Apartó aquellos pensamientos de su mente y guardó las radiografías en el sobre. Se levantó y fue hasta la ventana. Se había hecho tarde. El sol se ponía, iluminando con sus últimos rayos la calle Cincuenta y uno, donde los peatones proyectaban alargadas sombras.
Había llegado a un callejón sin salida. O al menos eso parecía. Y a partir de ahí ¿qué?
El gruñido de su estómago le recordó que era hora de darle algo más que café. Algo bueno. Cogió el teléfono, marcó la extensión del servicio de habitaciones y encargó una docena de ostras.
19
El depósito de chatarra de la policía estaba situado a orillas del río Harlem, en el sur del Bronx, bajo el puente de la avenida Willis; de modo que cuando Gideon se apeó del taxi se encontró en medio de una zona de almacenes, solares industriales repletos de viejos vagones de tren, autobuses escolares abandonados y contenedores oxidados. Un hedor de mugre y pescado podrido llegaba del río, y el zumbido del tráfico que circulaba a la hora punta del atardecer por la Major Deegan Expressway hacía vibrar el aire como una colmena de avispas. Había vivido en barrios no muy distintos de aquel; la última vez en una sucesión de casas, a cuál peor, que había compartido con su madre. Hasta el olor le parecía familiar. La idea le resultó muy deprimente.
Una verja metálica coronada por alambre de espino rodeaba el recinto al que se accedía a través de una puerta sobre rieles, situada junto a una garita de guardia. Más allá se extendía un aparcamiento casi vacío, salpicado de zumaques secos tras los cuales se alzaba un almacén bajo. A un lado había una chatarrería a cielo abierto donde se amontonaban restos de vehículos.
Gideon se encaminó hacia la garita. Detrás de la ventana de plástico había un corpulento policía sentado, leyendo un libro. Cuando Gideon se acercó, la deslizó a un lado mostrando un brazo peludo como el de un gorila.
– ¿Qué hay? -preguntó sin levantar la vista.
– Hola -saludó Gideon-. Me preguntaba si podría ayudarme.
– ¿En qué? -El policía seguía enfrascado en la lectura. Gideon ladeó la cabeza para leer el título y se llevó una sorpresa al ver que era La ciudad de Dios, de san Agustín.
– De verdad, no sabe cuánto lamento molestarle -repuso en su tono más obsequioso.
– No es molestia -contestó el policía, dejando a un lado el libro.
A Gideon le alegró comprobar que, a pesar de su cráneo neandertal y de ser cejijunto, el tipo tenía una expresión amigable.
– Se trata de mi cuñado -empezó Gideon-. Se llama Tony Martinelli y era el taxista que se mató anoche en ese accidente de la calle Ciento dieciséis, cuando otro coche lo sacó de la carretera. Supongo que lo habrá leído, ¿verdad?
El policía mostró cierto interés.
– Pues claro. El peor accidente en muchos años. Salió en todas las noticias. ¿Era su cuñado? Lo siento.
– Sí, mi hermana está destrozada. Para ella es terrible, tiene dos niños en casa, de uno y tres años, y una hipoteca sobre la casa.
– Caramba, lo tiene difícil -dijo el policía con expresión de sincera compasión.
Gideon sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
– Verá, el caso es que mi cuñado tenía una medalla de san Cristóbal, que llevaba siempre colgando del retrovisor del taxi. De plata, muy bonita.
El agente asintió con ademán comprensivo.
– Tony estuvo en Roma en el Jubileo del año 2000 -prosiguió Gideon-. El Papa le bendijo personalmente la medalla. No sé si es usted católico, pero san Cristóbal es el patrón de los viajeros y los conductores, de modo que esa medalla era lo más valioso que el pobre Tony tenía. Creo que ese momento con el Papa fue el más importante de su vida.
– Soy católico -comentó el policía-. Le comprendo perfectamente.
– No sabe cuánto me alegro de que lo entienda. No sé si se puede hacer esto o no y no quiero causarle problemas, pero para su viuda significaría mucho poder recuperar esa medalla; ya sabe, para ponerla en el ataúd y enterrar a Tony con ella. No sabe usted el consuelo que eso representaría para su esposa… -La voz se le quebró-. Disculpe -dijo, sacando de nuevo el pañuelo que había comprado para ese exclusivo propósito.
El agente se sentía visiblemente incómodo.
