- Si yo he podido con un par de monedas, también podrás tú, Lara. -Me sostiene la mirada-. Cree en ti misma. Cree en tu sueño. Toma.

No, por favor.

Se ha llevado la mano al bolsillo y ahora me tiende dos monedas de diez peniques.

- Éstas son tus dos pequeñas monedas. -Me dirige una mirada penetrante y positiva, la misma que exhibe en el anuncio de la tele-. Cierra los ojos, Lara. Siéntelo. Créelo. Di: «Éste es el comienzo.»

- Éste es el comienzo -musito, muerta de vergüenza-. Gracias.

Él asiente y luego retoma su llamada.

- Paulo, perdona la interrupción.

Me alejo, todavía abochornada. Para esto sirve pillar la ocasión al vuelo. Para esto sirve buscar contactos. Lo único que deseo ahora es que este absurdo funeral acabe cuanto antes y volver a casa.

Rodeo el edificio, cruzo las puertas de cristal del tanatorio y entro en un vestíbulo con sillas tapizadas, fotografías de aves y ambiente reposado. No hay nadie a la vista, ni siquiera en el mostrador de recepción.

Oigo un cántico detrás de una puerta de madera clara. Joder, ya han empezado. Voy a perdérmelo. Abro la puerta a toda prisa y, en efecto, hay hileras de bancos llenos de gente. La sala está tan abarrotada que los de detrás han de hacerse a un lado para dejarme pasar. Me quedo en un discreto rincón.

Mientras miro alrededor tratando de localizar a mis padres, me siento abrumada por la cantidad de gente que hay. Y por las flores. Los laterales están ocupados de arriba abajo por preciosos arreglos florales de color blanco y crema. Oigo una voz femenina cantando Pie Jesu, pero la gente que tengo delante me impide ver nada. Muy cerca, una pareja gimotea y a una niña le resbalan lágrimas por las mejillas. Me siento un poco culpable. Toda esta gente ha venido por mi tía abuela y yo ni siquiera llegué a conocerla.

Tampoco envié flores, ahora caigo en la cuenta, menuda vergüenza. ¿Debería haber mandado una tarjeta o algo así? Dios, espero que mis padres se hayan encargado de todo.

La música es tan sugerente y la atmósfera tan emotiva que no puedo impedir que los ojos se me humedezcan. A mi lado, una anciana con un sombrero negro de terciopelo me mira y chasquea la lengua con simpatía.

- ¿No tienes pañuelo, querida? -me susurra.

- No.

Abre su enorme y anticuado bolso de charol. Me llega un inesperado olor a alcanfor y atisbo dentro varios pares de gafas, pastillas de menta, horquillas para el pelo, una caja etiquetada como «Cordel» y medio paquete de galletas digestivas.

- Siempre hay que llevar pañuelos en un funeral. -Me ofrece uno.

- Gracias. -Me trago las lágrimas y cojo uno-. Muy amable. Soy la sobrina nieta.

Ella asiente con aire compasivo.

- Qué momento terrible. ¿Cómo lo lleva la familia?

- Eh… bueno… -Doblo el pañuelito sin saber qué decir. No puedo soltarle: «A nadie le importa mucho; de hecho, el tío Bill sigue ahí fuera con su BlackBerry»-. En momentos así hemos de apoyarnos mutuamente -improviso por fin.

- Así es. -La anciana asiente con seriedad, como si le hubiera dicho algo muy profundo y no una frase sacada de una postal de Hallmark-. Hemos de apoyarnos unos a otros. -Me estrecha la mano-. Me encantaría charlar contigo, querida, cuando te venga bien. Es un honor para mí conocer a cualquier pariente de Bert.

- Gracias… -empiezo, pero me detengo. ¿Bert? Mi tía no se llamaba Bert, estoy segura. Mejor dicho, me consta: se llamaba Sadie.

- ¿Sabes?, te pareces mucho a él. -La mujer me examina con atención.

Mierda. Me he equivocado de funeral.

- Yo diría que la frente… Y tienes su nariz. ¿Nunca te lo han dicho, querida?

- Sí, a veces -respondo a tontas y a locas-. Pero ahora tengo que… Gracias por el pañuelo… -Y empiezo a abrirme paso otra vez hacia la puerta.

- Es la sobrina nieta de Bert -oigo que informa la ancianita a mi espalda-. Está muy afectada, pobrecilla.

