– Está bien, ya he mordido el anzuelo -admitió Michael haciendo un gesto con la corteza del bollo-. El suspense me está matando.

Durante un segundo, el editor simuló no saber de qué le estaba hablando.

– ¿Es la maqueta de mi artículo sobre Yellowstone?

Gillespie bajó la mirada hacia el sobre, frunciendo los labios, como si estuviera intentando tomar una decisión.

– No, tu artículo de Yellowstone salió el mes pasado. Tengo la sensación de que ni siquiera lees ya la revista.

Michael se sintió pillado en falta, en concreto porque era verdad. Los últimos meses apenas había leído el correo, comprobado su cuenta AOL o devuelto las llamadas. Todos entendían la razón, pero poco a poco iban perdiendo la paciencia.

– Hay algo que creo que deberías ver -dijo Gillespie, deslizando el sobre por la mesa.

Michael se limpió los dedos en la servilleta; después, lo abrió y sacó los papeles del interior. Algunos eran fotos en blanco y negro, parecían imágenes de satélite, y el resto, una resma de folios con el membrete del National Science Foundation (NSF) [1] y el logotipo en la parte superior de las páginas, muchas de las cuales estaban marcadas con el nombre Point Adélie.

– ¿Qué es Point Adélie?

– Es un centro de investigación, y bastante pequeño, por cierto. Estudian de todo, desde el cambio climático hasta la biosfera local.

– ¿Dónde está? -inquirió Michael, alargando la mano para coger su taza de café.

– En el Polo Sur. O al menos tan cerca de él como se puede estar. Los pingüinos Adelaida migran allí.

Michael mantuvo suspendida en el aire la taza de café y, a su pesar, se le aceleró el pulso.

– Me ha llevado meses poner esto en marcha -continuó Gillespie- y conseguir los permisos correspondientes. No te imaginas la cantidad de papeleo burocrático y de trámites que he tenido que hacer para poder mandar a alguien a la base que hay ahí. La CIA parece un sitio amistoso si la comparas con la NSF, pero acabo de conseguir un permiso para enviar un reportero a Point Adélie durante un mes. Estoy planeando sacar un reportaje de unas ocho a diez páginas desplegables, con fotos a todo color y unas tres mil o cuatro mil palabras de texto; en fin, la enchilada completa.

Michael sorbió su café con el único fin de ganar tiempo y pensar.

– Te ahorraré la necesidad de preguntar -comentó Gillespie-. Pagaremos la tarifa habitual por palabra, pero te aumentaré algo por las fotos. Además, cubriremos tus gastos, dentro de lo razonable, claro.

Él aún no sabía qué contestar. Había demasiadas cosas bullendo en su cabeza. No había vuelto a trabajar, ni siquiera había pensado en ello, desde el desastre de las Cascadas y no estaba seguro de si deseaba retomar su vida anterior. Sin embargo, otra parte de sí mismo se sentía vagamente insultada. ¿El proyecto llevaba meses en marcha y Gillespie no se lo había mencionado hasta ahora?

– ¿Para cuándo la necesitas? -preguntó, sólo para ganar algo más de tiempo.

Gillespie se retrepó en el asiento mostrando una ligerísima satisfacción, como un pescador que siente un tirón en el hilo.

– Bueno, ahí está el quid de la cuestión. Necesitamos que te marches el viernes.

– ¿Este viernes?

– Sí. No es tan fácil llegar hasta allí. Tendrás que volar hasta Santiago de Chile y de ahí a Puerto Williams, donde cogerás un barco de la guardia costera que te llevará hasta donde lo permitan los hielos y desde allí te transportarán en helicóptero a la base. Es una oportunidad muy concreta y el tiempo puede estropearla en cualquier momento. Ahora, allí es verano, así que habrá días en que el termómetro alcance algunos grados sobre cero.

Michael finalmente se decidió a preguntar.

– ¿Por qué no me los has dicho antes?

– Sabía que aún no estabas interesado en trabajar.

– Entonces, ¿quién era?

– ¿Quién era qué?

