Sí, me ha fastidiado a menudo que luego me hayan expuesto sus características e interioridades, que me hayan dibujado un retrato de sus personalidades, desviado inevitablemente, o que hayan intentado singularizarme ('Nunca me había pasado esto con ningún hombre'), en parte para halagarme y en parte para salvar su reputación que nadie había puesto en entredicho. Me ha irritado que a partir de ese momento se hayan movido por mi casa, si en ella estábamos, con excesiva familiaridad o soltura y actitud apropiativa ('¿Dónde tienes el café?', por ejemplo, dando por sentado que yo guardaba café y que podían hacérselo ellas directamente; o bien 'Voy al cuarto de baño', en vez de preguntar si pueden ir a él, como habrían hecho un rato antes, aún vestidas o sin todavía ensartarse; una exageración, este verbo). Me ha sublevado que se hayan dispuesto a dormir una noche entera en mi cama sin ni siquiera consultármelo, dando por descontado que quedaban invitadas a demorarse en sus sábanas por haber yacido sobre su colcha un rato o haber apoyado las manos en ella para procurarse equilibrio mientras permanecían de pie, inclinadas, de espaldas a mí, more ferarum, subida la falda, los tacones firmes de los zapatos puestos. Me ha airado que uno o dos días después se presentaran sin avisar en mi casa, para saludar cariñosa y espontáneamente, pero en realidad para repetir con premeditación y asentarse, con la seguridad infundada de que les franquearía el paso y les dedicaría tiempo a cualquier hora y en cualquier circunstancia, estuviese o no atareado, acompañado o no de otras visitas, contento o arrepentido (pero más probablemente olvidado) de haberles permitido poner pie ayer en mi territorio. Deseoso de estar solo o echando de menos a Luisa. Y me ha reventado que me llamaran por teléfono más tarde diciendo 'Hola, soy yo', como si el trato carnal ya pretérito confiriera exclusividad o unicidad, o acentuara la identidad, o garantizara un alto grado de ocupación de mis pensamientos, o me obligara a reconocer una voz de la que acaso —eso con suerte— brotó sólo un gemido, o unos cuantos educadamente.
Pero lo que más me ha enfurecido, a veces, ha sido sentirme en deuda (absurdamente, en estos tiempos) por haberme acostado con ellas. Sin duda un vestigio de mi época de infancia, cuando aún se consideraba que el interés y la insistencia venían del varón siempre y que la mujer cedía, o aún es más, concedía u otorgaba, y era ella la que hacía un regalo valioso o un favor grande. No siempre, pero con demasiada frecuencia, me he juzgado artífice o responsable último de lo habido entre ellas y yo, aunque yo no lo hubiera buscado ni anticipado —si es que no lo he visto venir en la mayoría de las ocasiones, no me lo he maliciado—, y he supuesto que lo lamentarían nada más concluirlo y yo retirarme o hacerme a un lado, o mientras se volvían a vestir o se alisaban la ropa y se la enderezaban (hubo una casada que me solicitó una plancha: hecha un acordeón su ceñida falda, marchaba directamente a una cena de matrimonios muy finos sin poder pasar antes por casa; le presté mi buena plancha y salió muy ufana, su prenda silenciosa y sin huella de sus avatares), o si no más adelante, cuando se quedaran a solas y meditabundas, o rememorativas, mirando la misma luna a la que yo no haría caso, desde sus ventanas sentidas como nupciales de pronto, en la duermevela de la madrugada.
Y así he tenido a menudo el impulso de compensarlas en el instante, mostrándome delicado, paciente o propenso a escucharlas; atendiendo suavemente a sus cuitas o sosteniéndoles su cháchara; velando su desconocido sueño o haciéndoles caricias que no venían a cuento y que a mí no me salían, pero que me sacaba; fraguando enrevesadas excusas para irme de sus casas antes del amanecer, como un vampiro, o para salir de la mía en plena noche y darles así a entender que no podían pernoctar en ella y que debían vestirse y acompañarme abajo y conducir sus coches o coger un taxi (y he pagado de antemano al chófer), en lugar de confesarles que ahora ya no quería seguir viéndolas más, ni oyéndolas, ni respirar adormecido a su lado. Y alguna vez el impulso ha sido de recompensarlas, simbólica y ridículamente, y entonces les he improvisado un regalo o les he preparado un buen desayuno si la hora llegaba y nos encontraba aún juntos, o he accedido a un deseo que estuviera a mi alcance cumplirles y que hubieran expresado no a mí sino al aire, o a una petición sí a mí, pero implícita o no formulada, o lo bastante distanciada en el tiempo para no resultar asociable, o sólo si uno se empeñaba en vincular verbo con carne. No, en cambio, si la petición era explícita y cercana, porque en esos casos no he logrado sustraerme a una desagradable sensación de transacción o de cambalache, que falsificaba el conjunto y lo tornaba sórdido, o de hecho lo suprimía, como si no hubiera sucedido.
Quizá por eso Pérez Nuix me pidió su favor mucho antes, cuando aún no había pasado por mi cabeza que aquella noche pudiéramos acabarla tan cerca, y aun alcanzar la mañana sin habernos desprendido del todo, uno de otro. O bueno, sí había cruzado mi pensamiento, pero no como posibilidad posible sino como improbabilidad hipotética (ocurrencias en la recámara, saber que uno aceptaría lo que en modo alguno va a darse), y la primera vez había sido mientras ella bajaba y subía las cremalleras de sus botas y se secaba con mi toalla, y se le soltaba el punto de una media que degeneró en carrera ancha y larga, y sus muslos se mostraban sin preocuparse y al hacerlo no me excluían. 'Ella no me descarta, no es más que eso', había pensado. 'Nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.' Y también: 'Y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que eso, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente'. Para ella yo era aún invisible cuando me pidió el favor, o lo fui toda la noche, y aun por la mañana. Excepto quizá el breve rato de noche en que me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, los dos tumbados y metidos ya en mi cama para dormirnos, las palmas suaves; en que me miró a los ojos y me sonrió y se rió y con delicadeza me cogió la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana.
