24

El persistente sonido del timbre invadió los placenteros sueños de Tom O'Brien igual que un molesto mosquito. Se incorporó con un gruñido y miró el reloj. Nueve y media de la mañana. ¿Quién podía molestarlo a una hora tan intempestiva?

El interfono sonó de nuevo. Tres timbrazos cortos. O'Brien masculló y apartó las sábanas, empujando de paso al gato al suelo. Cruzó el apartamento arrastrando los pies, se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono.

– Que te follen.

– Soy yo, Gideon. Abre.

– ¿Tienes idea de qué hora es?

– Ya te quejarás luego. Abre.

O'Brien accionó el interruptor, descorrió el cerrojo y volvió a sentarse en la cama mientras se pasaba las manos por el rostro. Un minuto más tarde, Gideon entraba, llevando una voluminosa maleta Pelican. O'Brien lo miró fijamente.

– Vaya, vaya, mira quién acaba de llegar. ¿Desde cuándo estás en la ciudad?

Gideon hizo caso omiso de la pregunta, dejó la maleta en el suelo y se acercó a la ventana. Manteniéndose a un lado, apartó ligeramente las cortinas y echó un vistazo.

– ¿Te persigue la pasma? No me dirás que sigues dedicándote a los museos.

– Ya sabes que lo dejé hace tiempo.

– Tienes peor aspecto que una boñiga pinchada en un palo.

– Tú siempre tan amable. Es lo que más me gusta de ti. ¿Dónde está el café?

O'Brien le señaló la mini cocina que había al fondo del estudio. Gideon fue hasta allí, rebuscó entre un montón de platos sucios y salió con una cafetera y dos tazas.

– Tío, apestas, y tu ropa da náuseas -dijo O'Brien, sirviéndose café.

– He estado nadando en el río Harlem y me han seguido en el metro.

– ¿Bromeas?

– Para nada.

– ¿No quieres ducharte?

– Me encantaría, y si tienes algo de ropa que prestarme…

O'Brien fue al armario y buscó entre un montón de ropa de aspecto poco limpio que había en el fondo. Cogió unas cuantas prendas y se las lanzó a Gideon.

Diez minutos más tarde, este apareció limpio y vestido con ropa aceptable. Le iba un poco grande -su amigo no se había mantenido tan delgado- y estaba llena de dibujos satánicos y logotipos del grupo de heavy metal Cannibal Corpse.

– Ahora tienes una pinta cojonuda -comentó O'Brien-, pero llevas los pantalones demasiado subidos. -Alargó la mano y se los tiró hacia abajo, hasta que le quedaron a medio culo-. Así es como tienen que ir.

– Tus gustos musicales y de vestir son patéticos -declaró Gideon subiéndoselos-. Escucha, necesito tu ayuda. Tengo unos problemillas que necesito que me resuelvas.

O'Brien hizo un gesto de indiferencia y tomó un sorbo de café.

Gideon abrió la maleta Pelican y sacó un trozo de papel.

– Estoy en una misión encubierta. No puedo darte detalles, salvo que voy tras unos planos.

– ¿Planos? ¿Qué tipo de planos?

– De un arma.

– Parece una historia de espías. ¿Qué clase de arma?

– No lo sé. Y no puedo contarte más. -Le entregó la hoja de papel-. Ahí tienes una serie de números. No tengo la menor idea de qué significan y quiero que tú me lo digas.

– ¿Es una especie de código?

– Todo lo que sé es que están relacionados con los planos de un arma.

O'Brien les echó un vistazo.

– De momento puedo decirte que, teóricamente, existe una cantidad máxima de información que pueden contener estos números, y no sería suficiente ni para los planos de una escopeta de balines.

– Esos números podrían significar otra cosa, una contraseña, un código bancario, una dirección, un contacto o incluso una receta de chop suey.

O'Brien masculló por lo bajo. Con el tiempo se había acostumbrado a las repentinas apariciones y desapariciones de su amigo, a sus extraños cambios de humor, a sus secretos hábitos y a su casi delictiva conducta; pero aquello era la guinda del pastel. Estudió los números, y una sonrisa apareció en su rostro.

– Te aseguro que estos números no están dispuestos al azar.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me basta con verlos. Dudo que se trate de un código.

– Entonces, ¿qué son?

