Meneó la cabeza con algo parecido a un sentimiento de pesar. Aquel almacén de la policía no iba a plantearle ninguna dificultad. Ni la más mínima.
20
Eran las tres de la madrugada, cuando Gideon, que caminaba por Brown Place, cruzó la calle Ciento treinta y dos tambaleándose ligeramente y murmurando para sí. Iba vestido con unos vaqueros holgados y una fina sudadera con el logotipo de Cab Calloway -un detalle de lo más adecuado, había pensado- y con la capucha ocultándole el rostro. La falsa barriga que había comprado en la tienda de disfraces le colgaba pesadamente y le apretaba contra la piel el Colt Python que llevaba en la cintura.
Cruzó la calle, tropezó al subir a la acera opuesta y siguió por la Ciento treinta y dos hacia Pulaski Park, bordeando la verja metálica que rodeaba el almacén de chatarra de la policía. Las lámparas de sodio de las calles arrojaban por todas partes una claridad amarillenta a la que se sumaba la blancura de los fluorescentes de seguridad que rodeaban el recinto. La garita de la entrada estaba vacía, y la puerta, cerrada con llave. Las vueltas de alambre de espino de lo alto brillaban bajo la luz.
Cuando llegó al lugar donde la valla giraba hacia unas viejas vías de tren que atravesaban un solar abandonado lleno de viejos remolques de camión, se detuvo y miró a un lado y a otro, como si buscara un lugar donde orinar. Por los alrededores no había nadie que pudiera verlo, pero estaba seguro de que había cámaras de vigilancia grabando todos sus movimientos. Lo más probable era que no hubiera nadie controlándolas, pero seguramente alguien analizaría las imágenes al día siguiente.
Se acercó a la valla con paso tambaleante, se bajó la cremallera y se alivió. Luego, siguió caminando hacia las vías. Giró otra vez y, ya fuera de la vista de la calle, se agachó, sacó una media del bolsillo y se cubrió la cabeza con ella. La base de la verja estaba anclada a un bordillo de cemento mediante ganchos de acero que no se podían arrancar. Metió la mano bajo la sudadera y sacó un cortafríos con el que cortó los eslabones de malla a lo largo del suelo y después siguiendo el poste. Luego, levantó el tramo cortado y lo empujó hacia dentro. En un abrir y cerrar de ojos había entrado. Volvió a colocar el trozo de valla en su lugar y miró a su alrededor.
En la parte delantera y en la trasera del almacén había dos grandes portalones para mercancías y una puerta más pequeña empotrada en uno de ellos. Corrió sigilosamente hasta la de atrás y, tal como esperaba, encontró un teclado numérico con una pantalla para conectar y desconectar la alarma. Ni mirilla ni ventanuco. La puerta era toda de hierro.
Evidentemente, no conocía el código para desconectarla, pero había alguien que sí, y estaba dentro. Lo único que tenía que hacer era conseguir que acudiera.
Llamó, golpeando fuertemente con los nudillos, y aguardó.
Silencio.
Volvió a llamar.
– ¡Hola! -gritó.
Entonces oyó ruido en el interior: los pasos del vigilante, que se acercaba.
– ¿Quién es? -preguntó una voz.
– Agentes Halsey y Medina -respondió Gideon en tono de mando-. ¿Está usted bien? En la comisaría nos ha saltado una alarma silenciosa.
– ¿Una alarma silenciosa? No tengo ni idea.
Gideon esperó mientras el guardia tecleaba el código desde dentro; los números aparecieron como asteriscos en la pantalla del lado de Gideon.
Cuando la puerta empezó a abrirse, este se apresuró a ocultarse a la vuelta de la esquina y desde allí corrió hasta donde se amontonaban los coches de chatarra. Trepó a lo alto de un montón y esperó mientras observaba.
– ¡Eh! ¿Quién va? -gritó el vigilante, asomándose por la puerta abierta y sin atreverse a salir. En su voz se apreciaba miedo.
Gideon aguardó.
Una alarma empezó a sonar -el guardia la había conectado al instante- y, en menos de cinco minutos, llegaron tres coches patrulla que se detuvieron junto a la acera. De ellos se apearon seis agentes.
