Resonaron algunas carcajadas y los gritos de terror de Eleanor antes de que los lanzaran de cabeza por la borda y ambos cayeran más y más hacia las olas. El teniente tuvo la impresión de que transcurría más tiempo del normal antes de que él y su acompañante atravesaran la fina capa de hielo. Los gritos de Eleanor se cortaron en seco y todo quedó en silencio mientras la cadena tiraba de ellos hacia el fondo y los dos se hundían rápidamente dando vueltas en círculos bajo el agua helada. Él contuvo la respiración durante varios segundos, pero incluso aun cuando hubiera sido capaz de aguantar un poco más, expelió el oxígeno de sus pulmones y se entregó a la muerte y a la suerte que les aguardara en el fondo del mar, fuera cual fuese.

PARTE I. EL VIAJE

Y entonces nos azotaron las ráfagas de la tormenta con su dura tiranía, nos golpearon con sus alas alzadas, persiguiéndonos hacia el sur.

Con el mástil inclinado y la proa sumergida, nos acosan los aullidos y vendavales, pero casi pisando la sombra de su enemigo, adelanta la cabeza inclinada, el barco avanza rápido, las ráfagas rugen violentas, y hacia el sur volamos.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)

CAPÍTULO UNO

En nuestro días, 19 de noviembre, mediodía

EL TIMBRE DE LA puerta no dejaba de sonar y Michael no quería levantarse a pesar de que lo estaba oyendo, pues en ese momento tenía un sueño de lo más agradable: Kristin y él subían una pista de montaña en el jeep. Ella apoyaba los pies descalzos en el salpicadero y se reía con la cabeza echada hacia atrás mientras la música aullaba en la radio. Por la ventanilla entraba la brisa y le alborotaba los cabellos rubios.

La serie de timbrazos cortos no cesó. Fuera quien fuese no tenía intención de marcharse.

Michael alzó la cabeza de la almohada, entreabrió los párpados y miró alrededor. ¿Por qué tenía una bolsa vacía de Doritos al lado de la cara? Luego, echó una ojeada a los números iluminados del reloj: 11:59. Se frotó los ojos y los abrió de nuevo, pestañeando a la luz del mediodía.

La visita tocó el timbre otra vez.

Tiró las mantas hacia atrás y puso los pies en el suelo.

– Vale, vale, córtate un poco, anda -masculló entre dientes.

Cogió un albornoz de la percha colgada detrás de la puerta y salió del dormitorio arrastrando los pies. A través de la mirilla de la puerta principal logró distinguir una forma difusa, la de alguien de pie en el descansillo con la capucha de la parka echada, así que se acercó más para mirar.

– Yo también te estoy viendo, Michael. Abre la puerta de una vez, que hace un frío de perros aquí fuera.

Era Joe Gillespie, su editor de la revista Eco-Travel.

Abrió el cerrojo y la puerta. Mientras el visitante se apresuraba a entrar, la lluvia fría le salpicó las piernas desnudas.

– Recuérdame que la próxima vez consiga un trabajo en el Miami Herald -comentó Gillespie mientras pateaba el suelo con energía.

Michael recogió de la entrada una copia empapada del Tacoma News Tribune, y después echó una ojeada a los lejanos picos envueltos en niebla de la cordillera de las Cascadas. Las vistas habían sido el motivo por el cual había comprado la casa, pero ahora sólo eran un recuerdo espantoso. Sacudió el periódico y cerró la puerta.

Gillespie estaba de pie en la raída alfombra de ganchillo, la que Kristin había tejido, con la parka chorreando agua. Se echó hacia atrás el capuchón y el poco pelo que le quedaba se le agitó alrededor de la cabeza.

– ¿Es que no vas a volver a mirar tus mails? -le preguntó Gillespie-. ¿Ni tampoco el contestador?

– No, si puedo evitarlo.

A Gillespie se le escapó un suspiro de pura frustración y miró alrededor, al salón desordenado.

– ¡Jesús, Michael! ¿Tienes acciones en Domino’s? Pues deberías.

El aludido notó el par de cajas de pizza y las latas de cerveza vacías dispersas por la mesita de café y en la chimenea de piedra.

– Vístete -ordenó Gillespie-, nos vamos a almorzar.

