Michael dijo que sí, aunque para sus adentros se vio obligado a reconocer que sus conocimientos eran algo esquemáticos, por decirlo de algún modo.

– … y cómo funcionan sus metabolismos en este medio ambiente tan increíblemente hostil. Ahora que lo pienso, una parte de mi trabajo le puede ofrecer algunas fotos de lo más interesantes. Estas criaturas están adaptadas de un modo fantástico a sus nichos ecológicos, y para mí al menos son excepcionalmente hermosas, aunque a algunos, supongo, les provoque rechazo, pero eso se debe sólo a que parecen muy extraños a primera vista…

No había forma de frenarle. No parecía necesitar siquiera tomas aliento. Michael se quedó mirando la carta de cafés expreso colocada junto al ordenador y se preguntó cuántos de ésos se habría metido en el cuerpo su nuevo compañero de viaje.

– … y muchos de esos animales, no importa lo pequeños o simples que sean, portan una cantidad considerable de parásitos desde las glándulas anales hasta los conductos oculares. -Lo decía como si estuviera describiendo una selección de maravillosos itinerarios de un parque de atracciones-. Y estoy seguro de que usted debe saber que la mejor apuesta de un parásito con vistas a asegurar su supervivencia es cerciorarse de que el anfitrión que están devorando sea a su vez engullido por otro.

El reportero se preguntó atónito si ésa era la clase de conversación que solía entablar el joven pelirrojo.

– Por ejemplo, ¿sabe que la larva del acanthocephalan vuelve loco adrede a su hospedador anfípodo?

– No -admitió Michael-. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

– Porque de ese modo el huésped abandona su escondrijo, generalmente bajo una roca, y gira de modo salvaje por aguas abiertas hasta que se lo come un pez.

– No me diga.

– No se preocupe, le enseñaré un montón de ésos cuando lleguemos allí -repuso Darryl a modo de consuelo-. Es de lo más emocionante.

Michael comprobó que se estaba preparando para emprender otro panegírico sobre las glorias que les aguardaban para ser descubiertas en el suelo oceánico cuando un pequeño altavoz anunció, primero en español y luego en inglés, que los pasajeros con destino Puerto Williams podían embarcar.

Hirsch mantuvo esa misma cháchara todo el tiempo que tardaron en cruzar el frío asfalto barrido por el viento subir los pocos escalones que daban acceso al avión. Ni siquiera tuvo que agachar la cabeza al entrar; en cabio Michael tuvo que doblarse bien doblado para evitar golpearse en la cabeza. El avión sólo tenía diez asientos, cinco a cada lado, e iban muy apretados, pues todos llevaban gruesos abrigos y parkas, botas, guantes y gorros. El resto de los pasajeros parloteaban en español y portugués. Darryl se sentó justo enfrente de Michael, pero una vez que el avión comenzó a rodar por la pista de aterrizaje azotada por el viento, con las hélices ronroneando y los motores rugiendo, se agostaron todos los intentos de mantener una conversación. Debían chillarse a pleno pulmón para hacerse entender a través del estrecho pasillo.

Michael se abrochó el cinturón y miró por la ventanilla redonda. El fuerte viento zarandeó el avión y dificultó la maniobra de despegue, pero una vez terminada, se alejó de tierra rápidamente, remontó una sierra de precipicios recortados y viró hacia el sur a lo largo de la costa del Pacífico. Pasaron un par de minutos antes de que el estómago de Michael volviera a asentarse. Más abajo, vio mecerse las olas coronadas de blanco, picadas por los vientos incesantes. Se dirigían, como bien sabía hacia la zona más ventosa, además de la más seca, fría y desierta, de la Tierra. Era la primera hora de la tarde, pero la luz duraría aún bastante, porque estaban en pleno verano austral, donde nunca se ponía el sol. Aparecía por el horizonte norte como la rodaja de una moneda mate, bañándolo todo con su luminiscencia apagada, interrumpida por episodios de relumbrante brillo o penumbra debido a las nubes de tormenta. A lo largo de las semanas y meses siguientes, el astro rey viajaría lentamente a través del cielo, alcanzando su cenit en el solsticio del 21 de diciembre, antes de comenzar su nuevo viaje a finales de marzo. La luna se comportaría del mismo modo que el sol.