– Venga ya, Joe. Si llevas meses organizando esto, seguro que has pensado en otra persona capaz de hacerlo.

– Crabtree. Iba a encargárselo a él.

Otra vez Crabtree, el tipo que siempre le iba respirando al cuello a Michael, intentando quitarle los encargos.

– ¿Y por qué no va él?

Gillespie se encogió de hombros.

– Una endodoncia.

– ¿Qué?

– Que se tiene que hacer una endodoncia y salvo que tengas un certificado sanitario totalmente limpio, no dejan ir allí a nadie. Y por encima de todo, como allí no hay ningún dentista al que se pueda llamar, necesitas llevar un certificado del tuyo que diga que está todo en perfecto estado de revista.

Michael no daba crédito a sus oídos. ¿Crabtree había perdido el trabajo por un problema en las encías?

– Así que, por favor -rogó Gillespie, inclinándose hacia delante-, dime que no tienes ninguna caries y que todos tus empastes están en buen estado.

Él movió la lengua por el interior de la boca.

– Por lo que yo sé, sí.

– Bien. Así que eso nos deja frente a la cuestión principal. ¿Qué piensas, Michael? ¿Estás preparado para ponerte de nuevo la armadura?

Ésa era sin duda la pregunta del millón de dólares. Si se lo hubieran preguntado la noche anterior, la respuesta habría sido ‹no, y no vuelvas a llamar›, pero había algo que le llamaba la atención, algo que no podía negar… un destello de aquella antigua emoción. Toda su vida había sido el primero en enfrentarse a cualquier desafío, ya se tratase de escalar un acantilado escarpado o de hacer puenting o incluso de explorar el fondo de un arrecife coralino. Y aunque había estado reprimiéndola durante meses, esa misma emoción intentaba aflorar a la superficie. Fijó la mirada en la foto de satélite que coronaba la pila; desde arriba, la base tenía el aspecto de un puñado de vagones de carga dispersos en una llanura helada al lado de una playa desierta y rocosa. Era todo lo sombría que podía ser una imagen, pero le atraía más que si fuera la costa brasileña.

Gillespie le observaba con atención, a la espera. Una racha de viento glacial estampó unas cuantas gotas en la ventana de la cafetería.

Algo empezó a agitarse en la mente de Michael. Descansó los dedos sobre la foto granulosa. Siempre podría negarse, simplemente volvería a su casa y… ¿Y qué? ¿Se tomaría otra cerveza? ¿Seguiría atormentándose un poco más? ¿Echaría a perder una parcela más de su vida, sólo para intentar compensar lo que le había pasado a Kristin? Y eso que ni siquiera era capaz de decir qué era lo que compensaba o no.

O bien podía aceptar. Observó detenidamente la siguiente foto, tomada al nivel del suelo: mostraba una cabaña alzada sobre unos bloques de hormigón a unos cuantos palmos del hielo. Había una media docena de focas alrededor tumbadas como si estuvieran tomando el sol.

– ¿Tenemos tiempo para tomar postre? -preguntó Michael, y Gillespie, tras golpear la mesa con la palma de la mano en ademán de triunfo, hizo un gesto a la camarera.

– ¡Merengue de limón para los dos! -exclamó.

CAPÍTULO DOS

20 a 23 de Noviembre

MICHAEL NO RECORDABA CON claridad nada de lo acaecido durante los días siguientes mientras intentaba preparar el viaje a la Antártida. Tenía a mano la mayor parte del equipo necesario para climas fríos de otras expediciones anteriores a Siberia y Alaska, pero no era fácil arreglar todo lo demás. Su primera tarea fue visitar al dentista, donde Wilde temió, durante unos cuantos minutos, que todo quedara allí.

– Bueno, ya sabe que tiene esa muela del juicio en el lado superior derecho -comentó el doctor Edwards-. En serio le puede dar un montón de problemas.

– Pero de momento no he notado nada.

– Aun así, si yo fuera usted…

– No me la puedo sacar ahora. No tengo tiempo suficiente para que se me cure.

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[1] Fundación Nacional de la Ciencia, agencia del Gobierno norteamericano. [Todas las notas son de los traductores].


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