Michael, aún casi dormido, se limitó a quedarse allí de pie con el periódico mojado en la mano.

– Vamos, pago yo.

– Dame cinco minutos -replicó él, y le dio el periódico mientras se ponía en marcha.

– Que sean diez -contestó Gillespie en voz alta a sus espaldas-, pero aféitate y dúchate.

Michael le tomó la palabra. En el cuarto de baño encendió el calefactor y le dio al agua caliente. La casa siempre estaba fría y tenía corrientes de aire, y aunque se juraba a menudo que algún día intentaría aislarla mejor y hacer un poco de mantenimiento elemental, ese día nunca llegaba. El agua tardó un minuto o dos en calentarse. El armarito de las medicinas situado sobre el lavabo estaba abierto y había media docena de botes de color naranja en las estanterías con prescripciones médicas. Tomó uno del estante inferior, el último antidepresivo que le había recetado el terapeuta, y se tragó un comprimido con un poco de agua por fin tibia.

Después, pese a lo poco que le interesaba la perspectiva, cerró la puerta y se miró al espejo. Esa mañana su revuelto pelo negro estaba incluso más despeinado de lo habitual, rizado en un lado de la cabeza y aplastado en el otro. Tenía los ojos oscuros ribeteados de rojo y nublados. No se había afeitado en un par de días y hubiera jurado -¿era eso posible?- que aunque apenas pasaba de los treinta, le habían salido un par de canas en la barbilla. ‹El tiempo pasa deprisa con su carro alado›, maldijo para sus adentros. Introdujo una cuchilla nueva en la maquinilla y dio un par de rápidas pasadas por la barba crecida.

Después de ducharse con agua tibia, se puso unos vaqueros, una camisa del mismo tejido y las botas más limpias y secas que encontró delante de la puerta.

Gillespie se había repantigado en el viejo sillón de cuero, donde separaba cuidadosamente las hojas de la revista.

– Me he tomado la libertad de subir las persianas para que entrara algo de luz. Deberías hacerlo de vez en cuando.

Subieron al coche de Gillespie, un Toyota Prius nuevo, por supuesto, y se dirigieron al restaurante al que solían ir siempre. A pesar de no ser un lugar muy recomendable por su decoración, a Michael le gustaban los reservados de vinilo, el suelo de linóleo y el expositor de pasteles con chillonas luces blancas del Olympic. Era el extremo opuesto a un restaurante de franquicia o, Dios no lo quisiera, a un Starbucks, y tenía la virtud añadida de servir desayunos a cualquier hora del día. Michael pidió el Lumberjack especial y Gillespie eligió la ensalada griega con acompañamiento de requesón y una infusión de hierbas.

– Oye, tú -dijo Michael-. ¿No te estás pasando un poco?

El editor sonrió mientras vertía la mitad de un sobrecito de Equal en la infusión.

– ¿Y qué demonios te importa? Va en la cuenta de gastos.

– En ese caso, tomaré postre.

– Buena idea -afirmó Gillespie-. Te doy permiso para que te pidas una rodaja de merengue de limón.

Era una broma recurrente entre ellos, pues el pastel de merengue de limón que descansaba en el estante superior del expositor no se había movido de ahí en los cinco años que llevaban frecuentando el establecimiento y, desde luego, no había sido reemplazado jamás.

Mientras comían, Michael no pudo dejar de notar que Gillespie había colocado un sobre de la compañía de paquetería FedEx en el asiento cercano a su muslo. De vez en cuando alargaba la mano y lo tocaba, sólo para asegurarse de que seguía allí. Debía de ser algo importante, dedujo Michael, y ya que no lo había dejado en el coche bajo llave, debía de tener algo que ver con él de algún modo.

Conversaron sobre la revista: habían contratado a un nuevo editor de fotografía, habían subido las ventas de publicidad, se había ido aquella recepcionista tan guapa, y también charlaron de béisbol, de los Seattle Mariners, pues algunas veces iban juntos al estadio Safeco. De lo que no hablaron fue de Kristin. Michael se dio cuenta de que Gillespie quería evitar el tema a toda costa. Y tampoco hubo mención alguna acerca del sobre hasta que, finalmente, abordó la cuestión mientras limpiaba los restos de la yema de huevo con el bollo inglés.


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