Con rabia, me ajusto el casco y me pongo las gafas. No quiero hablar. Acelero y llevo mi moto hasta la parrilla de salida. Una vez aquí, como en las anteriores mangas, me concentro, y mientras espero la salida, acelero mi motor repetidamente. La diferencia es que ahora estoy enfadada, muy enfadada, y esto me hace ser más loca. Mi padre, que me conoce mejor que nadie en el mundo, me hace señas con las manos desde su posición para que baje mi intensidad y me relaje.

La carrera comienza y sé que tengo que hacer una buena salida si quiero conseguir mi objetivo.

La hago y corro como alma que lleva el diablo. Me arriesgo más y disfruto, con la adrenalina por los aires, mientras salto y derrapo. Con el rabillo del ojo, veo que David y otro más me adelantan por la derecha. Acelero. Consigo rebasar a la otra moto, pero David Guepardo es muy bueno, y antes de llegar a la zona bacheada, acelera y salta los baches que a mí me hacen perder tiempo y casi caerme. Pero no, no me caigo. Aprieto los dientes; consigo mantener el control de la moto y continúo acelerando. No me gusta perder ni al parchís.

Le doy aún más gas a la moto. Pillo a David. Lo rebaso. Me pasa otra vez. Derrapamos y un tercer corredor nos adelanta a los dos.

¡A por él!

Acelero a tope, consigo llegar hasta él y dejarlo atrás. Ahora, David salta, arriesga y me pasa por la izquierda. Acelero..., acelera..., todos aceleramos.

Cuando paso por la línea de meta y el juez baja la bandera a cuadros, levanto el brazo.

¡Segunda!

David, primero.

Damos una vuelta por el circuito y saludamos a todos los asistentes. Recibir sus aplausos y contemplar sus felices caras nos hace sonreír. Cuando paramos, David viene hacia mí y me abraza. Está contento, y yo lo estoy también. Nos quitamos los cascos, las gafas, y la gente aplaude con más fuerza.

Sé que esa cercanía con David a Eric no le estará gustando. Lo sé. Pero la necesito, e inconscientemente quiero provocarlo. Soy dueña de mi vida. Soy dueña de mis actos, y ni él ni nadie conseguirá doblegar mi voluntad.

Mi padre y todos los demás salen a la pista para felicitarnos. Mi hermana me abraza, al igual que mi cuñado, Fernando, mi sobrina, Frida. Todos me gritan «campeona» como si hubiera ganado un campeonato del mundo. Eric no se acerca. Se mantiene en un segundo plano. Sé que espera que sea yo la que me aproxime, que vaya como siempre a él. Pero no. En esta ocasión, no. Como dice nuestra canción, «somos polos opuestos», y si él es tozudo, quiero que se entere de una vez por todas de que yo lo soy más.

Cuando en el podio nos dicen el dinero que se ha recaudado para los regalos de los niños, alucino.

¡Qué dineral!

Instintivamente sé que una gran cantidad de ese dinero lo ha donado Eric. Lo sé. No hace falta que nadie me lo diga.

Encantada al escuchar la cantidad, sonrío. Todos aplauden, incluido Eric. Su gesto está más relajado y veo el orgullo en su expresión cuando levanto mi copa. Esto me conmueve y me atiza el corazón. En otro momento, le habría guiñado un ojo y le habría dicho con la mirada «te quiero», pero ahora no. Ahora no.

Cuando bajo del podio me hago miles de fotos con David y con todo el mundo. Media hora después, la gente se dispersa y los corredores comenzamos a recoger nuestras cosas. David, antes de marcharse, se acerca a mí y me recuerda que estará en su pueblo hasta el día 6 de enero. Prometo llamarlo, y él asiente. Cuando salgo de los vestuarios con mi mono en la mano me agarran del brazo y noto que tiran de mí. Es Eric.

Durante unos segundos nos miramos.

¡Oh, Dios!¡Oh, Diossssssssss! Ese gesto suyo tan serio me vuelve loca.

Sus pupilas se dilatan. Me dice con la mirada cuánto me necesita y, al ver que yo no respondo, me atrae hacia él. Cuando me tiene cerca de su boca, murmura:

—Me muero por besarte.

No dice más.

