- ¿Tiempo para qué?

- Para encontrar mi collar, claro.

Dejo caer la cabeza sobre la mesa con un golpe sordo. Por lo visto, esta chica es inasequible al desaliento.

- Escucha -le digo por fin, levantando un poco la cabeza-, ¿para qué necesitas ese collar con tanta urgencia? ¿Y por qué ese collar en particular? ¿Era un regalo o algo así?

Se queda en silencio, con la mirada perdida. No se mueve ni una mosca en la habitación. Bueno, salvo sus pies, que no para de balancear rítmicamente.

- Me lo regalaron mis padres al cumplir veintiún años -dice al fin-. Me sentía feliz cuando lo llevaba.

- Vale, muy bonito. Pero…

- Lo conservé toda mi vida. Lo llevé toda mi vida. -De repente se agita-. Perdí otras cosas, pero el collar lo conservé. Es el objeto más importante que he poseído. Lo necesito.

Se retuerce las manos y mantiene la cabeza gacha. Está tan pálida y delgada que parece una flor marchita. Siento una punzada de compasión y estoy a punto de decir «Tranquila, encontraré tu collar», cuando bosteza con afectación y, estirando los esbeltos brazos por encima de la cabeza, dice:

- Esto es un aburrimiento. Ojalá pudiera ir a un cabaret.

¡Pero bueno…! La miro ceñuda. ¿Así me demuestra su gratitud?

- Si tan aburrida estás -le suelto-, podemos ir a terminar tu funeral, ¿no te parece?

Se tapa la boca para sofocar un grito.

- No te atreverías.

- Quizá sí.

Nos interrumpe un golpe en la puerta y enseguida se asoma una mujer uniformada de aire jovial.

- ¿Lara Lington?

Una hora después, he terminado de prestar «declaración». En mi vida había pasado un trago parecido. Menudo desastre.

Primero me olvido del nombre de la residencia. Luego le explico mal la secuencia y me veo obligada a convencer a la mujer policía de que recorrí un kilómetro a pie en cinco minutos. Acabo diciéndole que me estaba entrenando para convertirme en corredora de marcha atlética. Sólo de pensarlo me muero de vergüenza. Es imposible que me haya creído, ¿Acaso tengo yo pinta de corredora de marcha?

Luego dije que había estado en casa de mi amiga Linda antes de ir al pub. Ni siquiera hay una Linda entre mis amigas; no quería nombrar a ninguna amiga de verdad. Ella me preguntó el apellido de Linda y yo solté «Davies» sin pensarlo siquiera. Lo leí en el encabezamiento del impreso: agente Davies. Comprendí demasiado tarde que era su nombre. Al menos, no dije «Kaiser Soze».

Debo decir en su honor que ni siquiera parpadeó. Tampoco dijo si investigarán. Se limitó a darme las gracias y me anotó el número de un radio taxi.

Seguramente iré a la cárcel. Genial. Lo que me faltaba.

Observo enfurruñada a Sadie, que se ha tendido en la mesa y contempla el techo. No ha sido de gran ayuda tenerla todo el rato hablándome al oído, corrigiéndome y añadiendo sugerencias, así como recordando una ocasión en que dos policías trataron de detenerla a ella y a Bunty: «Aceleramos a campo traviesa y no consiguieron pillarnos con su automóvil: fue desternillante.»

- Bueno, de nada -le digo-. Una vez más.

- Gracias -murmura distraídamente.

- Vale, muy bien. -Cojo mi bolso-. Me largo.

Sadie se sienta de golpe.

- No te olvidarás de mi collar, ¿verdad?

- Dudo que lo olvide en toda mi vida -replico poniendo los ojos en blanco-. Por mucho que me esfuerce.

De pronto la tengo delante, cerrándome el paso.

- Sólo puedes verme tú. Nadie más puede ayudarme. Por favor.

- ¡Oye!, ¡no basta con decirme: «Encuentra mi collar»! -exploto-. Yo no sé nada de ese collar. Ni siquiera qué aspecto tiene…

- Es de cuentas de vidrio con diamantes de imitación -explica ilusionada-. Me llega hasta aquí… -Se señala la cintura-. El cierre es una madreperla incrustada.

- Vale. Pues no lo he visto. Ya te avisaré si aparece.

