- No nos vemos desde que rompiste con Josh. Qué pena. Parecíais la pareja perfecta. -Ladea la cabeza, apenada-. ¿No crees, mamá, que parecían hechos el uno para el otro?

- Bueno, no funcionó. -Intento adoptar un tono práctico-. Qué se le va a hacer…

- Pero ¿por qué se torció? -Me lanza esa mirada de falsa inocencia y preocupación teatral que le sale siempre que le pasa algo malo a alguien y ella está disfrutando a tope.

- Son cosas que pasan. -Me encojo de hombros.

- Ya, pero no así como así. Siempre hay un motivo. -Es implacable-. ¿No te dijo nada?

- Tonya -interviene papá, bajando la voz-. ¿Te parece el momento adecuado?

- Pero papá… Sólo estoy tratando de ayudarla -dice, ofendida-. ¡Estas cosas es mejor hablarlas! Dime… ¿había otra persona?

- No lo creo.

- ¿Estabais bien?

- Sí.

- Entonces ¿por qué? -Se cruza de brazos con aire perplejo, casi acusador.

«¡No sé por qué! -me gustaría gritar-. ¿No crees que me lo he preguntado un trillón de veces?»

- Son cosas que pasan -repito con una sonrisa forzada-. Pero ya estoy bien. He comprendido que no podía ser y he seguido adelante. Y ahora estoy en un buen momento. Soy feliz de nuevo.

- No lo pareces -observa Diamanté desde el otro lado del pasillo-. ¿Verdad, mamá?

Su madre me examina unos instantes.

- No -dice, tajante-. No parece muy feliz.

- ¡Pues lo soy! -Noto la inminencia de las lágrimas-. Aunque no lo demuestre. ¡Soy muy, pero que muy feliz! -Dios mío, odio a todos mis familiares.

- Tonya, querida, siéntate -dice mamá con tacto-. ¿Cómo fue la visita al colegio?

Pestañeando una y otra vez, saco el móvil y finjo revisar mis mensajes para aislarme. Entonces, antes de que pueda contenerme, mi dedo desciende por el menú hasta «fotos».

No mires, me ordeno con firmeza. No mires.

Pero el dedo no obedece. Es una compulsión abrumadora. He de echar una miradita rápida para darme ánimos… Mis dedos se mueven a toda velocidad hasta que aparece mi fotografía preferida. Josh y yo, de pie en la ladera de una montaña, abrazados, ambos con la piel bronceada de tanto esquiar. Él lleva las gafas en la cabeza, medio ocultas entre mechones de pelo rubio. Me sonríe con ese hoyuelo perfecto que tiene en la mejilla; ese hoyuelo donde yo hundía el dedo como un bebé jugando con plastilina.

Nos conocimos en una fiesta en Clapham, en el jardín de una amiga de la universidad. Era la noche de las hogueras y Josh iba pasando bengalas a todos. Me encendió una a mí, me preguntó cómo me llamaba y escribió «Lara» en la oscuridad con su bengala. Yo me eché a reír y le pregunté su nombre. Seguimos escribiendo nuestros nombres en el aire hasta que se apagaron las bengalas; luego nos acercamos a la hoguera y bebimos ponche caliente y empezamos a recordar las fiestas con fuegos artificiales de nuestra infancia. Nunca había conocido a alguien tan relajado y de trato tan fácil, ni con una sonrisa tan mona. No, no puedo imaginármelo con otra. Sencillamente no puedo…

- ¿Va todo bien, Lara? -Papá está ojo avizor.

- ¡Sí, por supuesto! -respondo alegremente, y cierro el móvil de golpe antes de que vea la pantalla. Empieza a sonar el órgano del hilo musical y me desplomo en mi silla, hundida en la miseria. No debería haber venido. Tendría que haberme inventado una excusa. No soporto a mi familia y no soporto los funerales. Ni siquiera he podido tomarme un buen café…

- ¿Dónde está mi collar?

La voz amortiguada de una chica interrumpe mis pensamientos. Miro alrededor, pero no veo a nadie. ¿Quién habrá sido?

- ¿Dónde está mi collar?

Es una voz aguda e imperiosa, de niña bien. ¿No será el teléfono? Quizá lo he apagado mal. Vuelvo a sacarlo del bolso, pero la pantalla está apagada.

Qué raro.

