– Mi padre es el dueño…
– ¿El negocio es próspero? -De pronto la señora Lamb se mostró interesada.
– Prosperar es tomar esposa.
– ¡Venga, señor Lamb, ya está bien! ¿Se trata de una vieja empresa?
– Hace muchos años que mi padre creó el negocio.
Mary Lamb volvió las páginas de Pandosto, se dirigió a William y comentó:
– Éste es un libro para las frías noches de invierno.
– Exacto, señorita Lamb, sobre todo cuando el mundo queda excluido.
Mary permaneció cabizbaja.
– Quizá se trata del mismo libro que el poeta leyó antes de escribir Cuento de invierno.
– Lo leyó como un niño contempla la playa en busca de conchas bonitas.
Asombrada, Mary levantó la cabeza.
– ¿Shakespeare siempre le ha gustado?
– Claro que sí. Solía recitarlo incluso de pequeño. Me enseñó mi padre.
William evocó las noches en las que se encaramaba a una mesa y con voz clara y serena interpretaba los monólogos de Hamlet y de Lear. Los amigos de Samuel Ireland lo habían considerado una especie de niño prodigio.
– Charles y yo también interpretábamos esos papeles. -Mientras sus padres se ocupaban del fuego casi apagado, Mary le contó que con su hermano representaban a Beatriz y Benedicto, de Mucho ruido y pocas nueces; a Rosalinda y Orlando, de Como gustéis, y a Ofelia y Hamlet. Conocían los textos de memoria e incorporaban los actos y actitudes que consideraban apropiados a los personajes. En el papel de Ofelia, Mary se daba la vuelta y lloraba; en tanto Hamlet, Charles daba pataditas en el suelo y fruncía el entrecejo. Para Mary, esas escenas eran más reales y serias que cuanto acontecía en su día a día-. Creo que, para Charles, más bien formaban parte de un juego. Me temo que he hablado demasiado.
– En absoluto. Lo que dice me interesa sobremanera. Señorita Lamb, quizá le agrade saber que he encontrado su firma.
– ¿Qué quiere decir?
– Me refiero a la rúbrica de Shakespeare. Se trata de una vieja escritura del reinado de Jacobo. Mi padre la ha autentificado.
– ¿Tiene la certeza de que se trata de su letra?
– No cabe la menor duda. -William se dio cuenta de que las cicatrices de su rostro eran un tono más claras que su piel sana-. La encontré en una tienda de antigüedades de Grosvenor Square.
– Poseer semejante tesoro…
– Con frecuencia he pensado que en algún lugar tiene que existir un depósito con los papeles de Shakespeare. El contenido de su estudio y de su biblioteca ha desaparecido y no figura en su testamento, pero su familia tuvo que haberlo venerado.
– Por descontado.
– Ellos lo debieron conservar.
– ¿En Stratford?
– Señorita Lamb, ¿quién sabe dónde?
William tuvo la sensación de que entre ambos se creaba cierta intimidad. No supo de dónde había surgido; fue como si hubiese descendido sobre ellos. El padre de Mary comenzó a cantar una vieja canción.
– A menudo me he preguntado cómo era Shakespeare…, quiero decir en vida -añadió Mary con voz tan alta como se atrevió a emplear.
– Sin duda estaba muy sano.
– Eso es incuestionable, gozaba de excelente salud.
– Supongo que fue un hombre abierto, generoso y honrado.
– Caminaba con paso vivo y no había fuerza capaz de retenerlo.
– Desde luego. Lo llevaba dentro de sí… -William elevó el tono de voz, pero enseguida se amilanó-. Señorita Lamb, como acaba de sugerir, él no era un vulgar mortal.
De repente, William tuvo la sensación de que la estancia se hacía más pequeña y se sintió muy próximo a Mary, a sus padres e incluso a las miniaturas colgadas de las paredes.
– Por otro lado, comprendió con claridad lo que significa ser una persona corriente, ¿no le parece, señor Ireland?
– Lo comprendió todo.
– En sus obras aparecen seres normales y corrientes como amas, presos y ciudadanos, seres corrientes hasta la genialidad. -William reparó en la soledad de Mary incluso mientras ésta hablaba; estaba imbuida de tanto fervor porque sin duda no lo manifestaba a menudo-. Piense en el ama de Julieta. Es la esencia de todas las amas que han existido y existirán.
