– Bien, pero no me diga luego que no le avisé -remachó el doctor Edwards.

– No lo haré, se lo prometo. Sólo necesito que me firme este certificado dando su visto bueno al NSF.

El médico se empujó las trifocales hacia el puente de la nariz y estudió el formulario mientras el paciente se quedaba tumbado en el sillón.

– Llevo veinte años en la profesión y, ¿sabe usted?, jamás había visto uno como éste.

– Yo tampoco. -Michael esperó que le hiciera algún gesto.

– A la Antártida, ¿eh? -El dentista continuó estudiando el papel.

– Sí.

– Le envidio. Ya me gustaría tener tiempo para hacer una excursión como ésa.

Por el modo en que lo dijo parecía una escapadita rápida a Acapulco. Michael pensó en el desafortunado Crabtree y su empaste inminente.

El médico echó una última ojeada a la radiografía que le acababa de hacer, aún sobre el visor de placas.

– No veo ningún problema, aparte de esa maldita muela del juicio…

Finalmente sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho y garrapateó su firma en la línea de puntos. Michael ya se había levantado del sillón antes de que el higienista tuviera tiempo suficiente de quitarse la bata.

El siguiente fue el internista, donde tuvo que realizar un montón de pruebas y rellenar otra montaña de papeles. Había tenido ya una buena ración de percances físicos a lo largo de los años, que iban desde un hombro dislocado y algunos tendones desgarrados hasta la rotura de varios huesos, pero teniendo en cuenta el trabajo al que se dedicaba, que a menudo conllevaba ir a lugares donde ningún humano había puesto un pie antes, había escapado relativamente indemne. Así que el internista no encontró nada nuevo que fuera motivo de preocupación. Sólo tenía una pregunta, le informó, antes de firmar los papeles del permiso.

– ¿Qué tal lo lleva desde el punto de vista psicológico? ¿Acude a la consulta de su terapeuta de referencia?

Michael se temía esto antes o después.

– Ahora me encuentro perfectamente -replicó-. Me recetó Lexapro y me está sentando fenomenal. -En realidad, no tenía ni idea de si le estaba haciendo algún efecto, sólo quería evitar cualquier cosa que pudiera empañar un certificado de salud bien limpio-. Lo mejor para mí -añadió, con la expresión más animada que pudo mostrar- es salir de la ciudad y volver al trabajo.

El internista lo aceptó.

– Estoy de acuerdo -comentó, garabateando su nombre en la línea inferior del formulario-. Ya me gustaría a mí hacer lo mismo.

Michael nunca hubiera sospechado la cantidad de gente que parecía abrigar sueños referentes a la Antártida.

Pero quedaba todavía otra visita pendiente y seguramente sería la más difícil con diferencia.

Desde que almorzó con Gillespie sabía que tarde o temprano llegaría ese momento y con el fin de posponerlo, primero se había lanzado a ultimar todos los detalles de la expedición con verdadera precipitación, y luego había hecho cuanto se le había ocurrido para retrasarlo. Dio de baja el correo y las suscripciones a las revistas, y también le pidió a un vecino que echara una hojeada a su casa y pusiera en funcionamiento las cañerías de vez en cuando para evitar que se congelaran. Pasó varias horas en el almacén de suministros fotográficos de Tacoma Camera, comprando todo tipo de pilas, lentes, trípodes y tarjetas de memoria que pudiera llegar a necesitar. Ya tenía suficiente de todo esto, sin duda, pero en una expedición de este tipo, y en un lugar donde no había forma de reemplazar un fotómetro defectuoso o abastecerse de lo que pudiera agotarse, quería estar seguro de disponer de todo cuanto pudiera ser necesario.

De alguna manera, agradeció todas esas distracciones, ya que por una vez dejó de estar inmerso en su interminable espiral de culpa y remordimiento. Podía concentrarse en otra cosa distinta, en algo futuro, y que era casi inminente.

Pero en el fondo de su mente, aquella última tarea seguía presente y no podía postergarla más. Le esperaba en el Hospital Regional de Tacoma.

