—Ni una tontería con ellas, ¿de acuerdo, Judith?
Mi hermana niega con la cabeza mientras resopla. Yo, emocionada, cojo el papel y le doy un beso en la mejilla.
—Gracias. Muchas..., muchas gracias.
Esa noche, cuando estoy a solas en mi habitación, me siento furiosa. Saber que al día siguiente, con un poco de suerte, me voy a echar a la cara a Marisa me pone cardíaca. Esa mala bruja se va a enterar de quién soy yo.
Por la mañana me despierto a las siete. Llueve.
Mi hermana ya está levantada y, en cuanto ve que me preparo para ir de viaje, se pega a mí como una lapa y comienza su incesante chorreo de preguntas.
Intento esquivarla.
Voy a Huelva a hacerle una visitilla a Marisa de la Rosa. Pero Raquel ¡es mucha Raquel! Y al final, al ver que no me la puedo quitar de encima, accedo a que me acompañe. Aunque durante el trayecto me arrepiento y siento unos deseos asesinos de tirarla a la cuneta. Es tan cansina y repetitiva que saca de sus casillas a cualquiera.
Ella no sabe lo que nos ha ocurrido realmente a Eric y a mí, y no para de desvariar con sus suposiciones. Si supiera la verdad se quedaría de pasta de boniato. Una mentalidad como la de mi hermana no entendería mis juegos con Eric. Pensaría que somos unos depravados, entre otras muchas cosas aún peores.
El día en que pasó todo, cuando quedé con ella, le deformé la realidad. Le conté que esas mujeres habían metido cizaña en nuestra relación y que por eso habíamos discutido y habíamos roto Eric y yo. No pude decirle otra cosa.
Cuando entro en Huelva, extrañamente no estoy nerviosa.
Para nervios los de mi hermanísima.
Al llegar a la calle que pone en el papel aparco mi coche. Observo la urbanización y veo que Marisa vive muy..., muy bien. La urbanización es de lujo.
—Todavía no sé qué hacemos en este lugar, cuchu —protesta mi hermana, bajándose del coche.
—Quédate aquí, Raquel.
Pero, omitiendo mi exigencia, cierra la puerta con decisión y contesta:
—Ni lo pienses, mona. Donde vayas tú, allí que voy yo.
Resoplo y gruño.
—Pero vamos a ver, ¿es que acaso necesito un guardaespaldas?
Se pone a mi lado.
—Sí. No me fío de ti. Eres muy mal hablada y a veces te pones muy bruta.
—¡Joder!
—¿Lo ves? Ya has dicho «¡joder!» —repite ella.
Sin responder comienzo a andar hacia el bonito portal que indica el papel. Llamo al portero automático, y cuando una voz de mujer contesta, digo sin dilación:
—Cartero.
La puerta se abre, y mi hermana, ojiplática, me mira.
—¡Aisss, Judith!, creo que vas a hacer una tontería. Tranquila, por favor, cariño; tranquila, que te conozco, ¿entendido?
Me río. La miro y murmuro mientras esperamos el ascensor:
—La tontería la hizo ella cuando me subestimó.
—¡Aisss, cuchuuuu...!
—Vamos a ver —siseo, malhumorada—, a partir de este momento, te quiero calladita. Éste es un asunto entre esa mujer y yo, ¿vale?
El ascensor llega. Nos montamos y oprimo el botón de la quinta planta. Cuando el ascensor para, busco la puerta D y llamo. Instantes después, la puerta la abre una desconocida vestida con uniforme de servicio.
—¿Qué desea? —pregunta la joven.
—¡Hola, buenos días! —respondo con la mejor de mis sonrisas—. Quisiera ver a la señora Marisa de la Rosa. ¿Está en casa?
—¿De parte?
—Dígale que soy Vanesa Arjona, de Cádiz.
La joven desaparece.
—¿Vanesa Arjona? —cuchichea mi hermana—. ¿Qué es eso de Vanesa?
Rápidamente, con un gesto seco, le ordeno callar.
Dos segundos más tarde aparece ante nosotras Marisa, monísima con un conjunto en color blanco roto. Al verme, su cara lo dice todo. ¡Se asusta! Y antes de que ella pueda hacer o decir nada, sujeto con fuerza la puerta para que no la cierre mientras suelto:
—¡Hola, pedazo de zorra!
—¡Cuchuuuuuuuuuuu! —protesta mi hermana.
