– ¿Cómo lo hacemos si llenas la cama con todo eso? -se quejó la prostituta apoyada en la puerta, haciendo un mohín.
– Lo siento -contestó Gideon-, pero no vamos a hacer nada.
– Ah, ¿no? ¿Qué eres tú, uno de esos tipos raros que solamente quieren hablar?
– No exactamente.
Contempló los objetos esparcidos sobre el colchón y buscó inspiración mientras sus ojos recorrían las prótesis nasales, las mejillas falsas, las pelucas, las barbas y los tatuajes. Junto a todo ello había dispuesto la ropa que había comprado. A pesar de que había dado esquinazo a su perseguidor, no le había sido fácil. Aquel tipo era un profesional. Todavía debía ir a un par de lugares, y era probable que él o algún colega estuvieran esperándolo en uno de ellos; de manera que iba a necesitar algo más que un simple disfraz si quería tener éxito. Tendría que crear un nuevo personaje, y para eso le resultaba imprescindible aquella mujer. Se enderezó y contempló a la prostituta. Cabello negro teñido, piel pálida, lápiz de labios oscuro, bonita figura y nariz respingona. Le gustaba su aire un tanto gótico. Buscó entre las prendas, escogió una camiseta negra y la dejó a un lado. Un pantalón de camuflaje y unas botas negras de suela gruesa completaron el conjunto.
– ¿Te importa si fumo? -le preguntó ella, al tiempo que sacaba un cigarrillo.
Lo encendió y le dio una larga calada. Gideon se acercó, se lo quitó de los dedos, fumó también y se lo devolvió.
– Bueno, ¿de qué va todo esto? -preguntó la prostituta, señalando con el cigarrillo los objetos de la cama.
– Voy a robar un banco.
– Sí, claro. -Exhaló una nube de humo.
Gideon venció la tentación de gorrearle un pitillo, pero no de darle otra calada.
– Oye -dijo ella-, ¿qué te ha pasado en ese dedo?
– Es que me muerdo mucho las uñas.
– Muy listo. ¿Y se puede saber para qué me necesitas?
– Me has sido muy útil para encontrar este hotel tan… económico sin necesidad de mostrar un carnet de identidad ni llamar la atención. Necesito un lugar donde planear el golpe.
– No creo que vayas a robar ningún banco -afirmó ella, aunque había una nota de preocupación en su voz.
Gideon rió.
– Pues no. La verdad es que me dedico al cine. Soy actor y productor. Me llamo Creighton McFallon. Es posible que hayas oído hablar de mí.
– Me suena. ¿Me darás trabajo?
– ¿Por qué crees que estás aquí? Vas a interpretar durante un rato el papel de mi novia, para ayudarme a meterme en mi personaje. Lo llaman «el Método». Supongo que habrás oído hablar de él.
– Oye, que yo también soy actriz. Me llamo Marilyn.
– Marilyn ¿qué?
– Marilyn a secas. Hice de extra en un episodio de Mad Men.
– ¡Lo sabía! Ahora yo cambiaré de aspecto, pero es mejor que tú te quedes así. Estás perfecta.
La joven le sonrió brevemente, y Gideon tuvo un atisbo de la verdadera persona que había bajo aquella apariencia.
– Para algo así tendrás que pagarme.
– Desde luego. ¿Qué cobras, pongamos que para unas seis horas?
– ¿Seis horas de qué?
– De pasearte conmigo por la ciudad.
– Bueno, normalmente en seis horas de trabajo me sacaría uno de los grandes, pero tratándose de algo relacionado con el cine, creo que cobrarte dos sería lo justo. De todas maneras, añadiré un servicio gratis porque me pareces muy guapo -dijo con una sonrisa coqueta.
Gideon le entregó unos cuantos billetes.
– Aquí tienes quinientos. El resto, al final.
Ella los cogió, no muy convencida.
– Lo habitual es la mitad por adelantado.
– Está bien. -Le dio otro puñado-. Vas a necesitar un nuevo nombre. ¿Qué te parece Orchid?
– De acuerdo.
– Bien. Durante las próximas seis horas interpretaremos nuestros personajes todo el rato. Así es como funciona el Método. Pero por el momento tengo que hacer algunas cosas, de manera que ponte cómoda y relájate.
