- ¡Chorradas! -Diamanté se ha arrancado los auriculares y mira a su madre con desdén-. Sólo estamos aquí para que papá alardee en público. Él ni siquiera pensaba venir hasta que el productor le dijo que un funeral «incrementaría espectacularmente su coeficiente de simpatía». Los oí hablar.

- ¡Diamanté! -se escandaliza su madre.

- ¡Es verdad! Es el mayor hipócrita del mundo, y tú igual. Y yo tendría que estar ahora en casa de Hannah -dice inflando los carrillos con aire enfurruñado-. Su padre ha montado una fiesta monstruosa para celebrar su nueva película y yo voy a perdérmela. Sólo para que papá pueda hacer su numerito de hombre familiar y cariñoso. Es superinjusto.

- ¡Diamanté! -la amonesta Trudy con aspereza-. Fue tu padre quien os pagó a ti y Hannah el viaje a Barbados, ¿recuerdas? Y ese arreglito en las tetas con el que no paras de dar la lata, ¿quién crees que va a pagarlo, eh?

Diamanté inspira hondo, mortalmente ofendida.

- Eso es superinjusto. Lo de las tetas es con fines caritativos.

No puedo contenerme y me inclino hacia ella.

- ¿Cómo va a ser caritativa una operación de tetas?

- Después concederé una entrevista sobre el tema a un semanario y donaré los beneficios a una institución de caridad -explica con orgullo-. La mitad de los beneficios, más o menos.

Echo un vistazo a mamá. Se ha quedado tan patidifusa que estoy a punto de estallar en carcajadas.

- Hola.

Nos volvemos y por el pasillo vemos acercarse a una mujer con pantalones grises, alzacuellos y gafas de montura oscura.

- Mil perdones -dice al tiempo que abre las manos-. Confío en que no hayan tenido que esperar mucho. -Tiene el pelo canoso y muy corto y una voz grave, hasta el punto de que resulta casi masculina-. Mi pésame por su pérdida. -Echa un vistazo al féretro desnudo, sin flores ni nada-. No sé si les han informado, pero es normal colocar fotos del ser querido…

Nos miramos unos a otros, incómodos, hasta que la tía Trudy chasquea la lengua.

- Yo tengo una. Me la enviaron de la residencia de ancianos.

Hurga en el bolso, saca un sobre de papel marrón y extrae una instantánea deslucida. Le echo un vistazo cuando la hace circular. En ella aparece una viejecita diminuta y arrugada, encorvada en una silla, con una chaqueta de punto de color malva pálido. Tiene un millón de arrugas en la cara y su pelo blanco semeja una borla translúcida de algodón de azúcar. Sus ojos parecen opacos, como si ya no pudiesen ver el mundo real.

Así que ésta era mi tía abuela Sadie. Y ni siquiera la conocí.

La pastora examina la foto con ceño y la fija en el panel. Puesta allí en medio, sin otra compañía que el rótulo del nombre, produce una sensación triste y hasta embarazosa.

- ¿A alguien le gustaría hablar de la difunta?

Negamos con la cabeza.

- Comprendo. A menudo resulta demasiado doloroso para los familiares más cercanos. -La pastora saca un lápiz y una libreta del bolsillo-. En tal caso, hablaré con mucho gusto en vuestro nombre si me dais algunos detalles. Los hechos más importantes de su vida, lo que valga la pena recordar de Sadie.

Silencio.

- No la conocíamos mucho -murmura papá en tono de disculpa-. Era muy mayor.

- Ciento cinco -precisa mamá-. Tenía ciento cinco años.

- ¿Estuvo casada?

- Eh… -Papá arruga la frente-. ¿Había un marido, Bill?

- No lo sé… Creo que sí. Aunque no sé el nombre -dice sin levantar la vista de la BlackBerry-. ¿Podemos seguir ya?

- Claro. -La sonrisa compasiva de la pastora se ha congelado bruscamente-. Bueno, quizá una pequeña anécdota de la última vez que la visitaron… alguna afición suya…

Otro silencio culpable.

- En la foto lleva una chaqueta de punto -sugiere mamá por fin-. Quizá la había tejido ella… Quizá le gustaba hacer punto…

- ¿Nunca la visitaron? -La mujer se esfuerza por no perder los modales.

- Claro que sí -dice mamá a la defensiva-. Pasamos un momento a verla en… -Hace memoria-. En el ochenta y dos. Lara era bebé todavía.

