– ¿Qué más te contó?
– No mucho. Cuando acabamos, de repente se puso bastante paranoico y empezó a buscar micrófonos y esas cosas. Temía por mí. Recobró la sobriedad muy deprisa. La verdad es que el miedo que le entró me asustó bastante.
– ¿Y ellos te pagaron los diez mil?
– Sí. Cinco por adelantado y los otros cinco después.
– ¿Y dices que eran australianos?
– Sí, de Sidney, de donde soy yo. Estuvo bien encontrarme con unos paisanos.
Gideon asintió. La CIA era más lista de lo que suponía.
– Después de ese tipo -prosiguió Gerta entre risas y derramando un poco de champán-, me tocó un tío que quería que participara su mascota, que era un mono. ¡Puaj! Los monos son unos bichos de lo más desagradables. ¡No creerías lo que ese tío me pidió!
Al final, Gerta acabó durmiéndose encima de la cama, roncando suavemente. Gideon la arropó con cuidado y se tumbó junto a ella con la cabeza dándole vueltas por culpa de los martinis, el vino y el champán.
34
Llegaron alrededor de las ocho de la mañana, vestidos con traje oscuro como si fueran un grupo de empresarios de la construcción de Hong Kong, entraron con su propia llave, invadieron la habitación y permanecieron educadamente en silencio mientras el jefe les hablaba.
– ¿El señor Gideon Crew?
Gideon se incorporó en la cama. La cabeza le latía con fuerza.
– ¿Humm? ¿Sí? -Aquello no presagiaba nada bueno.
– Por favor, acompáñenos.
Los miró un momento. Gerta seguía durmiendo a su lado como si nada.
– No, gracias.
Los dos individuos que flanqueaban al jefe sacaron sendas automáticas de nueve milímetros.
– Por favor, no nos cause problemas. Esto es un hotel de lujo.
– Está bien. ¿Puedo vestirme?
– Desde luego.
Salió de la cama, intentando no pensar en la resaca y hacerse cargo de la situación mientras los hombres lo miraban. Confió en que Gerta no se despertara, porque eso añadiría un elemento impredecible. Tenía que pensar en algo y rápido. Todo acabaría cuando lo metieran en el coche.
– ¿Puedo ducharme antes?
– No.
Gideon se dirigió al vestidor.
– Saque la ropa y vístase aquí.
Lentamente, mientras se esforzaba por pensar en algo, se puso el traje de cuatro mil dólares, la corbata y los zapatos a juego. Con el dinero que le habían costado, no quería perderlos.
– Síganos.
Los matones lo rodearon formando un círculo compacto. Las pistolas desaparecieron en cuanto salieron al pasillo. Entraron en el ascensor, que los esperaba con la puerta abierta. La mente de Gideon trabajaba a toda velocidad, pero no se le ocurría nada. ¿Montar una escena en el vestíbulo? ¿Empezar a gritar como un loco que lo estaban secuestrando? ¿Echar a correr? Sopesó las distintas alternativas pero siempre llegaba a la misma conclusión: de una manera u otra acabaría con un balazo en el cuerpo. El problema era que esos individuos sin duda tendrían una historia mejor que la suya. Y, además, una acreditación oficial. Imposible ganar.
El ascensor llegó a la planta baja, y las puertas se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo de mármol. En el otro extremo, más allá de las paredes de cristal que daban a la entrada, vio aparcados tres todoterrenos negros, custodiados por más tipos con traje. Sus escoltas le dieron un empujón para que caminara más deprisa.
¿Y si hacía un amago y echaba a correr? ¿Se atreverían a dispararle? Y suponiendo que lograra escapar, ¿adónde iría? No conocía a nadie en Hong Kong y solo le quedaban dos mil dólares, que por aquellos lares eran calderilla. Lo cazarían antes de que hubiera logrado salir del país. Además, se había visto obligado a viajar con su nombre verdadero porque, últimamente, conseguir un pasaporte falso se había convertido en algo imposible.
Lo empujaron en dirección a la puerta, hacia los todoterrenos que esperaban con el motor en marcha.
35
– ¡Eh!
Gideon oyó la voz desde el otro extremo del vestíbulo y vio que una mujer corría hacia ellos. Mindy Jackson. Había sacado su cartera con la identificación de la CIA y la blandía con el brazo extendido, como un ariete.