Paso por su lado, salgo al vestíbulo de la comisaría y saco el móvil. Es un vestíbulo profusamente iluminado, con un linóleo mugriento en el suelo y un mostrador que ahora mismo está vacío. Dos tipos corpulentos con anoraks discuten acaloradamente y un policía trata de calmarlos. Retrocedo a un rincón que parece tranquilo. Saco el número del radio taxi que me ha dado la agente Davies y empiezo a marcarlo. Tengo unos veinte mensajes de voz, pero no hago caso. Serán mamá y papá dando la lata…

- ¡Eh, Lara! ¿Eres tú?

Un tipo rubio, con un jersey de cuello alto y vaqueros, me hace gestos con la mano.

- ¡Soy yo! ¡Mark Phillipson! ¡Del instituto!

- ¡Mark! -exclamo-. Dios mío, ¿cómo estás? -Lo único que recuerdo de él es que tocaba el bajo en el grupo del colegio.

- ¡Bien! ¡Perfecto! -Se acerca-. ¿Y qué haces tú en comisaría? ¿Va todo bien?

- Sí, sí, todo bien. Es sólo… en fin… -Agito la mano, como quitándole importancia-. Un asesinato.

- ¿Un asesinato? -Me mira atónito.

- Sí, bueno, nada del otro mundo. Es decir, tiene su importancia… -me corrijo al ver su expresión-. Aunque será mejor que no hable demasiado… En fin, ¿tú qué tal?

- Estupendamente. Me casé con Anna, ¿la recuerdas? -Me muestra un anillo de boda plateado-. Y trato de tener éxito como pintor. Aparte, hago esto.

- ¿Eres policía?

Se echa a reír.

- Dibujante de la policía. La gente describe a los maleantes; yo los dibujo. Así pago el alquiler… ¿Y tú? ¿Estás casada? ¿Sales con alguien?

Lo miro con una sonrisa forzada.

- Tuve un novio -digo al fin-. Pero no funcionó. Aunque ya estoy bien. Ahora atravieso un buen momento.

He apretado con tal fuerza el vaso de plástico que se ha rajado. Mark parece algo desconcertado.

- Bueno, Lara… nos vemos -dice alzando la mano-. ¿Sabes cómo llegar a casa desde aquí?

- Pediré un taxi. Gracias. Ha sido un placer verte de nuevo.

- ¡No dejes que se marche! -Es la voz de Sadie en mi oído, que me da otro susto de muerte-. ¡Podría sernos de ayuda!

- Cierra el pico y déjame en paz -mascullo mientras le dirijo a Mark una sonrisa radiante-. Adiós, Mark. Un beso a Anna.

- ¡Él podría dibujar el collar! ¡Así sabrías lo que estamos buscando! -Se pone otra vez delante de mí-. ¡Pídeselo! ¡Rápido!

- ¡No!

- ¡Pídeselo! -Le sale ese chillido de alma en pena que me taladra el tímpano-. ¡Pídeselo-pídeselo-pídeselo!

¡Aggg! ¡Va a volverme loca, por Dios!

- ¡Mark! -He gritado tanto que los hombretones de los anoraks dejan de pelearse y se vuelven para mirarme-. ¿Podrías hacerme un pequeño favor?

- Claro -dice encogiéndose de hombros.

Poco después, entramos en una salita con sendos vasos de té de la máquina. Acercamos un par de sillas y Mark saca una hoja de papel y varios lápices.

- Bueno. -Alza las cejas-. Un collar. No deja de ser una novedad.

- Lo vi en una feria de anticuarios -improviso- y me encantaría encargar uno igual. Pero soy un desastre dibujando… Y de repente se me ha ocurrido que quizá tú…

- No hay problema. Vamos allá. -Bebe un sorbo de té, lápiz en ristre, y yo miro a Sadie con el rabillo del ojo.

- Es de cuentas de cristal -dice, alzando las manos como si pudiera tocarlo-. Una doble hilera de cuentas de cristal casi translúcidas.

- Dos hileras de cuentas de cristal -digo-. Casi translúcidas.

- Ajá. -Asiente y empieza a dibujar unas cuentas circulares-. ¿Así?

- Más ovaladas -dice Sadie, mirando por encima de su hombro-. Y con diamantes de imitación entre medias.

- Las cuentas eran más ovaladas -repito, casi disculpándome-. Con diamantes de imitación entre medias.

- No hay problema. -Borra y luego dibuja unas cuentas más alargadas-. ¿Ahora sí?

Miro a Sadie, que lo observa hipnotizada.

- Y la libélula -murmura-. No te olvides de la libélula.

Durante cinco minutos Mark dibuja, borra y vuelve a dibujar, a medida que yo le transmito los comentarios de Sadie. Poco a poco, el collar cobra vida sobre el papel.


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