- ¿Mil novecientos ochenta y dos? -La mujer parece francamente escandalizada.

- Ella no nos reconocía -se apresura a explicar papá-. No estaba bien de la cabeza.

- ¿Y cuando era más joven? -insiste la mujer-. ¿Algún logro en particular? ¿Alguna historia de su juventud?

- Jolín, no se da por vencida, ¿eh? -Diamanté se arranca los auriculares del iPod-. ¿No ve que sólo estamos aquí porque toca? Ella no hizo nada en especial. No consiguió nada. No era nadie. Sólo una mujer insignificante de mil años.

- ¡Diamanté! -la reprende tía Trudy sin demasiada convicción-. No es nada bonito lo que has dicho.

- Pero es la verdad, ¿no? O sea, echa una ojeada -dice, abarcando con un gesto desdeñoso la sala vacía-. Si sólo vinieran seis personas a mi funeral me pegaría un tiro.

- Jovencita. -La pastora se adelanta, abochornada-. A los ojos de Dios nadie es insignificante.

- Sí, vale -replica ella con grosería, y la otra se dispone a replicarle a su vez.

- Basta, Diamanté -interviene el tío Bill alzando una mano-. Obviamente, yo también lamento no haber visitado a Sadie, que, estoy seguro, era una persona muy especial, y creo hablar en nombre de todos. -Es tan encantador que consigue apaciguar el orgullo ofendido de la pastora-. Pero lo que quisiéramos ahora es despedirla dignamente. Supongo que usted tendrá un programa muy apretado, igual que nosotros -dice dando unos golpecitos a su reloj.

- En efecto -responde la mujer tras una pausa-. Voy a prepararme. Entretanto, apaguen por favor sus móviles.

Con una última mirada de reproche que nos incluye a todos, sale de la sala. La tía Trudy se remueve en su asiento.

- ¡Qué cara más dura! ¡Encima quiere hacernos sentir culpables! ¡Nosotros no teníamos la obligación de venir!

La puerta vuelve a abrirse de golpe y todos miramos, pero no es la pastora, sino Tonya. No sabía que pensara venir. Ahora la cosa se pone más fea. Mil veces más fea.

- ¿Me lo he perdido? -Su voz de taladradora reverbera por el recinto mientras recorre el pasillo central-. He conseguido escabullirme del gimnasio de bebés antes de que les diera el berrinche a los gemelos. La verdad, esta au pair es peor que la anterior, lo cual ya es decir…

Lleva pantalones negros y una chaqueta de punto negra ribeteada con un estampado de leopardo. El pelo, espeso y con reflejos, lo lleva recogido en una cola. Antes era directora de una delegación de la Shell y se pasaba el día mangoneando y repartiendo órdenes. Ahora se ha convertido a tiempo completo en mamá de dos gemelos, Lorcan y Declan, y se pasa el día mangoneando a las pobres au pair.

- ¿Cómo están los niños? -le pregunta mamá, pero Tonya no la oye. Está totalmente fascinada con el tío Bill.

- ¡Tío, leí tu libro! ¡Es alucinante! Me ha cambiado la vida. Se lo he contado a todo el mundo. Y la fotografía es fantástica, aunque no te hace justicia del todo.

- Gracias, cielo -dice Bill, endilgándole su habitual sonrisa de sí-ya-sé-que-soy-un-crack.

- ¿No os parece un libro fantástico? -nos pregunta-. ¿A que tío Bill es un genio? ¡Empezar de la nada, con sólo dos monedas y un gran sueño! ¡Es un ejemplo tremendamente inspirador para la humanidad!

Es tan pelota que me dan ganas de vomitar. Mamá y papá piensan lo mismo, es evidente, porque ninguno de los dos responde. El tío Bill tampoco le presta atención, así que ella gira sobre los talones de mala gana.

- ¿Qué tal, Lara? Apenas te he visto últimamente. Parece que te hayas escondido. -Sus ojos se concentran en mí y yo retrocedo instintivamente. Ay, ay, ay. Conozco esa mirada.

Mi hermana Tonya tiene básicamente tres expresiones:

1. Bovina y cien por cien inexpresiva.

2. Escandalosa y con una risa estridente, en plan: «¡Tío Bill, me alucinas!»

3. De falso aire compasivo mientras se regodea de placer hurgando en las desgracias ajenas. Es una adicta a los seriales basados en hechos reales y a esos libros con niños de aire trágico en la portada, que llevan títulos como: «Por favor, abuelita, no me arrees más con el escurridor.»


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