—¡Oh, qué emoción!
Pero mi hermana es una romántica empedernida.
—¡Judith, por el amor de Dios! Él está aquí por ti, no por mí, ni por otra. ¿Es que no lo ves? Ese pedazo de tío está loco por ti.
Siento deseos de estrangularla.
—Ni una palabra más, Raquel. No quiero hablar de ello.
Mi hermana, sin embargo..., ¡es mi hermana!
—Por cierto —insiste—, eso de llamarlo por su apellido ha tenido su gracia.
—¡Raquel, cállate!
Pero como es lógico en ella, vuelve a la carga.
—¡Guau, cuando se entere papá!
¿Papá? Me paro en seco. La miro y aclaro.
—Ni una palabra a papá de que él está aquí, y antes de que prosigas con tu cotorreo marujil y de telenovela mexicana, te recuerdo que el señor Zimmerman y yo ya nada tenemos que ver. ¿Qué es lo que no has entendido?
Fernando, que está con nosotras, intenta poner paz.
—¡Chicas, vamos!, no discutáis. No merece la pena.
—¡Cómo que no merece la pena!—le recrimina mi hermana—. Eric es...
—Raquel... —protesto.
Fernando, que siempre se divierte con nuestras extrañas discuconversaciones, dice, mirándome:
—¡Vamos, Judith!, no te pongas así. Quizá debas escuchar a tu hermana y...
Incapaz de aguantar un segundo más las palabras de estos dos, miro a mi amigo con mala leche y grito como una posesa:
—¡¿Por qué no cierras el pico?! Te aseguro que estás más guapo.
Fernando y mi hermana intercambian una mirada y se ríen. ¿Se han vuelto idiotas?
Llegamos a donde está mi padre con el Bicharrón y el Lucena. ¡Vaya trío! Me pongo el casco, las gafas de protección y escucho lo que mi padre me tiene que decir en cuanto a los reglajes de la moto. Después, monto y me dirijo hacia la puerta de entrada. Aquí espero junto a otros participantes a que nos dejen entrar en pista.
Parapetada tras mis gafas miro hacia donde está Eric. No puedo obviarle. Además, es tan alto que es imposible no verle. Está impresionante con esos vaqueros de cintura baja y el jersey negro de ochos que lleva.
¡Qué guapo, por Dios!
Es el típico hombre que hasta con una lechuga chuchurría en la cabeza estaría impresionante. Habla con Andrés y Frida, pero lo conozco; su gesto denota tensión. Desde detrás de sus Ray-Ban plateadas de aviador sé que me busca con la mirada. Esto me hace aletear el corazón. Pero soy pequeña y, entre tanto motorista vestido igual, no consigue localizarme, lo que me da ventaja. Yo le puedo observar tranquilamente y disfrutar de las vistas.
Cuando la pista se abre, los jueces nos colocan en nuestra posición en la parrilla de salida. Nos advierten que hay varias mangas de nueve personas, da igual hombre o mujer, y que de momento los cuatro primeros de cada manga se clasifican para las siguientes.
Situada en mi posición, oigo la vocecita de mi sobrina llamarme y asiento. Ella ríe y aplaude. ¡Qué linda que es mi Luz! Pero mi mirada vuela a Eric.
No se mueve.
Casi no respira.
Pero ahí está, dispuesto a ver la carrera a pesar de la angustia que sé que esto le va a ocasionar.
De nuevo, me centro en mi cometido. He de entrar entre los cuatro primeros si me quiero clasificar para las siguientes rondas. Despejo mi mente y doy gas a la moto. Me concentro en la carrera y me olvido del resto. Debo hacerlo.
Los instantes previos a la salida siempre me suben la adrenalina. Oír el bronco acelerar de los motores a mi alrededor me pone la carne de gallina, y cuando el juez baja la bandera, acciono a tope el acelerador y salgo disparada. Tomo buena posición desde el principio y, como me ha advertido mi padre, tengo cuidado en la primera curva, que está demasiado bacheada. Salto, derrapo, ¡me divierto! Y al llegar a una bajada espectacular disfruto como una loca mientras veo que el corredor de mi derecha pierde el control de su moto y se cae. ¡Vaya leñazo que se ha dado! Acelero, acelero, acelero, y vuelvo a saltar. Derrapo, acelero, salto, derrapo de nuevo, y tras tres vueltas al circuito, en tanto otra gente va cayendo, llego entre los cuatro primeros.
