La joven Pérez Nuix hizo un alto y ahora sí me aceptó alguna bebida, se le estaría secando la boca con su parlamento, boca de atractivos labios firmes y encarnados, labios de Sigrid o de tebeo, uno mira siempre los de quien le habla seguido, los alumnos los de los profesores, los oyentes los de los conferenciantes, los auditorios los de los intérpretes, los espectadores los de los locutores y los políticos (éstos salen tan mal parados). Me levanté, fui a la cocina, y desde allí (no mucha distancia, era mediano mi apartamento) le voceé lo que había en casa, solamente Coca-Cola, cerveza, vino y agua, un mal anfitrión porque en Londres no tenía apenas costumbre de serlo, casi todas las personas que venían a verme, muy pocas, venían nada más que a eso, a estar brevemente ocupadas conmigo. También le ofrecí café y leche, o café con leche si le apetecía algo caliente, me contestó que vino si lo había blanco y estaba frío. Recordé que también guardaba seis botellas intactas de Sangre y Trabajadero, que me había enviado un antiguo y amable amigo de Cádiz, pero me daba pereza ponerme a abrir a aquellas horas una caja claveteada.

—Aquí tienes. Para mi gusto está frío, no sé para el tuyo —le dije, depositando ante sus rodillas, sobre sendos posavasos (soy un hombre de limpieza) la botella de un Ruländer que descorché allí mismo (entiendo poco de vinos) y una copa no del todo adecuada, que me permitió llenarle hasta casi el borde. 'Como lo beba por sed, pronto va a emborracharse', pensé al ver que nunca alzaba en horizontal la mano, para interrumpirme. La carrera de la media le crecía siempre, cada vez que hacía un movimiento, por pequeño o delicado que fuese, o cruzaba las piernas, y las cruzaba y descruzaba a menudo, con el consiguiente retroceso de la falda, mínimo en cada cruce pero más subida paulatinamente la falda (hasta que de un tirón se la bajase). Seguía sin percatarse del estropicio en marcha, cuando tal vez ya le tocaba. Dentro de lo que son las carreras, no le sentaba mal a su pierna, aunque parecía destinada a convertirle en andrajos las medias si nuestra conversación duraba lo bastante, y ella ya había olvidado enteramente su anuncio de 'un momentito', y quizá yo también, en parte. Me di cuenta de que, tras la estrañeza y el sentimiento de provisionalidad iniciales, me agradaba tener visita larga, y además con perro a los pies, si se están quietos hacen que uno se sienta más apacible, y aun acomodado. El animal, en apariencia ya mucho más seco, seguía adormilándose con un ojo abierto, echado cerca de su dueña. ( 'Sleep with one eye open, when you slumber', canturreo y cito a veces para mis adentros.) Se lo veía bondadoso e ingenuo y recto, lo contrario de un chistoso y de un vivales.

—¿Tú no te sirves? —me preguntó Pérez Nuix—. No me digas que no me acompañas. Qué bochorno, beber yo sola. —Y lo superó al instante, porque dejó vacía la copa de un solo trago como si fuera Lord Rymer la Frasca en sus momentos más ávidos. Tenía sed, sin duda, era normal tras la caminata bajo la lluvia, lo raro era que no me hubiera pedido algo antes. Volví a llenársela, no tan alta.

—Luego, dentro de unos minutos me sirvo —le contesté—. Continúa. —Y para que aquello no sonara a orden, me incliné y acaricié otra vez al perro en la cabeza y el lomo, huesos menudos. Ahora ya ni siquiera irguió el cuello, se habría acostumbrado a mi presencia y no me hizo maldito el caso, era muy digno aquel pointer. Pero todo el mundo cree suavizarse si muestra afecto a los animales, y con mi maniobra yo busqué ese efecto. (Si hay algo que no soporto es a esos escritores, hay cientos, que se fotografían con sus perros o gatos para dar una imagen afable, cuando solamente la dan afectada y cursi.) Aproveché mi inclinación amistosa para mirarle a la joven Pérez Nuix los muslos a su altura y con detenimiento, no negaré que me iban llamando. Supongo que ella fingió no darse cuenta, no se los cubrió ni los apartó un milímetro. Ahora sí me sentí tan pueril como De la Garza, pero la admiración sexual previa al sexo es pueril siempre, qué puede hacerse.