– Entiendo lo que me dice, y lo siento mucho por su hermana y sus hijos, de verdad. Pero hay un problema…
Gideon aguardó pacientemente.
– Verá… -prosiguió el agente-. Los restos de ese coche constituyen una prueba en una investigación por homicidio. Está todo cerrado. Nadie puede entrar.
– ¿Cerrado?
– En efecto, allí dentro -señaló con el pulgar el almacén.
– Pero seguro que alguien podría ir y coger simplemente la medalla. Una medalla de san Cristóbal no es ninguna prueba.
– Lo entiendo, de verdad, pero ese taxi está bajo llave dentro de una jaula de malla que a su vez está dentro de un almacén que tiene todo tipo de alarmas. Compréndalo, la custodia de pruebas periciales es de crucial importancia en un caso como este. Los restos de ese taxi son pruebas, tiene arañazos y marcas de pintura del otro coche, lo cual demuestra que este lo embistió. Se trata de un caso de homicidio múltiple. En ese accidente fallecieron siete personas y hubo muchas más heridas. Están buscando al cabrón que lo hizo, y nadie, salvo el personal autorizado, puede entrar ahí, e incluso así hay que rellenar varios impresos y tener un permiso especial. Y, por si fuera poco, todo lo que haga con el coche o dentro de él queda grabado en vídeo. Compréndalo, es por una buena razón, para poder detener al responsable y asegurarnos de que lo condenan.
El rostro de Gideon reflejó su decepción.
– Ya veo. Es una lástima. Habría significado tanto para mi hermana… -De repente se animó con una nueva idea-. Acabo de acordarme de que a Tony no lo enterrarán hasta dentro de un par de semanas. ¿Sabe si los restos del taxi permanecerán bajo llave mucho tiempo?
– Tal como funcionan estas cosas, nadie podrá acercarse a ese taxi hasta que hayan cogido al que lo hizo. Luego habrá un juicio y puede que una apelación. Irá para largo. -El agente hizo un gesto de impotencia-. Puede que años.
– ¿Y qué voy a decirle a mi hermana? ¿Dice usted que el almacén cuenta con alarmas?
– Sí, y además está vigilado. Como le digo, suponiendo que pudiera entrar, se encontraría con que el taxi está dentro de una jaula de seguridad de la que ni siquiera el guardia tiene la llave.
– ¿Y me ha dicho que es una jaula de malla? -preguntó Gideon, pensativo.
– Sí, parecida a las que usan en Guantánamo.
– ¿Y la jaula también cuenta con su propia alarma?
– No.
– Y las alarmas del almacén…
– Están instaladas en puertas y ventanas.
– ¿Sensores de movimiento, dispositivos láser…?
– No. Dentro hay un guardia que hace su ronda cada media hora. Creo que solo las puertas y ventanas cuentan con alarma.
– ¿Y cámaras?
– Eso sí. Las hay por todas partes. -De repente su actitud cambió y se volvió suspicaz-. Oiga, no pretenderá usted… ¡Ni lo piense!
Gideon meneó la cabeza.
– Tiene razón. ¿En qué estaría pensando?
– Tenga paciencia. Verá como al final recupera esa medalla. Es posible que incluso se lleve la satisfacción de ver que a ese cabrón le caen veinticinco años o una perpetua en Rikers Island.
– ¡Ojalá lo frían!
El policía le apoyó su manaza en el hombro.
– Lamento mucho su pérdida.
Gideon asintió, dio las gracias al agente y se alejó. Cuando llegó al final de la manzana se dio la vuelta y miró atrás. En las esquinas, bajo los aleros del almacén, vio varias cámaras de vigilancia que cubrían la zona exterior. Las contó: doce solo desde aquel ángulo. Habría más al otro lado y otras tantas en el interior.
Dio media vuelta y sopesó la información que había conseguido. Lo cierto era que lo que la gente llamaba «sistemas de seguridad» solían consistir en un montón de electrónica muy cara conectada de cualquier manera, sin la menor intención de formar una red integrada. Uno de los peores hábitos de Gideon, y que había acabado con su afición a visitar museos, era su propensión a imaginar las distintas maneras de violar sus sistemas de seguridad: transmisores inalámbricos, sensores de movimiento, detectores infrarrojos, emisores de ultrasonidos… Todo le resultaba tan evidente…