De repente se oyeron golpes en la puerta principal del almacén. Seguía cerrada y con la alarma aullando. Perseguir al asesino por su vía de escape sería un suicidio. Tenía que encontrar otro camino. Miró a derecha e izquierda, pero la única salida posible estaba en las claraboyas de ventilación del techo. Cruzó corriendo el almacén y trepó por una de las vigas de la pared.
«¡Abran inmediatamente!», gritaban los policías. Se oyeron más golpes, seguidos del estruendo de algún tipo de ariete.
Utilizando los huecos como peldaños, se encaramó al travesaño de una de las escuadras en forma de celosía que soportaban el techo.
Mientras el ariete golpeaba una y otra vez contra la puerta de hierro del almacén, Gideon rezaba dando gracias por la solidez de la construcción.
– ¡Roland! ¿Estás ahí? ¡Abre de una vez!
Sujetándose con las manos a los hierros superiores y avanzando agachado, alcanzó una de las aberturas. La empujó con todas sus fuerzas hasta que consiguió abrirla y se agarró del borde, con los pies colgando en el vacío.
Al cabo de un instante, antes de que la puerta de hierro del almacén se derrumbara con estrépito, se impulsó con las piernas y se encaramó al tejado. Permaneció tumbado allí unos segundos, respirando pesadamente. ¿Se les ocurriría buscar allí arriba? Desde luego. Tan pronto como encontraran el cuerpo decapitado del centinela, aquel almacén parecería la estación Grand Central en hora punta.
Se deslizó por la pendiente del tejado hasta el canalón de la parte de atrás y se asomó. Bien: la actividad parecía concentrarse todavía en la parte delantera. Oyó exclamaciones de horror e imprecaciones cuando la policía descubrió el cuerpo sin cabeza del guardia.
Menuda jodienda…
Gideon se descolgó por el canalón, se dejó caer al suelo y se encaminó hacia el lugar por donde había entrado, pero luego lo pensó mejor. El asesino parecía conocer al dedillo cuáles habían sido sus movimientos y podía estar esperándole allí, emboscado. Así pues, Gideon corrió hacia otro punto de la verja, trepó por ella e hizo una abertura en el alambre de espino tan rápidamente como pudo.
– ¡Eh, usted!
«Maldición.»
Se abrió paso como pudo, notando que las púas le desgarraban la ropa y la piel, saltó y cayó al otro lado, entre unos arbustos.
– ¡Por aquí! -gritó el policía-. ¡El sospechoso huye!
«¡Bang!» El agente le disparó mientras corría por el solar situado tras el almacén, serpenteando entre contenedores oxidados, coches quemados y neveras viejas. Se dirigió a toda prisa hacia las vías de ferrocarril que bordeaban el río, las cruzó y empujando la derruida verja llegó a la orilla. La brisa nocturna llevaba hacia tierra el hedor del río Harlem. Saltó de roca en roca y se zambulló.
Nadó bajo el agua tan lejos como pudo y, después, salió a la superficie silenciosamente. Se desprendió del lastre que representaban las tenazas y se dejó arrastrar por la corriente, flotando sin chapotear y manteniendo la cabeza lo más cerca posible del agua. Oyó gritos en la orilla y palabras ininteligibles a través de un megáfono. Un foco barrió la superficie del agua. Aunque se hallaba fuera de su alcance, se volvió para ofrecerle solo su cabello negro. Había un montón de basura flotando a su alrededor y por una vez se sintió agradecido por las costumbres poco higiénicas de los neoyorquinos, pero no pudo evitar preguntarse cuántas inyecciones tendría que administrarse tras aquella inmersión. Luego comprendió que tampoco tenía importancia porque, en cualquier caso, era hombre muerto.
Flotó, dejando que el río lo arrastrara corriente abajo, hacia la iluminada estructura del puente RFK. Con lentitud, la perezosa corriente lo empujó hacia la orilla de Manhattan, alejándolo definitivamente del alcance de los policías. Chapoteó con fuerza hasta que hizo pie y se encaramó a unas piedras, donde empezó a escurrir el agua de sus ropas. Había perdido el Colt Python en algún lugar del río, pero le dio igual. En cualquier caso habría tenido que deshacerse de él igualmente, debido a los casquillos que habían quedado en el almacén. Además, era un arma demasiado voluminosa para sus propósitos.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa hermética. Seguía cerrada, con el teléfono seco y a salvo en su interior.