Gideon escogió entre los distintos aditamentos mientras se hacía una imagen mental del personaje en quien pretendía convertirse. Luego, se dispuso a crearlo. Cuando hubo terminado con el maquillaje, la prótesis nasal, las mejillas falsas, la calva incipiente y la barriga, todo completado con el atuendo de roquero, se volvió hacia Orchid, que había observado la transformación con curiosidad y sin dejar de fumar.
– Vaya, es una lástima, porque me gustabas mucho más con el aspecto que tenías antes.
– Así es la interpretación -repuso Gideon-. Ahora dame unos minutos y enseguida saldremos y nos meteremos en el papel.
Sacó una lista de contactos que había copiado del teléfono de Wu, abrió su portátil y lo puso en marcha dando gracias a que hubiera Wi-Fi gratis incluso en hoteles de mala muerte como aquel. Se conectó a internet y realizó una búsqueda rápida. Solo había un número de teléfono de Estados Unidos en la lista y estaba marcado como «Fa». Otra búsqueda le indicó que «Fa» era el carácter chino que significaba «comenzar» y también la ficha del mah jong llamada el «Dragón Verde». Probó con el número de teléfono al revés y este le indicó que «Fa» pertenecía a un tal Roger Marion, de Mott Street, en Chinatown.
«Roger», el nombre con el que lo había llamado el científico chino.
Empezó a recoger sus cosas. Con su disfraz y Orchid del brazo estaba seguro de que nadie, ni siquiera su madre, sería capaz de reconocerlo. Fueran quienes fuesen sus perseguidores, buscaban a alguien que iba solo. No se fijarían en un viejo roquero con su putilla.
– Y ahora ¿qué?
– Ahora nos vamos a ver a un viejo amigo de Chinatown y después iremos a visitar a otro que está en el hospital.
– ¿Tienes tiempo para ese servicio gratis del que te hablaba? Ya sabes, para ayudarte a meterte en el papel -dijo con ojos chispeantes mientras apagaba el cigarrillo.
«No, no, no», pensó Gideon, pero contemplando aquella nariz respingona, el cabello negro y la piel sedosa, se oyó decir:
– ¡Qué demonios! Creo que nos sobra un poco de tiempo.
26
El número 426 de Mott Street se hallaba en el corazón de Chinatown, entre Grand y Hester. Gideon estaba de pie, al otro lado de la acera, contemplando el edificio. La carnicería Hong-Li ocupaba la planta baja, y los pisos de arriba formaban la típica casa de Chinatown, apartamentos de ladrillo oscuro con escaleras antiincendios en el exterior.
– Y ahora ¿qué? -quiso saber Orchid, encendiendo otro cigarrillo.
Gideon se lo quitó de los dedos y le dio una calada.
– ¿Por qué no te compras tu propio paquete?
– Porque no fumo.
Ella se echó a reír.
– Quizá podamos encontrar un poco de dim sum por aquí. Me encanta el dim sum.
– Primero tengo que ir a ver a alguien. ¿Te importa esperarme aquí?
– ¿En la calle, dices?
Reprimió un comentario sarcástico y sacó un billete. «Dios, qué bueno es tener dinero», se dijo.
– ¿Por qué no me esperas en ese salón de té? No creo que esto me lleve más de cinco minutos.
– De acuerdo -repuso ella, cogiendo el dinero. Se alejó contoneándose y atrayendo unas cuantas miradas.
Gideon se concentró en el problema que tenía entre manos. No disponía de la suficiente información sobre Roger Marion para inventarse una historia creíble; pero, aun así, un encuentro le sería de utilidad, por breve que fuera. Y cuanto antes, mejor.
Miró cautelosamente a derecha e izquierda, luego cruzó la calle y fue directamente hasta la puerta. Había un interfono con una serie de botones, todos ellos con caracteres chinos. Ni un solo nombre en inglés.
Se dio la vuelta con aire pensativo y detuvo al primer chino que pasaba por allí.
– Discúlpeme, ¿podría ayudarme?
El hombre lo miró.
– Verá, no sé leer chino -explicó Gideon- y estoy intentando averiguar en cuál de estos pisos vive un amigo mío.
– ¿Cómo se llama su amigo?
– Roger Marion, pero lo apodan «Fa», ya sabe, como esa figura del mah jong a la que llaman el «Dragón Verde».