– Para no hablar del portero de Macbeth.
– Sí, claro, lo había olvidado. Deberíamos hacer una lista de los personajes corrientes de Shakespeare. -Ese «deberíamos» le resultó conocido y Mary se dirigió de inmediato a su madre-: Mamá, ¿dónde se ha metido Charles?
– Supongo que donde no debería estar.
La mujer retomó la costura con un satisfactorio suspiro de disgusto. Su marido dormitaba junto al fuego mortecino.
– Señor Ireland, ¿puedo tocar para usted? Así le demostraré una cosa. -Mary se acercó al pequeño piano colocado en el hueco contiguo a la chimenea y levantó la tapa. Cuando la música comenzó a sonar, pareció que sus dedos apenas rozaban las teclas, si bien las notas de Clementi inundaron el salón. Siguió tocando durante un minuto y por último se volvió hacia William-. ¿No le parece bonita esta música? Es elevada, pero carece de significado concreto. Es lo mismo que pienso de Shakespeare. Es estrictamente expresivo. Emplea el blanco y el negro, y eso es todo.
El joven Ireland se dio cuenta de que, si en ese momento se le hubiesen llenado los ojos de lágrimas, no habría sabido a qué se debía.
– Por favor, toque un poco más.
La música se elevó por encima de los padres de Mary sin despertar la menor reacción, pero a William lo entusiasmó. En la librería no había instrumentos de música, por lo que sólo conocía las tonadas de los alegres parques y las tabernas. Eso era algo totalmente distinto y procedía de otra esfera; además, confirmó sus percepciones sobre Mary.
En ese instante, llamaron a la puerta. Mary abandonó el piano a toda velocidad y se dirigió a la entrada. El señor Lamb se despertó y preguntó a su esposa:
– ¿Cuántos sacos quedan por llevar al molino?
De pronto William se sintió como un desconocido, con la sensación de haberse convertido en una visita inoportuna. Oyó voces en la entrada.
– Querida, he perdido las llaves.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me atizaron.
– ¿Te atizaron?
– El muy canalla me quitó el reloj y puso pies en polvorosa. Mírame la cabeza. ¿Todavía sangro?
La señora Lamb miró con turbación a William y abandonó el sillón.
– Charles, ¿qué te ha pasado?
– Nada, mamá, me han asaltado. -Charles se adentró en la estancia y a William le pareció que gastaba una expresión triunfal-. ¡Vaya, señor Ireland! Lo había olvidado. Estoy encantado de volver a verlo. Como ha podido comprobar, me he retrasado.
– Charles, ¿estás herido?
– No, mamá, creo que no. Mary, ¿has visto el libro?
– Charles, ¿qué te han quitado?
– El reloj, mamá, nada más.
Mary se acercó a su madre y comentó:
– No ha sido nada. Charles está bien. Tranquilízate. -La acompañó al sillón-. No lo han herido, sólo ha desaparecido su reloj.
El señor Lamb dormitaba de nuevo.
Charles se sentó junto a William.
– Estuve cenando con unos amigos. De lo contrario, habría recordado nuestra cita. Después pasó lo que pasó. -Existía la posibilidad de que su tono denotase cierta condescendencia.
– Señor Lamb, no se preocupe. Sus padres y su hermana han sido muy hospitalarios. Escuchamos música. ¿Está seguro de que se encuentra en perfectas condiciones?
Con un ademán Charles restó importancia a la pregunta.
– ¿Ha dicho música? No sabe la suerte que ha tenido. Vaya, éste es el libro. -Charles cambió de tema y cogió el ejemplar de Pandosto, que Mary había dejado en la mesilla auxiliar.
– El mismo.
– ¿Me permite?
– Ahora es suyo. Su hermana ha pagado lo que faltaba.
– ¿Cómo lo hizo?
– No tengo ni la menor idea.
– Pues yo sí. Una tía abuela le ha legado una modesta renta vitalicia. La cobra en el West Lothian Bank de Seething Lane. Es un lugar hermoso.
– Charles, has tenido mucha suerte. -Mary había tranquilizado a su madre y se reunió con los hombres-. Podrían haberte hecho daño.