A Marisa le tiembla todo. Miro a mi hermana para que guarde silencio.
—Sólo quiero que sepas que sé dónde vives —siseo—. ¿Qué te parece? —Marisa está blanca, pero continúo—: Tu juego sucio me ha hecho enfadar y, créeme, si me lo propongo, puedo ser más mala y dañina que tú o tus amigas.
—Yo..., yo no sabía que...
—¡Cierra el pico, Marisa! —gruño entre dientes. Ella calla, y yo prosigo—: Me da igual lo que me digas. Eres una mala bruja porque me utilizaste con un fin nada bueno. Y en cuanto a tu amiguita Betta, como estoy segura de que seguís en contacto, dile que el día en que me la cruce se va a enterar de quién soy yo.
Marisa tiembla. Mira hacia el interior de la casa y sé que teme lo que pueda decir.
—Por favor —suplica—, están mis suegros y...
—¿Tus suegros? —la interrumpo, y aplaudo—. ¡Genial! Preséntamelos. Estaré encantada de conocerlos y contarles cuatro cositas de su angelical nuera.
Descontrolada, Marisa niega con la cabeza. Tiene miedo. Siento pena por ella. Aunque es una mala bruja, yo no lo soy. Al final decido dar por terminada mi visita.
—Si me vuelves a subestimar, tu bonita y relajada vida con tus suegros y tu famoso maridito se va a acabar —concluyo—, porque yo misma me voy a encargar de que así sea, ¿entendido?
Pálida como la cera, asiente. No me esperaba aquí y menos con ese talante. Cuando ya he dicho todo lo que tenía que decir y me voy a dar la vuelta para marcharme, escucho que mi hermana pregunta:
—¿Ésta es la guarrilla que venías buscando?
Hago un gesto afirmativo, y sorprendiéndome como siempre hace Raquel, la oigo decir:
—Si te vuelves a acercar a mi hermana o a su novio, te juro por la gloria bendita de mi madre que está mirándonos desde el cielo que la que regresa aquí soy yo con el cuchillo jamonero de mi padre y te saco los ojos, ¡pedazo de zorra!
Marisa, tras el chorreo de palabras de mi querida Raquel, cierra la puerta en nuestras narices. Aún boquiabierta, miro a mi hermana y murmuro en tono alegre mientras caminamos hacia el ascensor:
—Menos mal que la bruta y mal hablada de la familia soy yo. —Y al verla reír, añado—: ¿No te había dicho que te quería calladita?
—Mira, cuchufleta, cuando se meten con mi familia o le hacen daño, saco la choni poligonera que hay en mí y, como dice la Esteban, MA-TO.
Entre risas, volvemos al coche y regresamos a Jerez.
Cuando llegamos, mi padre y mi cuñado nos preguntan por nuestro viaje. Las dos nos miramos y reímos. No decimos nada. Este viaje ha sido algo entre Raquel y yo.
2
Estamos a 17 de diciembre. Se acercan las Navidades y los amigos de toda la vida que viven fuera de Jerez van llegando. Si se acaba el mundo el día 21 como dicen los mayas, por lo menos nos habremos visto por última vez.
Como todos los años, nos reunimos en la gran fiesta que organiza Fernando en la casa de campo de su padre y lo pasamos de lujo. Risas, bailes, chistes y, sobre todo, buen rollo. Durante la fiesta, Fernando no me hace la menor insinuación. Se lo agradezco. No estoy yo para insinuaciones.
En un momento de la juerga, Fernando se sienta junto a mí y hablamos. Nos sinceramos. Por sus palabras infiero que sabe mucho sobre mi relación con Eric.
—Fernando, yo...
No me deja hablar. Pone un dedo en mi boca para acallarme.
—Hoy me vas a escuchar a mí. Te dije que ese tipo no me gustaba.
—Lo sé...
—Que no era recomendable para ti por lo que tú y yo sabemos.
—Lo sé...
—Pero, me guste o no, soy consciente de la realidad. Y esa realidad es que estás colada por él, y él por ti. —Lo miro, asombrada, y prosigue—: Eric es un hombre poderoso que puede tener la mujer que quiera, pero me ha demostrado que siente algo muy fuerte por ti, y lo sé por su insistencia.
—¿Insistencia?
—Me llamó mil veces desesperado el día en que desapareciste de su oficina. Y cuando digo «desesperado», es desesperado.