Me besa, y unos desconocidos que están a nuestro alrededor aplauden encantados por la demostración de efusividad. Durante unos segundos, dejo que Eric saquee mi boca. ¡Guau! Lo disfruto locamente. Cuando se separa de mí, Iceman comenta con voz ronca, mirándome a los ojos:

—Esto es como en las carreras, cariño: quien no arriesga no gana.

Asiento. Tiene razón.

Pero dejándole totalmente descolocado, respondo, consciente de lo que digo:

—Efectivamente, señor Zimmerman. El problema es que usted ya me ha perdido.

De inmediato, su mirada se endurece.

Me separo de él, dándole un empujón, y camino hacia el coche de mi cuñado. Eric no me sigue. Intuyo que se ha quedado parado por lo que acabo de decir mientras sé que me observa.

4

Por la tarde, al llegar a Jerez, mi móvil no para de sonar.

Estoy por estrellarlo contra la pared.

Eric quiere hablar conmigo.

Apago el móvil. Llama al teléfono de mi padre y me niego a ponerme.

El domingo, cuando me levanto, mi hermana está plantada ante el televisor viendo la telenovela mexicana que la tiene extasiada, «Soy tu dueña». ¡Menuda horterada!

Cuando entro en la cocina, hay un precioso ramo de rosas rojas de tallo largo. Al verlas, maldigo; imagino quién las ha mandado.

—¡Cuchufleta, mira qué preciosidad has recibido! —dice Raquel detrás de mí.

Sin necesidad de preguntar, sé de quién son, y directamente las agarro y las tiro a la basura. Mi hermana grita como una posesa.

—¡¿Qué haces?!

—Lo que me apetece.

Rápidamente, saca las rosas de la basura.

—¡Por el amor de Dios! Tirar esto es un sacrilegio. Han debido de costar un pastón.

—Por mí como si son del mercadillo. Me hacen el mismo efecto.

No quiero mirar mientras mi hermana vuelve a colocar las rosas en el jarrón.

—¿No vas a leer la notita? —insiste.

—No, y tú, tampoco —contesto, y se la arranco de las manos y la tiro a la basura.

De repente, aparecen mi cuñado y mi padre, y nos miran. Mi hermana impide que me acerque de nuevo a las rosas.

—¿Os podéis creer que quiere tirar esta maravilla a la basura?

—Me lo creo —asevera mi padre.

Jesús sonríe, y acercándose a mi hermana, le da un beso en el cuello.

—Menos mal que estás tú para rescatarlas, pichoncita.

No respondo.

No los miro.

No estoy yo para escuchar eso de «pichoncita» y «pichoncito». ¿Cómo pueden ser tan ñoños?

Me caliento un café en el microondas y, tras bebérmelo, oigo que suena la puerta. Maldigo y me levanto, dispuesta a huir si es Eric. Mi padre, al ver mi gesto, va a abrir. Dos segundos después, divertido, entra solo y deja algo sobre la mesa.

—Morenita, esto es para ti.

Todos me miran, a la espera de que abra la enorme caja blanca y dorada. Finalmente, claudico y la abro. Cuando saco el envoltorio, mi sobrina, que entra en este momento en la cocina, exclama:

—¡Un estadio de fútbol de chuches! ¡Qué ricooooooooooooooo!

—Creo que alguien quiere endulzarte la vida, cariño —bromea mi padre.

Boquiabierta, miro el enorme campo de fútbol. No le falta detalle. ¡Hasta gradas y público tiene! Y en el marcador pone «te quiero» en alemán: Ich liebe dich.

Mi corazón aletea, desbocado.

No estoy acostumbrada a estas cosas y no sé qué decir.

Eric me desconcierta, ¡me vuelve loca! Pero al final gruño, y mi hermana rápidamente se coloca a mi lado.

—No irás a tirarlo, ¿verdad? —dice.

—Me parece que sí —respondo.

Mi sobrina se pone en medio y levanta un dedo.

—¡Titaaaaaaaaaaaaa, no puedes tirarlo!

—¿Por qué no puedo tirarlo? —pregunto, enfadada.

—Porque es un regalo muy bonito del tito y nos lo tenemos que comer. —Sonrío al ver su gesto de pillina, pero la sonrisa se me corta cuando añade—: Además, tienes que perdonarlo. Se lo merece. Es muy bueno y se lo merece.


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