Wilde se presentó y repuso:

– Encantado de estar a bordo.

– Sí, les estábamos esperando.

El reportero comenzó a tener la impresión de que tanto él como Hirsch habían estado entorpeciendo el trabajo.

– Son ustedes los últimos del contingente de la NSF -comentó Healey.

– ¿Hay otros? -preguntó Hirsch.

– Sólo una más, la doctora Charlotte Barnes. Llegó hace dos días.

Arriba se oyó otro largo y atronador silbido y tres marineros pasaron casi volando. La cubierta retumbó con el sonido del motor de estribor al encenderse.

– Si me disculpan…

Michael asintió y cuando comenzó a andar la pudo escuchar gritando órdenes a derecha e izquierda.

– Por aquí -les mostró Kazinski, desapareciendo por otra escotilla.

Michael esperó a que Hirsch pasara y luego lo hizo él. El pasillo era tan estrecho que resultaba difícil maniobrar con aquel petate tan grande que contenía su equipo fotográfico concienzudamente empaquetado para protegerlo contra roturas. Las cámaras y los accesorios estaban metidos en sus estuches metálicos en el centro, y luego envueltos en toda la ropa que llevaba, y, claro, como resultado, la bolsa pesaba lo suyo.

– El Constellation -iba relatando Kazinski- figura entre los rompehielos más grandes de la flota de la guardia costera. Pesa en torno a las trece mil toneladas y funciona con media docena de motores diesel y tres turbinas de gas. Llevamos, además, en torno a cuatro millones de litros de fuel. A toda máquina desarrolla setenta y cinco mil caballos y alcanza en aguas abiertas los diecisiete nudos. En alta mar tiene un ángulo de balanceo de hasta diecinueve grados.

Michael pensó qué se sentiría en ese caso. Sabía lo que era pasar mal tiempo a raíz de su estancia en Nueva Escocia y había sufrido una borrasca de aúpa en las Bahamas, pero jamás había estado a bordo de un rompehielos en una tormenta en el Antártico.

– ¿Puede llegar a ocurrir? -preguntó Hirsch-. Que se incline hasta los diecinueve grados, quiero decir. -Sonó como si estuviera ansioso de que sucediera.

– Nunca se puede decir -replicó Kazinski, alargando el paso por encima del umbral de otra escotilla y luego advirtiéndoles-. Cuidado con dar un mal paso por aquí. El mar en verano no es tan malo como en invierno, pero aún así esto es el cabo de Hornos. Puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Tengan cuidado de nuevo.

Los llevó a lo largo de otro pequeño tramo de escaleras metálicas y los ojos de buey desaparecieron súbitamente; Michael se imaginó que debían de haber descendido justo por debajo del nivel de flotación ya que incluso el aire se había vuelto más pesado, frío y húmedo. Los tubos fluorescentes del techo titilaron y conforme seguían su camino hacia la popa, las vibraciones en el suelo se incrementaron, lo mismo que el ruido.

– Bueno, ya hemos llegado -anunció el contramaestre, agachando la cabeza para entrar por la puerta de un camarote-Hogar, dulce hogar.

Cuando el periodista entró, apenas quedó espacio para que los tres pudieran estar de pie. Había dos estrechas literas pegadas a las paredes opuestas, cubiertas con unas mantas de lana a rayas dobladas con pulcritud militar. De la pared entre ambas pendía una bandeja de metal en estos momentos plegada. Sólo había una luz sobre sus cabezas que relucía alegremente dentro de un globo de cristal esmerilado y una puerta de contrachapado que daba al cuarto de baño. Michael olió a moho.

– ¿Éste es el camarote de lujo? -bromeó Michael, y Kazinski se echó a reír.

– Sí, señor. Está reservado sólo para los dignatarios.

– Nos lo quedamos.

– Buena decisión. Son nuestras últimas literas a bordo, señor.

A Darryl, afortunadamente, no pareció importarle. Tan pronto como Kazinski se marchó, abrió la cremallera de uno de sus bolsos y comenzó a colocar unas cuantas cosas en la litera de la derecha.

– Veamos -le dijo a Michael, deteniéndose un segundo-. ¿Quiere ésta?

Wilde sacudió la cabeza.

– Es toda tuya -repuso, tuteándole. Luego, se descolgó la mochila del hombro y la puso sobre la cama-, pero si nos dejan chocolatinas esta noche sobre las almohadas, quiero la mía.

Mientras en biólogo desempaquetaba sus cosas, Michael sacó una de sus cámaras digitales, una Canon S80 estupenda para los complicadísimos disparos con el gran angular, y subió a cubierta. El Constellation había abandonado el muelle y avanzaba lentamente hacia el sudeste por el canal Beagle, así llamado en homenaje al HMS Beagle, el mismo barco que había llevado a Darwin por esas aguas en 1834. La temperatura del aire no era extrema, quizá unos dos o tres grados sobre cero, ya que el barco navegaba por un canal relativamente protegido. El viento era suave.

Pudo hacer unas cuantas fotos sin preocuparse de los guantes y sin que se le quedaran ateridos los dedos. Probablemente no usaría ninguna de esas instantáneas para ilustrar el artículo, pero siempre le gustaba disponer de imágenes que registraran cada fase importante de una expedición. Solía usarlas como recordatorio cuando llegaba el momento de escribir y nunca se terminaba de sorprender de que algo que recordaba de una forma determinada, con frecuencia ofrecía un aspecto bastante diferente al mirar las fotos. Había aprendido que la mente le jugaba a uno gran cantidad de trucos.

El puerto se atisbaba cada vez más lejos y la línea costera se veía emborronada por una capa de pálido color verde de musgos y líquenes. Los indios patagones habían poblado en tiempos aquel país azotado por los vientos, y en 1520 Fernando Magallanes, a la búsqueda de un paso protegido en la ruta del oeste, la había apodado Tierra del Fuego cuando había visto sus hogueras ardiendo en las playas y colinas desiertas. No quedaba nada ardiente, ni siquiera cálido ya por allí y, desde luego, tampoco ningún signo de los antiguos patagones. Habían sido diezmados por las enfermedades y por la usurpación de su hogar por los exploradores europeos. El único signo de vida que Michael pudo ver en la costa fue el de las bandadas de petreles blancos que se lanzaban desde los bordes de los acantilados erosionados, donde habían colocado los nidos y alimentaban a las crías. Cuando los dedos se le pusieron demasiado fríos para manejar la cámara, la metió dentro de su parka, cerró el bolsillo con una cremallera y simplemente se inclinó sobre la barandilla.

El agua allí abajo era un intenso color azul oscuro, y se abría a ambos lados de los costados del barco con un constante movimiento ondulante. Wilde había leído sobre la Antártida todo lo posible desde que había recibido el encargo de Gillespie y sabía que esas aguas libres de hielos no durarían mucho. Conforme abandonaran el canal y entraran en el mar de Hoces y el cabo de Hornos, el océano se transformaría en el más bravío del planeta. Incluso en ese momento, en pleno verano austral, los icebergs se convertían en una amenaza continua. De hecho, él esperaba su aparición en cualquier momento. Fotografiar icebergs y glaciares, intentando reflejar los delicados matices que van del blanco cegador a un intenso color lavanda, era un reto técnico y artístico de primera categoría, y a él le gustaban los desafíos.

Llevaba allí un buen rato antes de darse cuenta de que había otro pasajero en la barandilla, una mujer negra con el pelo trenzado, arropada con un largo abrigo de plumón verde. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Debía de estar a unos seis metros e intentaba manejar su cámara con torpeza. Desde su posición, Michael pensó que era una Nikon 35 milímetros. La dirigía hacia el agua, donde habían emergido un par de leones marinos con sus esbeltas cabezas negras reluciendo como bolas de bolera, y Michael le gritó:

– No es tan fácil desde un barco en movimiento, ¿a que no?

Ella le miró. Tenía una cara ancha con altos pómulos y cejas arqueadas.


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