Me abalanzo sobre la puerta y salgo al vestíbulo, donde mamá y papá están en compañía de una mujer de pelo gris y con un montón de recordatorios en la mano.

- ¡Lara! ¿Dónde te habías metido? -Mamá mira la puerta, perpleja-. ¿Qué hacías ahí dentro?

- ¿Estaba en el funeral del señor Cox? -pregunta la mujer de cabello gris.

- Me he perdido. No sabía adónde tenía que ir. Deberían poner un cartel en cada puerta.

Ella alza una mano y señala un rótulo de plástico que hay justo encima del dintel: «Bertram Cox. 13.30.»

Maldición. ¿Cómo no lo he visto?

- Bueno… -Procuro recobrar la compostura-. Vamos. Tenemos que conseguir asiento.

Una chica años veinte _3.jpg

Capítulo 2

Conseguir asiento… Menudo chiste. En toda mi vida he asistido a algo más deprimente.

Vale, ya sé que es un funeral. No tiene por qué tener aire festivo. Pero al menos en el funeral de Bert había mucho público, flores y música y un ambiente apropiado. Al menos en aquella sala sentías que pasaba algo.

En ésta no hay nada; sólo un espacio desnudo y gélido, con un ataúd cerrado delante y un panel sobre un caballete, con un rótulo de plástico bastante cutre que pone «Sadie Lancaster». Ni flores, ni fragancia agradable ni cánticos: únicamente el triste hilo musical de los altavoces. Y la sala está prácticamente vacía. Sólo mamá, papá y yo a un lado; y el tío Bill, la tía Trudy y mi prima Diamanté al otro.

Deslizo subrepticiamente la mirada hacia la otra rama de la familia. Aunque estamos emparentados, siguen pareciéndome como salidos de una revista de famosos. El tío Bill está repantigado en su silla de plástico como si fuera el dueño del tanatorio y sigue manipulando su BlackBerry. La tía Trudy hojea el Hello!,seguramente para enterarse de qué hacen sus amigas. Lleva un ceñido vestido negro y el pelo rubio enmarcándole elaboradamente la cara; el escote se le ve más bronceado e impresionante que la última vez. Es increíble: tía Trudy se casó con el tío Bill hace veinte años, pero juro sobre la Biblia que parece más joven ahora que en las fotos de la boda.

A Diamanté el pelo rubio platino le llega hasta el trasero y lleva un minúsculo vestido estampado con la imagen de una calavera. Muy apropiado para un funeral. Tiene puesto el iPod, está enviando un mensaje con el móvil y no para de mirar el reloj con aire enfurruñado. A sus diecisiete años, mi prima tiene dos coches y una marca de moda propia -Tutús y Perlas, se llama-, que obviamente le ha montado tío Bill. (Miré su página web y los vestidos cuestan cuatrocientas libras; el nombre de todos los que compran uno aparece en la lista «Los mejores amigos de Diamanté». La mitad son hijos de celebridades. Es como Facebook, pero con vestidos.)

- Oye, mamá -susurro-, ¿cómo es que no hay flores?

- Ya. -Parece preocuparse de golpe-. Trudy dijo que ella se encargaría. ¿Trudy? -cuchichea a través del pasillo-. ¿Qué ha pasado con las flores?

- Bueno -Trudy cierra el Hello! y se vuelve hacia nosotras, como con ganas de charlar-, ya sé que lo hablamos. Pero ¿sabes el precio de todo esto? -Hace un gesto alrededor-. Y vamos a estar aquí sentados… ¿cuánto?, ¿veinte minutos? Hay que ser realistas, Pippa. Comprar flores habría sido un desperdicio.

- Supongo que sí -dice mamá, no muy convencida.

- Quiero decir, no pretendo escatimarle a la anciana un funeral -Trudy se inclina hacia nosotras, bajando la voz-, pero también cabe preguntarse qué hizo ella por nosotros, ¿no? Vamos, yo ni siquiera la conocía. ¿Y tú?

- Bueno, no era fácil. -Mamá parece apenada-. Tuvo el derrame y la cabeza se le iba la mayor parte del tiempo…

- Exacto -asiente Trudy-. No entendía nada. ¿Para qué molestarse? En realidad, estamos aquí por Bill -añade lanzándole una mirada cariñosa a su marido-. Tiene el corazón más blando de lo que le convendría. A menudo le digo a la gente…


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