Tom se encogió de hombros y dejó el papel.

– ¿Qué otros regalitos llevas en esa maleta?

Gideon metió la mano y sacó un pasaporte y una tarjeta de crédito. O'Brien los cogió. Eran chinos. Miró fijamente a su amigo.

– ¿Todo esto es legal?

– Digamos que es necesario por el bien del país.

– ¿Desde cuándo te has vuelto un patriota?

– No tiene nada de malo ser un patriota, especialmente si obtienes una generosa recompensa por ello.

– El patriotismo, amigo mío, es el último refugio de los canallas.

– Ahórrame tus discursos de radical de izquierdas. Todavía no he visto que hicieras las maletas y te largaras a Rusia.

– Vale, vale, no te pongas nervioso. ¿Qué quieres que haga con este pasaporte y esta tarjeta?

– Ambos tienen una banda magnética con datos. Quiero que los descargues y los analices, que compruebes que no hay escondido nada extraño en ellos.

– Eso está hecho. ¿Qué más?

Gideon buscó en la maleta y extrajo una bolsa hermética que contenía un móvil y que depositó con gran solemnidad en la mano de O'Brien.

– Este aparato es importante. Pertenecía a un científico chino. Necesito que extraigas toda la información que contenga. Yo ya he sacado una lista de llamadas recientes y otra de contactos, pero me parecen sospechosamente breves. Es posible que encuentres más datos que hayan sido ocultados o borrados. Si lo han utilizado para navegar por internet quiero saber el historial completo, y si contiene fotos, también quiero verlas. Por último, y lo más importante: creo que hay muchas probabilidades de que los planos del arma estén aquí dentro.

– Tienes suerte de que sepa leer y escribir mandarín.

– ¿Por qué crees que estoy aquí? -replicó Gideon-. Desde luego no es por tu café. Eres un caballero con talentos singulares.

– Y no solo en el aspecto intelectual -repuso, dejando el móvil sobre la mesilla-. ¿Cobraré algo por todo esto?

Gideon sacó un grueso fajo de billetes húmedos.

– Bonito fajo.

Gideon contó diez flácidos billetes.

– Esto son mil dólares. Te daré otros mil cuando hayas acabado. Ah, lo necesitaba para ayer.

O'Brien cogió el dinero y lo depositó amorosamente sobre el dintel de la ventana para que se secase.

– Lo que me pides es un desafío, y me gustan los desafíos.

Gideon vaciló.

– Hay otra cosa -dijo en tono distinto.

O'Brien miró el sobre marrón que su amigo sacó de la maleta.

– Aquí hay unas radiografías y unas resonancias. Son de un amigo. No se encuentra bien y le gustaría que algún médico les echara un vistazo.

O'Brien frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no se las lleva a su propio médico? Yo no tengo ni puñetera idea de medicina. También podrías llevárselas a tu médico, ¿no?

– No tengo tiempo. Escucha, lo único que mi amigo quiere es una segunda opinión. Seguro que conoces a algunos médicos de por aquí.

– Sí, claro, tengo amigos en la facultad de medicina. -Abrió el sobre y extrajo una radiografía-. Veo que han borrado el nombre.

– Sí. Mi amigo valora mucho su intimidad.

– ¿Hay algo de lo que hagas que no sea turbio? Además, los médicos cuestan una pasta.

Gideon dejó otros dos billetes encima de la mesilla.

– Tú ocúpate de eso, ¿vale?

– Está bien, no hace falta ponerse así -repuso O'Brien, contrariado por el brusco y cortante tono de su amigo-. De todas maneras, me llevará un tiempo. Esos tíos están siempre muy ocupados.

– Ten cuidado y, por Dios, ¡mantén esa bocaza bien cerrada! Hablo en serio. Volveré mañana.

– De acuerdo -gimió O'Brien-, pero no antes de las doce.

25

El hotel en el que se alquilaban habitaciones por horas no podía ser más sórdido. Parecía sacado de una película de cine negro de los años cincuenta: el rótulo de neón parpadeando en la fachada, las enormes manchas de las paredes, los techos de plancha ondulada con veinte capas de pintura, la cama hundida y el hedor a fritanga que corría por los pasillos. Gideon Crew dejó las bolsas de la compra encima del colchón y vació el contenido.


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