¡Bien!
Me clasifico para la siguiente ronda.
Cuando salgo de la pista, mi padre, más feliz que una perdiz, me abraza. Todos se congratulan de mi éxito mientras yo me quito las embarradas gafas. Mi sobrina está emocionada y no para de dar saltitos. Su tita es su heroína, y yo estoy muy contenta por ella.
David Guepardo sale en la siguiente manga. Al pasar por mi lado choco los nudillos con él otra vez. En ese instante, Frida se acerca y, encantada de la vida, grita:
—¡Felicidades! ¡Oh, Dios, Judith!, ha sido impresionante.
Sonrío y bebo un trago de coca-cola. Estoy sedienta. Miro más allá de Frida y no veo que Eric venga a abrazarme. Le localizo a varios metros de distancia, con Glen en brazos, hablando con Andrés.
—¿No vas a saludarlo? —pegunta Frida.
—Ya lo he saludado.
Ella sonríe y se me aproxima aún más.
—Eso de llamarle señor Zimmerman tiene su morbo —murmura—, pero en serio, ¿de verdad que no te vas a acercar a él?
—No.
—Te aseguro que ha hecho un gran esfuerzo por venir. Y sabes por qué lo digo.
—Lo sé —respondo—, pero se podía haber evitado el viaje.
—¡Vamos, Judith...! —insiste Frida.
Hablamos durante un rato, pero, como dice mi padre, me niego a bajarme de la burra. No me voy a acercar a Eric. No se lo merece. Él me dijo que lo nuestro había acabado, y yo le devolví el anillo. Fin del asunto.
La mañana transcurre y yo voy superando rondas, tantas que llego a la final. Eric continúa ahí y le veo hablar con mi padre. Ambos están concentrados en la conversación, y ahora mi padre sonríe y le da un varonil golpe en la espalda. ¿De qué charlarán?
He observado cómo Eric me ha buscado continuamente con la mirada. Esto me excita, aunque me he mantenido en mis trece. Ha intentado acercarse a mí, pero cada vez que he adivinado su intención, me he escabullido entre la gente y no me ha encontrado.
—Tienes cara de querer tomar una coca-cola, ¿verdad?
Me vuelvo y veo a David Guepardo ofreciéndomela.
La acepto y mientras esperamos que nos avisen para correr la última carrera nos sentamos a tomar el refresco. Eric, no lejos de mí, se quita las gafas. Quiere que yo sepa que me está mirando. Pretende que conozca su enfado. Pero incluso con ellas puestas ya sé cómo me mira. Finalmente, le doy la espalda, pero aun así siento sus ojos sobre mí. Esto me incomoda y, a la par, me excita.
Durante un buen rato, David y yo hablamos, reímos y observamos a otros compañeros correr la última ronda de clasificación. Mi pelo flota al viento, y David coge un mechón y me lo pone tras la oreja.
¡Vaya, eso al señor Zimmerman le habrá sacado de sus casillas!
No quiero ni mirar.
Pero al final la morbosa que vive en mí lo hace y, efectivamente, su gesto ha pasado de incomodidad a cabreo total.
¡Anda y que le den!
Nos avisan de que en cinco minutos se correrá la última carrera. La definitiva. David y yo nos levantamos, chocamos los nudillos, y cada uno se encamina hacia su moto y su grupo. Mi padre me entrega el casco y las gafas, y acercándose a mí, pregunta:
—¿Estás encelando a tu novio con David Guepardo?
—Papá..., yo no tengo novio —afirmo. Él se ríe, y antes de que diga nada más, añado—: Si te refieres a quien yo creo, ya te dije que terminamos. ¡Se acabó!
El bonachón de mi padre suspira.
—Creo que Eric no piensa como tú. No da lo vuestro por finalizado.
—Me da igual, papá.
—¡Ojú!, eres igualita de cabezota que tu madre. ¡Igualita!
—Pues mira..., me alegro —contesto, malhumorada.
Mi padre asiente, resopla y me suelta con gesto divertido:
—¡Aisss, morenita! A los hombres nos gustan las mujeres difíciles, y tú, mi vida, lo eres. Ese carácter tuyo, miarma, ¡vuelve loco! —Se ríe—. Yo no dejé escapar a tu madre, y Eric no te va a dejar escapar a ti. Sois demasiado preciosas e interesantes.