Trepó por la orilla saltando de roca en roca, saltó otra verja medio caída y se encontró en medio de un depósito de sal para las calles, propiedad del departamento de Transporte. A su alrededor había diversos montones blancos que se alzaban como montañas nevadas de un paisaje sobrenatural de Nicholas Roerich.
Pensar en Roerich despertó en su mente un recuerdo interesante.
A las cuatro de la mañana, y en esa zona de la ciudad no tenía la menor posibilidad de encontrar un taxi, y aún menos mojado como estaba. Le esperaba una larga caminata hasta el hotel. Una vez allí, tendría que hacer las maletas y largarse a toda prisa para buscar un nuevo lugar donde ocultarse. Luego, ya tendría tiempo de renovar su vieja amistad con Tom O'Brien, de Columbia.
Se preguntó qué pensaría de todo aquello el bueno de Tom.
23
Gideon caminaba por la calle Cuarenta y nueve en dirección este, todavía mojado por sus desventuras de la noche anterior. Eran las ocho de la mañana, y las aceras estaban en pleno apogeo de la hora punta. La gente salía de sus casas y bloques de pisos y corría en busca de un taxi o del transporte público. Gideon no era propenso a los pensamientos paranoicos, pero desde que había salido del hotel tenía la incómoda sensación de que lo seguían. Aunque no podía asegurarlo. Solo era un cosquilleo y seguramente tenía algo que ver con la inquietud que le había provocado el tiroteo de la noche anterior. Lo que no podía permitir era que, fuera quien fuese, lo siguiera hasta casa de Tom O'Brien, en la Universidad de Columbia. Tom iba a convertirse en su arma secreta, y nadie, ¡nadie!, debía enterarse.
Aminoró el paso hasta que la mayoría de los peatones, presurosos neoyorquinos, empezaron a adelantarlo. De repente se detuvo como por casualidad, para mirarse en un ventanal y observar qué ocurría a su espalda. Estaba en lo cierto: unos cien metros más atrás, un individuo asiático, vestido con un chándal y con el rostro medio oculto por una gorra de béisbol, también aminoraba.
Gideon maldijo por lo bajo. Aunque tal vez fuese fruto de su imaginación, no podía correr riesgos, a pesar de que no se tratara de ese tipo en particular. No tenía más remedio que dar por hecho que lo seguían y obrar en consecuencia.
Cruzó Broadway, entró en una estación de metro y se dirigió al andén que llevaba al centro. La estación estaba abarrotada, así que le resultaba imposible ver si el tipo del chándal lo había seguido, pero no importaba. Había un modo infalible de dar esquinazo a aquel cabrón. Gideon ya lo había hecho anteriormente. Era divertido, peligroso y siempre funcionaba. Sintió que el corazón se le aceleraba.
Esperó hasta que escuchó el lejano rumor de un tren acercándose. Se asomó y vio las luces del convoy que aparecía por el túnel y que se acercaba rápidamente al andén.
Se cercioró de que no llegaban más trenes y, esperando hasta el último momento, saltó a las vías. Oyó un gratificante coro de exclamaciones, gritos y advertencias del gentío que aguardaba. Hizo caso omiso. Saltó sobre los raíles del metro que llegaba y trepó al andén del lado opuesto en el último instante. Más gritos y exclamaciones. «Qué impresionable es la gente», se dijo. La plataforma estaba abarrotada y no había forma de abrirse paso, de modo que cuando el tren se detuvo y abrió las puertas, Gideon entró, confundiéndose con la multitud.
Al arrancar el convoy, vio a través de la sucia ventanilla al asiático del chándal, de pie al otro lado de las vías, buscándolo con la mirada.
«Que te jodan», pensó, cogiéndose a un pasamanos y leyendo el New York Post por encima del hombro de la persona que tenía delante.