– ¡Eh, ustedes! ¡Alto!
El grito resonó con tanta fuerza en el vestíbulo que todo el mundo se detuvo.
Mindy se lanzó contra los tipos trajeados como una bola entre un montón de bolos, empujando a Gideon a un lado.
– ¿Qué demonios creen que están haciendo? -gritó, girándose sobre sí misma-. ¡Soy la ayudante del director de la oficina local de la CIA, y este hombre es mi colega! ¡Tiene inmunidad diplomática! ¿Cómo se atreven a violar sus privilegios? -Agarró a Gideon y tiró de él hacia la puerta.
Al instante aparecieron media docena de pistolas que les apuntaron.
– ¡Usted no va a ninguna parte! -gritó el jefe del grupo, yendo hacia ella.
Mindy desenfundó su pistola, una S &W del 38, como un rayo. El vestíbulo se llenó de gritos cuando la gente vio las armas y corrió a refugiarse tras los sillones y los jarrones.
– Ah, ¿no? -exclamó Mindy-. ¿Quiere un tiroteo con la CIA aquí mismo? ¡Perfecto, piense en el ascenso que le espera por disparar en el vestíbulo del hotel Tai Tam!
Entre grito y grito siguió empujando a Gideon hacia la puerta. Los otros no se movieron mientras ellos desaparecían por una salida de emergencia. De un empujón, Mindy metió a Gideon en el asiento trasero de un Crown Victoria que los esperaba; ella también saltó dentro, cerró de un portazo y el coche partió haciendo derrapar los neumáticos mientras los tipos trajeados corrían hacia sus todoterrenos.
– ¡Pedazo de cabrón! -exclamó, enfundando la S &W en la sobaquera y dejándose caer en el asiento con un suspiro-. ¿Se puede saber qué coño estás haciendo aquí?
– Te debo un favor.
– ¿Un favor? ¡Me debes la vida! ¡No puedo creer que te hayas metido en la boca del lobo tú solito y de esta manera! ¿Te has vuelto loco?
Gideon tuvo que reconocer que, en retrospectiva, su decisión había sido una tontería.
Mindy se volvió.
– Y encima, ahora nos siguen.
– ¿Adónde vamos?
– Al aeropuerto.
– Seguro que no nos dejan salir del país.
– En estos momentos estarán hechos un lío. Habrán pedido instrucciones. Todo depende de lo rápido que la burocracia sea capaz de reaccionar. ¿Sabes manejar una pistola?
– Sí.
Sacó una Walther del 32 que llevaba en el cinturón y se la entregó con un cargador adicional.
– Pase lo que pase, por Dios, no dispares a nadie. Limítate a seguir mis instrucciones.
– De acuerdo.
Mindy se volvió hacia el conductor.
– Aminore y deje que se acerquen.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre al volante.
– Puede que así conozcamos sus intenciones. Veremos si solo pretenden seguirnos o quieren sacarnos de la carretera.
El conductor redujo la velocidad, y los todoterrenos se acercaron rápidamente por el carril izquierdo. El que marchaba en cabeza se puso a la altura del coche. Se abrió una de las ventanillas ahumadas, y asomó el cañón de una pistola.
– ¡Al suelo!
El proyectil reventó ambas ventanillas traseras, cubriéndolos con fragmentos de vidrio. Al mismo tiempo, su conductor hizo una maniobra evasiva; haciendo chirriar los neumáticos, cruzó temerariamente cuatro carriles hacia el Eastern Island Corridor.
– Bien, ahora ya conocemos sus intenciones -comentó Gideon secamente.
– Sí, y parece que les han dado instrucciones bastante claras.
El coche aceleró nuevamente, serpenteando entre el tráfico, en dirección al desvío que llevaba al Cross-Harbour Tunnel.
– Seguro que en el túnel nos encontraremos con un embotellamiento. ¿Qué hacemos?
Mindy no respondió, y Gideon miró hacia atrás. Los todoterrenos los perseguían a cierta distancia.
«¡Bong!» Una bala se incrustó en el lateral del coche con un sonoro martillazo. Mindy se asomó por la ventana y disparó cinco tiros en rápida sucesión. El todoterreno los esquivó al tiempo que retrocedía. Agachada en el suelo, vació el tambor del revólver, lo cargó y lo armó de nuevo.