Aunque el reportero deseaba permanecer despierto para poder recordar todos los momentos del viaje, cada vez se le hacía más difícil conseguirlo. Llevaba ya viajando de esa guisa lo que le parecían días, desde Tacoma a Los Ángeles, de Los Ángeles a Santiago y ahora de Santiago a Puerto Williams, la ciudad más meridional del mundo. Bajó la persiana de plástico de la ventanilla y cerró los ojos. En el avión hacía mucho calor y llevaba los pies asfixiados dentro de las botas de montañero, pero estaba demasiado cansado para incorporarse e intentar deshacer los nudos. Buscó la mejor posición posible en aquel incómodo sillón, ya que sentía clavadas en la espalda las rodillas del tipo que iba sentado detrás de él a través del respaldo de fina tela; pero aun así se quedó dormido. El zumbido constante de los motores, la intimidad de la cabina, la luz que jamás cambiaba…

Comenzó a soñar, como solía ocurrirle, con Kristin en algún momento en que habían sido felices juntos, cuando hacían kayak en Oregón, o paracaidismo en Yucatán; pero cuanto más profundo se hacía el sueño, más oscuro y turbulento se volvía. Muy a menudo se encontró en un extraño estado, dormido y a la vez siendo consciente del hecho, intentando poner en orden sus pensamientos y dirigirlos hacia otra dirección, pero sin que eso fuera posible. Antes de poder evitarlo estaba de nuevo en aquella cornisa despejada en las Cascadas, acurrucado para combatir el frío, con Kristin acunada en sus brazos. Le dolían de tan fuerte que la sujetaba, y presionaba los pies contra la pared rocosa con tanto vigor que perdió cualquier amago de sensación por debajo de los tobillos. Le hablaba en todo momento, contándole cómo su padre perdería los estribos y que su hermana la acusaría de hacerse la reina del drama; pero el asistente de vuelo le zarandeó para pedirle que se incorporara para aterrizar y abrió los ojos, se dio cuenta de que lo que aferraba era su mochila y que sus largas piernas estaban enredadas en las guías metálicas del asiento de delante.

Darryl estaba despierto y sonriente; había que ver lo que unos cuantos cafés podían hacer por un hombre.

– ¡Mire por su ventana! -le gritó por encima del ruido de los motores-. ¡Está por su lado!

El interpelado se sentó, rascándose la pelusa de la barbilla, y alzó la persiana. Una vez más le sorprendió esa luz fantasmagórica que le hacía querer cerrar los ojos o mirar en otra dirección; pero mucho más lejos, allí abajo, se veía el mismo final del continente sudamericano, con la forma de un zapato de punta estrecha, adentrándose hacia la nada donde se fundían el Atlántico y el Pacífico. Y justo en la punta del zapato vio una diminuta mancha borrosa.

– ¡Puerto Williams! -gritó Darryl, exultante-. ¿Lo ve?

Wilde tuvo que sonreír. Aquel tipo empezaba a gustarle de alguna manera, o bien pensó que podría llegar a acostumbrarse a él. Alzó los pulgares en su dirección.

El piloto les dio algunas instrucciones en español, que Michael supuso que se referían a la posición correcta de los asientos, y el aparato se inclinó en un ángulo agudo antes de dirigirse hacia una larga línea de montañas puntiagudas. Cuando se colocaron en paralelo a éstas, presumiblemente protegidos por ellas de los vientos del este, perdió repentinamente altitud y los oídos de Michael se destaponaron con el sonido de un corcho cuando se extrae de una botella; luego, el piloto apagó los motores. Durante un momento pareció que el avión se encontraba en caída libre, antes de que Michael oyera el estruendo del tren de aterrizaje desplegándose y percibiera cómo el morro del aparato se alzaba ligeramente. El rugido del motor decreció de forma considerable y la aeronave pareció deslizarse, como un ave marina, sobre el pavimento de grava, donde tocó con un golpe sordo y después rodó libre de obstáculos hacia dos hangares herrumbrosos, una destartalada terminal y la torre de control que Michael hubiera jurado que estaba inclinada lo menos diez grados.


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