio o los hijos. La idea del compromiso y de la responsabilidad que implicaba, especialmente en lo tocante a crear una nueva familia, le resultaba aterradora.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: