Varios pasajeros aplaudieron y el piloto se asomó para decirles:

– Muchas gracias, señoras y señores, y bienvenidos al fin de la Tierra. [4]

Para esto Michael no necesitaba traductor. Bienvenidos al fin de la Tierra.

CAPÍTULO CINCO

24 de noviembre, 4.15 horas

EL CAPITÁN BEJAMIN PURCELL, oficial al mando del rompehielos Constellation, se estaba impacientando. Desde su cabina había escuchado la llegada del avión a bordo del cual venían sus dos últimos pasajeros, pero de eso ya hacía más de una hora. ¿Dónde demonios se habían metido? ¿Cuánto tiempo les iba a llevar ir desde la pista de aterrizaje hasta el puerto? Puerto Williams, que en último recuento de población había arrojado un total de 2.512 habitantes, no ofrecía precisamente muchas atracciones para el turismo. Una vez que te habías detenido a ofrecer un homenaje a la proa de la escampavía Yelcho, usada para rescatar a la expedición a punto de morir de hambre de Ernest Shackleton de la isla Elefante en 1916, no había mucho más que pudiera captar el interés, y de lo contrario Purcell lo habría sabido seguro, pues había llevado este barco entre los puertos más meridionales de Argentina y Chile durante casi los últimos diez años y no había visto más cooperación ni amistad entre ambos países que cuando comenzó. En estos momentos no existía una conexión fiable por barco entre Puerto Williams, ubicado en la costa norte de la isla Ambarino, y Ushuaia, en la parte argentina del canal.

Subió al puente, donde el alférez Gallo hacía la guardia mientras estaban en el muelle. Justo desde la cubierta superior de la torreta de control, que se alzaba unos catorce metros sobre el puente y se usaba como puesto de vigilancia para avistar icebergs, se disfrutaba de la mejor vista posible del puerto y de cuanto sucedía en la ciudad, que se extendía a lo largo de la parte superior de la colina. A unos escasos cientos de metros, en el muelle Guardián Brito, el malecón principal, había atracado un crucero noruego desde cuya sala de fiestas se oía estridentemente uno de los viejos éxitos de Abba (¿Era Dancing Queen?).

– ¡Dámelos! -le dijo al alférez, gesticulando en dirección a los binoculares que estaban depositados al lado del timón.

Los dirigió hacia la parte superior de la colina, hacia el centro comercial, donde apenas había nada salvo unas cuantas tiendas de artesanía, un almacén y una oficina de correos, en busca de alguien con aspecto de reportero o de biólogo marino, pero únicamente observó a turistas ancianos fotografiándose unos a otros delante de las elevadas agujas de granito conocidas como los Dientes de Navarino, visibles a cierta distancia. No cabía duda de que si alguien se tomaba la molestia de viajar a uno de los puntos más remotos del planeta, probablemente querría una prueba incontrovertible del hecho para cuando se regresara a casa.

– ¿Se ha instalado ya la doctora? -le preguntó Purcell al alférez Gallo.

– Muy bien, señor. Sin problemas.

– ¿Dónde la ha alojado?

– La suboficial Klauber se ha presentado voluntaria para ceder su camarote a la doctora Barnes, señor.

Había sido una solución afortunada, pensó Purcell. No era fácil hacerse con camarotes. La doctora, uno de los tres pasajeros de la NSF que tenía que transportar a Point Adélie, era una afroamericana de considerable volumen (un relleno bastante apropiado, pensó, para la Antártida) y gran presencia. Había llegado la víspera, y cuando se dieron la mano sintió crujir sus dedos bajo aquel formidable apretón. Se las apañaría bien allí, no era un lugar para debiluchos.

Purcell hizo otro barrido de la ciudad y esta vez, finalmente, vio dos hombres mirando hacia el puerto y uno de ellos, un pequeño pelirrojo, preguntándole algo a un pescador chileno. Éste asintió y después señaló con el brazo que sostenía un cubo de cebo hacia el Constellation. El otro tipo era alto, con el pelo negro revuelto y un petate lleno hasta arriba. También llevaba una mochila de nailon azul que dejaba adivinar la forma de un maletín para un ordenador portátil.

Cuando los dos hombres tomaron la dirección del puerto, Purcell vio que el más pequeño había alquilado los servicios de un adolescente local para que empujara una carretilla con su equipaje.

– Aquí están -masculló Purcell-. Menuda patada en el culo les voy a dar. -El alférez saludó con dos cortos pitidos del silbato del barco.

– Largad amarras -ordenó el capitán-, y prepárense para zarpar.

Mientras Michael arrastraba la bolsa por el embarcadero de metal y cemento, vio descender la pasarela a un tripulante vestido con las características ropas blancas de los marinos. El navío era más grande de lo esperado, debía de alcanzar lo menos ciento treinta metros de eslora, con algo que parecía un helicóptero protegido debajo de una lona en la cubierta de popa. Los laterales del barco estaban pintados de rojo, excepto una gran franja diagonal blanca que cruzaba la proa. En la popa había unos gigantescos tornillos en forma helicoidal. Michael se imaginó que rompería primero el hielo con el casco y luego lo trocearía con los helicoides. El barco, visto de cerca, era como una enorme cubitera flotante.

– ¿Doctor Hirsch? -gritó el marinero-. ¿Señor Wilde?

– Yo -replicó Darryl en castellano y Michael alzó la barbilla en ademán de reconocimiento.

– Soy el contramaestre Kazinski. Bienvenidos a bordo del Constellation.

Kazinski sacó las bolsas de la carretilla y, mientras Hirsch le daba unos cuantos billetes al porteador adolescente, giró sobre sí mismo y subió la pasarela con brusquedad.

– El oficial al mando -comentó por encima del hombro- es el capitán Purcell. Ha solicitado su presencia esta noche en la cena, en el comedor de los oficiales a las siete. Por favor, vístanse con corrección.

Michael se preguntó qué querría decir con eso. Se le había olvidado meter un esmoquin, en caso de haber tenido uno, claro.

Ya en la cubierta, Wilde paseó la mirada alrededor. El puente se alzaba al menos cinco metros por encima de su cabeza; le sorprendió por su inusual altura y amplitud, al recorrer casi por completo la anchura del barco y estar colocado allí arriba como si fuera una especie de nido de cuervo, montado en lo que parecía el cañón de una chimenea. Desde lo alto debía de haber una vista mejor que buena. Intentaría tomar algunas fotos con gran angular durante el viaje hacia Point Adélie.

– Compartirán un camarote de popa -les informó Kazinski-. Síganme y se lo mostraré.

Mientras se dirigían hacia una estrecha escalera, varios marineros se apresuraron a adelantarlos, y Wilde escuchó los pasos de otros claqueteando por los escalones que subían por encima de sus cabezas. Escuchó algunas observaciones en jerga sobre líneas de amarre, cambios de tanques de fuel y un comentario socarrón sobre algo del sónar sin sentido para él, que provocó la hilaridad de la marinería. El navío estaba claramente preparado para salir de forma inmediata.

– ¿Cuántos hombres hay a bordo? -inquirió Michael.

– La tripulación la forman ciento dos personas, entre hombres y mujeres, señor.

Michael había comprendido correctamente. Todavía no había visto ninguna mujer, pero aparentemente sí las había. Como para probarlo, una mujer alta y delgada en uniforme, con un sujetapapeles bajo el brazo, irrumpió procedente de una escotilla; Kazinski se cuadró inmediatamente y saludó.

Ella correspondió el saludo y después extendió el brazo hacia Hirsch.

– Usted debe de ser el doctor Hirsch. Soy la teniente Kathleen Healey, la oficial de operaciones a bordo. -Tenía un aire seco, firme y eficiente, e incluso el corto cabello castaño que asomaba por debajo de su gorra parecía cortado en aras de la máxima eficacia-. ¿Y usted es el periodista? -Se dirigió a Michael-. Lo siento, leí su nombre en el informe matinal, pero lo he olvidado.

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[4] En castellano en el original.


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