Pero aquel rato vino más tarde. Y, como ocurre casi siempre cuando uno hace más de una pregunta sin pausa, la joven Pérez Nuix empezó por contestar la última. 'Aún no me has pedido el favor del todo, todavía ignoro en qué consiste, exactamente. Y qué particulares son esos, qué particulares particulares', habían sido mis dos preguntas, repitiendo esa expresión de ella, 'particulares particulares'.
—Por extraño que hoy nos resulte, Jaime, con los nervios siempre de punta y el permanente pánico al terrorismo —dijo—, ha habido unos cuantos años, y además recientes aunque nos parezcan lejanos, en los que al MI5 y al MI6, digamos que les faltó trabajo. Desde la caída del Muro de Berlín sus funciones disminuyeron tanto como sus preocupaciones, y los presupuestos de que disponían se derrumbaron, ahora se ha visto que fue una gran imprudencia. Se pasó, por ejemplo, de casi novecientos millones de libras para el MI5 en 1994 a menos de setecientos en el 98. Luego fueron subiendo otra vez, tímidamente y poco a poco, pero hasta los atentados de las Torres Gemelas en 2001, que hicieron dispararse las alarmas, trajeron golpes de pecho y destituciones de cargos intermedios, hubo un periodo de siete u ocho años en el que buena parte de los Servicios de Inteligencia del mundo, y desde luego de los nuestros, se sintió casi inútil y superflua, cómo decir, desocupada, prescindible, ociosa, y lo peor, aburrida. Mucha de la gente dedicada durante décadas a estudiar a la Unión Soviética se encontró, si no en el paro, casi sobrante, con la sensación de haber perdido no sólo el tiempo, sino una gran porción de su vida, que de repente concluía. Con la abrupta sensación de ser pasado. Quienes sabían alemán, búlgaro, húngaro, polaco, checo, dejaron de ser llamados con la frecuencia habitual, y hasta los expertos en ruso perdieron protagonismo y tareas. De pronto había una especie de excedente no reconocido, de pronto personas fundamentales ya no servían, o sólo para asuntos menores. Fue tan deprimente que hasta los jefes se dieron cuenta de lo desmoralizador de la situación, y te aseguro que son siempre los más ciegos, como en todos los trabajos y en todas partes, para advertir los problemas de sus subordinados. Bueno, la verdad es que se percataron los últimos, con increíble tardanza, y tan sólo unos días antes del 11 de septiembre, si mal no recuerdo, la prensa, The Independentcreo, sacó la noticia de que el MI5, a través del entonces Director General Sir Stephen Lander, se aprestaba a ofrecer sus servicios de espionaje a las grandes empresas del país, como British Telecom, Allied Domecq, Cadbury Schweppes y otras, a las que podía proporcionar información muy útil sobre sus competidores extranjeros. Al parecer fue la agencia la que se ofreció a las compañías, y no a la inversa, en el curso de un seminario celebrado en su sede ahí en Millbank, al que fueron invitados, por primera vez en la historia si no me equivoco, representantes de la industria y de las finanzas, tanto del sector público como sobre todo del privado. La coartada era que resultaba tan patriótico y vital ayudar a la economía británica y hacerla más competitiva en el mundo, así como resguardar a nuestras grandes firmas de los espías ajenos que sin duda existen, como proteger a la nación de los peligros y amenazas contra su seguridad, interiores y exteriores, políticos, bélicos y terroristas. La idea era, de hecho, comercializar las actividades del SIS —recordé las siglas, se las había oído a Tupra o a Wheeler: Secret Intelligence Service, a ella le salieron en inglés aunque habláramos en español, s, i, s, o es, ai, es, a nuestros oídos— y conseguir lucrativos contratos que equivalían a privatizar parcialmente la agencia, obtener de inmediato grandes beneficios y rescatar del hastío a buen número de ociosos y de deprimidos, destinándolos al servicio más o menos directo de las empresas. Y eso, claro está, implicaba el riesgo seguro de repartir sus fidelidades. Lander lo negó todo tajantemente a través de un portavoz, quien aseguró que ofrecerse a espiar para compañías privadas a cambio de remuneraciones excedía las competencias del MI5 y que semejante propuesta sería ilegal. Admitió que el MI5 ya montaba, desde hacía tiempo, operaciones con vistas a descubrir la presencia de espías extranjeros en nuestras compañías, y que asesoraba, gratuita y principalmente, a las industrias de defensa y nuevas tecnologías cuando se disponían a firmar contratos importantes o ante sospechas de fraude informático. Pero aseveró que la controvertida ponencia de Lander durante aquel seminario, cuyo tema había sido Trabajo secreto en una sociedad abierta, había versado tan sólo sobre la amenaza creciente de los hackers,y que, sin cargo alguno, habían aconsejado a las empresas públicas y privadas acerca de los mejores métodos para precaverse de ellos y combatir el pirateo informático. Varios de los invitados, sin embargo, reconocieron bajo anonimato que la iniciativa de Lander había sido otra, y que les había prometido beneficiarlos en sus negocios con información privilegiada y constante sobre compañías e individuos, si ellos se lo 'pedían'.