Gideon sonrió, cuantos más fueran, mayor sería la diversión.
Se repartieron la zona, de modo que tres de ellos empezaron a registrar el interior del almacén mientras los demás buscaban en el aparcamiento. Ninguno se tomó la molestia de trepar a los montones de chatarra que formaban los coches. Gideon observó cómo hurgaban aquí y allá con sus linternas durante media hora, mientras él se entretenía rememorando la compleja armonía del bajo de la pieza de Cecil Taylor que había escuchado la noche anterior. A continuación, los agentes inspeccionaron el perímetro de la valla, pero, tal como esperaba, no vieron la discreta abertura que había practicado.
Entretanto, los otros tres policías y el vigilante entraban y salían del almacén sin molestarse en cerrar o conectar la alarma de la puerta en su apresuramiento. Una vez concluida la búsqueda, los seis agentes se reunieron con el vigilante junto a sus coches y desde allí llamaron por radio a la comisaría.
Gideon bajó del montón de chatarra, cruzó el aparcamiento corriendo y se aplastó contra la pared del almacén; desde allí se arrastró hasta la puerta, que seguía medio abierta, y se deslizó dentro. Manteniéndose en las sombras, encontró un lugar donde ocultarse, tras dos hileras de jaulas de seguridad que contenían los restos de un coche cada una. Dentro hacía calor, y el aire estaba cargado con olor de gasolina, aceite y neumáticos quemados.
Pasaron otros quince minutos hasta que el vigilante regresó. Entró, cerró la puerta y conectó la alarma. Gideon lo observó mientras cruzaba el almacén y se sentaba en una zona iluminada del otro extremo, donde había una mesa, una silla, una batería de monitores y… un televisor.
Como no podía ser de otra manera, el centinela no tardó en encenderlo y en apoyar los pies sobre la mesa para ponerse cómodo. Era una vieja serie cómica y, cada pocos segundos, sonaban risas enlatadas. Gideon aguzó el oído. ¿Era posible que estuviera escuchando la voz chillona de Lucille Ball y las roncas respuestas de Ricky Ricardo? Que Dios bendijera a los sindicatos que habían luchado para que los empleados municipales que hacían el turno de noche pudieran disponer de televisión.
Gideon se arrastró a gatas a lo largo de las jaulas hasta que encontró la que contenía el Ford. Sacó las tenazas y un trozo de tela con el que envolvió la malla metálica. Esperó a que volvieran a sonar las risas y apretó con fuerza. Envolvió el siguiente eslabón y fue repitiendo el procedimiento.
Acabó justo cuando el programa finalizaba con su habitual música seudocaribeña. Apartó la malla y entró en la jaula.
El coche estaba hecho un completo desastre. Lo habían cortado en distintos trozos que estaban tan retorcidos que apenas se podían identificar como pertenecientes a un automóvil. Seguía manchado de sangre y restos humanos y hedía como una carnicería en un día de verano. Gideon se arrastró alrededor de los restos y localizó la zona del asiento trasero donde se había sentado Wu. Entró como pudo. Estaba pegajoso de sangre.
Haciendo lo posible para no sentir demasiado asco, se obligó a meter las manos por los resquicios del asiento. Enseguida dio con algo pequeño y duro. Lo cogió, lo guardó en una bolsa hermética que sacó del bolsillo y la cerró con sensación de triunfo.
Un móvil.
21
En los cuatro años que Roland Blocker llevaba haciendo el turno de noche en el almacén, nunca había ocurrido nada. Absolutamente nada. Noche tras noche era la misma rutina, las mismas rondas, el mismo reconfortante desfile de viejas series y comedias de televisión en blanco y negro. A Blocker le gustaba la paz y el silencio de aquel almacén, con sus pesadas puertas de hierro, sus alarmas y sus cámaras que escrutaban incansablemente, todo rodeado por una valla de seguridad rematada con alambre de espino. Nunca lo habían molestado, no había habido ningún intento de robo. Nada. Al fin y al cabo, no había nada que robar -ni dentro ni fuera- aparte de vehículos destrozados, coches que se habían sacado del fondo del río con cadáveres en su interior, coches quemados, tiroteados o utilizados para el tráfico de drogas.