- ¿Dónde está mi collar? -Ahora me suena prácticamente en el oído. Me estremezco y vuelvo a mirar alrededor, desconcertada.

Lo más raro es que nadie parece notarlo.

- Mamá -le susurro-, ¿has oído algo? Una voz…

- ¿Una voz? No, cariño. ¿Qué voz?

- Parecía una chica, hace sólo un momento… -Me detengo al ver la expresión de inquietud que se dibuja en su rostro. Casi puedo leerle el pensamiento, como en los bocadillos de los tebeos: «¡Dios mío, mi hija oye voces!»-. Debo de haber oído mal -me apresuro a rectificar, y guardo otra vez el móvil justo cuando vuelve a entrar la pastora.

- De pie, por favor -salmodia-, e inclinemos todos la cabeza. Señor, te encomendamos el alma de nuestra hermana Sadie…

No es que yo esté mal predispuesta, pero esta mujer tiene la voz más monótona del mundo. Sólo llevamos cinco minutos y ya me he cansado de prestarle atención. Es como una asamblea del colegio; te quedas adormilada. Echo la cabeza atrás, miro el techo y desconecto. Los párpados se me están cerrando cuando oigo de nuevo la voz, justo en el oído.

- ¿Dónde está mi collar?

Esta vez doy un brinco del susto. Giro la cabeza a derecha e izquierda. Nada, igual que antes. ¿Qué me pasa?

- ¡Lara! -susurra mamá-. ¿Te encuentras bien?

- Me duele un poco la cabeza, sólo eso. Voy a sentarme al lado de la ventana… A ver si me da un poco el aire.

Con un gesto de disculpa, me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a una de las sillas del fondo. La pastora apenas se da cuenta, absorta en su sermón.

- El fin de la vida es el principio de la vida, pues así como venimos de la tierra, volvemos a la tierra…

- ¿Dónde está mi collar? Lo necesito.

Me vuelvo bruscamente a uno y otro lado, buscando sorprender a la persona que habla. Y entonces la veo.

Una mano.

Una mano esbelta, con manicura impecable, que reposa en el respaldo de al lado.

La recorro con la vista, incrédula. La mano pertenece a un largo y pálido brazo de formas sinuosas. Que pertenece a una chica de mi edad. Que se reclina en una silla de atrás, tamborileando en el respaldo con los dedos. Con una melena corta y oscura, con un vestido sin mangas verde pálido, con una barbilla afilada y blanquísima.

Estoy demasiado pasmada para hacer otra cosa que no sea mirar boquiabierta.

¿Qué demonios es esto?

Mientras sigo mirando, ella se levanta de golpe como si no pudiera estar quieta y empieza a caminar de aquí para allá. El vestido le llega hasta las rodillas, con un pequeño plisado que se agita graciosamente cuando se mueve.

- Lo necesito -murmura-. ¿Dónde estará? ¿Dónde?

Habla con un acento nasal y entrecortado, como en las viejas películas en blanco y negro. Echo un vistazo al resto de mi familia, pero nadie ha reparado en su presencia ni en su voz. Todos siguen sentados en silencio, mirando a la pastora.

Súbitamente, como si percibiera mi mirada, la chica gira en redondo y clava los ojos en los míos: unos ojos tan oscuros y relucientes que no consigo identificar de qué color son. Lo único seguro es que los abre con incredulidad al verme.

Vale. Estoy sufriendo una alucinación. Una alucinación en toda regla: andante y parlante. Y se acerca a mí.

- Puedes verme. -Me apunta con un dedo blanquísimo y yo me encojo en la silla-. ¡Puedes verme!

Me apresuro a negar con la cabeza.

- No, no puedo.

- ¡Y me oyes!

- No, no puedo.

Veo con el rabillo del ojo a mamá, que se vuelve para mirarme con ceño desde la otra punta del recinto. Me pongo a toser y me palmeo el pecho para disimular. Cuando miro de nuevo, la chica ha desaparecido. Se ha esfumado.

Gracias a Dios. Creía que estaba volviéndome loca. O sea, ya sé que he estado un poco estresada últimamente, pero sufrir una visión…

- ¿Quién eres?

Doy un respingo. Ahora viene hacia mí por el pasillo central.

- ¿Quién eres? -insiste-. ¿Dónde estamos? ¿Quién es toda esta gente?

No respondas a una alucinación, me digo. Sólo servirá para darle alas. Giro la cabeza y trato de prestarle atención a la pastora.


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