—Esas medidas no sé en qué quedaron, posiblemente fueron adelante, pero bajo cuerda y con menos énfasis del previsto —prosiguió entonces ella, tras soplarse también, sin pausa, la mitad del vino de la copa segunda: esperaba que no se le pusiera la lengua gorda—. Porque poco después vino el 11 de septiembre y a partir de aquel día nadie volvió a ser enteramente superfluo. Pero esas medidas, sobre todo, si eran ciertas, llegaban demasiado tarde y no eran originales, sino la oficialización de lo que ya venía ocurriendo desde hacía años sin intervención ni casi conocimiento de los altos mandos, o bueno, conocimiento lo había a medias, pero acompañado de pasividad, vista gorda, algo de curiosidad y manga ancha. Los agentes más desocupados, una vez superado el prolongado periodo de desconcierto tras la caída del Muro, se habían ido procurando sus clientes externos, ocasionales o no, cada uno dentro de sus respectivos ámbitos y posibilidades. Unos pocos arrumbados incluso renunciaron, los que pudieron se dieron de baja (según la responsabilidad adquirida eso aquí no es fácil, a veces ni es factible). Pero la mayoría no lo logró o simplemente no lo quiso, y sin embargo empezaron a trabajar aquí y allá desde dentro, y a servir, por tanto, a diferentes amos. Ofrecieron sus habilidades al mejor postor o aceptaron los encargos mejor pagados. ¿Y qué clase de personas o de entidades particulares tenían o tienen interés en contratar a agentes? Sí, a algunos les cayeron tareas propias de detectives, comprobar una infidelidad, investigar desfalcos o malversaciones, cobrar deudas a morosos; o de guardaespaldas, proteger a figuras del espectáculo o a potentados en actos públicos, cosas así. Otros echaron una mano o las dos a aquellos de sus excompañeros convertidos en mercenarios, de éstos ha habido unos cuantos, no les falta actividad en África. Pero el círculo de encargos se fue ampliando, con el tiempo los agentes de campo rasos se los propusieron y luego se los proporcionaron a los cargos intermedios, y me imagino que para el 2001 éstos habían convencido a los altos mandos de las ventajas de trabajar no sólo para el Estado. Lo cierto es que durante esos siete u ocho años, durante aquel largo intervalo sin principal enemigo, se creó una red paralela de clientes diversos, de todo tipo. Más de una vez, seguramente, miembros del MI5 y del MI6, ignorándolo o sabiéndolo, o no queriéndolo saber pero intuyéndolo, habrán prestado servicios a delincuentes, o incluso al crimen organizado, o quizá a Gobiernos extranjeros al final de la cadena, en la remota sombra. Puede ser, nadie lo sabe ni va a averiguarlo, a estas alturas nada es muy nítido y todo está muy mezclado. Uno se acostumbra a no preguntar a quienes lo recompensan, y además casi todo se tramita y se ventila a través de intermediarios y de testaferros. Si uno tuviera que llevar a cabo una investigación previa para saber quién está detrás de cada encomienda, no se acabaría ni se empezaría nunca, y el negocio no valdría la pena.

La joven Pérez Nuix se detuvo y dio cuenta de la segunda mitad de su copa segunda. Dudé, pero por cortesía hice un ademán mínimo de volver a llenársela, sin llegar a tocar la botella. Hasta ahora no le había notado ningún titubeo ni dificultad en el habla, pero si continuaba a aquel ritmo podrían aparecerle en cualquier instante, o la incoherencia, o la somnolencia, y yo ya quería oírlo todo. De nada de eso había indicios, debía de estar habituada al vino. Hasta su vocabulario era escogido y preciso, de persona leída, no se me había escapado su utilización de vocablos no demasiado frecuentes, 'arrumbados', 'encomienda', 'rasos'. Tal vez era, pese a su ascendencia paterna, como esos ingleses que han aprendido mi lengua más en los libros que hablándola, y su español resulta libresco. Así que me levanté y le anuncié, antes de que ella pudiera decir 'Sí' o 'No' a mi amago de gesto interrogativo:


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