En la sala de los enfermos en coma.

Donde sabía que nadie le daría la bienvenida.

Por otro lado, se armó de valor ante cualquier posible enfrentamiento. Los padres de Kristin solían estar siempre allí, o al menos uno de los dos. Pensó que si iba a la hora de la cena podría evitar toparse con ellos. Cuando entró en la sala y se registró, la enfermera le dijo:

– Cuánto me alegro de verle de nuevo, señor Wilde. Estoy segura de que Kristin se alegrará de que haya venido.

Mientras caminaba por el pasillo, se preguntó qué podría significar eso.

Kristin no había salido del coma desde hacía meses y jamás iba a salir de ese estado vegetativo según le habían informado los doctores, a pesar de que él no era un familiar y técnicamente no deberían haberle dicho nada. El traumatismo había sido muy fuerte, el tratamiento se había demorado demasiado y el daño sufrido por el cerebro era devastador. A todos los efectos, Kristin ya no estaba viva.

Sólo quedaba de ella lo que se apreciaba a la vista: una forma inmóvil, tan delgada que apenas abultaba debajo de la manta azul claro, recostada entre una maraña de tubos y monitores parpadeantes que emitían pitidos. Wilde se quedó al otro lado del cristal, mirando a través de las láminas de la persiana veneciana. Si hubiera querido, habría podido convencerse incluso de que ella estaba bien. El cabello rubio, lavado por su madre con regularidad, se desparramaba por la almohada, y el rostro tenía un aspecto sereno, con los ojos cerrados. Pero la piel alrededor de la boca y de la nariz, que antes había estado atezada por el sol, se veía ahora pálida y llena de manchas, tantos eran los instrumentos y tubos que le habían quitado y vuelto a poner.

Para su alivio, no había ninguna señal de parientes. Michael bajó la cremallera de su parka y entró, deteniéndose súbitamente al escuchar una voz.

– Hola, forastero.

Durante un segundo aterrador fue como si Kristin le hubiera hablado de nuevo, pero cuando se volvió, sólo vio a su hermana Karen, acurrucada en una silla en una esquina.

– No quería asustarte -se excusó ella.

La joven sostenía un tomo pesado sobre el regazo, probablemente uno de sus libros de leyes; le recordaba a su hermana mayor, como para su pesar ocurría siempre. Se parecían como dos gotas de agua con aquellos mismos penetrantes ojos azules, los mismos dientes blancos parejos y el alborotado cabello rubio. Incluso su voz sonaba semejante. Todo lo que Karen decía sonaba a sus oídos con el mismo tono irónico de Kristin.

– Hola, Karen.

Nunca sabía qué decirle; en realidad, nunca lo había sabido. Mientras que Kristin había sido la hermana bulliciosa, siempre saliendo y entrando de la casa, Karen era la estudiante diligente y tranquila, encorvada sin descanso sobre la mesa de la sala de estar con un montón de libros de derecho y papeles desparramados alrededor. Michael solía intercambiar con ella algunas palabras cuando iba a recoger a Kristin, pero siempre se sentía como si la estuviera interrumpiendo en alguna actividad importante.

– Bueno, ¿cómo va? -Una pregunta estúpida, como bien sabía, pero fue lo único que se ocurrió.

Karen sonrió con la sonrisa de Kristin, con la comisura derecha ligeramente elevada.

– Igual -contestó con resignación y aceptación-. Mis padres quieren que siempre haya uno de nosotros a su lado, así que les dije que me quedaría aquí mientras se tomaban el Early Bird Special [2] en Applebee.

Michael asintió y se quedó mirando la mano de Kristin, que yacía sobre la manta. Tenía los dedos más delgados y más frágiles de como los recordaba y llevaba sujeto al dedo índice un pequeño dedal negro, debía de ser algún dispositivo de control.

– No le ha dado ningún ataque en lo que llevamos de semana, -comentó Karen. -No sé si eso es una buena señal o no.

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[2] Menú de menos platos y a precio reducido que los restaurantes estadounidenses y canadienses sirven antes de la hora habitual.


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