Así era y es Sir Peter Wheeler, ese falso anciano, quiero decir que tras su venerable y amansado aspecto se esconden con frecuencia maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzga. Por espacio de varios minutos interminables había dirigido mi atención hacia aquel Bertram Tupra, en quien me vería obligado a fijarme durante la cena fría, ese había sido sin duda el principal propósito, que en él me fijara. Pero a la postre no había explicado por qué, ni en realidad había soltado una sola palabra descriptiva ni informativa acerca del individuo en cuestión o fellow, sólo que había sido discípulo de Toby Rylands y que tenía una nueva novia, el resto disquisiciones y conjeturas ociosas sobre su absurdo nombre. Ni siquiera se había decidido, tras sus vacilaciones no expresas, a especificar qué era 'lo suyo', aquello en lo que nunca habría prosperado de haberse llamado Pavel o Mikka o Jukka. Y al final incluso me había desviado el interés posible, aludiendo por vez primera ante mí a sus raíces neozelandesas, a su nada temprana incorporación a Inglaterra y a su apellido cambiado o apócrifo, pero impidiéndome, al mismo tiempo, preguntarle nada al respecto, al añadir en seguida 'Pero todo esto ya lo sabes y no viene a cuento', cuando lo cierto era que todo eso yo lo había ignorado hasta aquel instante.

'Otro paralelismo más con Toby, entonces', pensé tras haber colgado, 'de quien se rumoreaba que era sudafricano de origen, como se rumoreaban tantas otras leyendas; una razón más para que se hicieran amigos cuando eran jóvenes, británicos forasteros o de ciudadanía tan sólo, ingleses postizos ambos.' Rylands nunca me había aclarado ninguno de aquellos rumores ni yo lo había sondeado apenas respecto a ellos, le gustaba poco rememorar su pasado en voz alta, eso se decía y así fue conmigo; y no me pareció respetuoso indagar por mi cuenta después de su muerte, era como contravenir sus deseos cuando él ya no podía mantenerlos ni revocarlos ('Extraño no seguir deseando los deseos', cité de memoria para mis adentros, 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'). Dudé si marcar el número de Wheeler inmediatamente, para que me ampliara aquellos datos nuevos acerca del suyo, de su pasado, y me explicara por qué demonios había discurseado sobre Tupra tanto rato, hasta llegar a impacientarme. Porque justo antes de su llamada yo había estado probando con el número de Madrid que aún estaba a mi nombre pero no era ya más el mío sino el de Luisa y los niños, y comunicaba con tanta insistencia que quería volver a intentarlo cuanto antes, aunque sólo fuera para calibrar la duración del no lograrlo. Por eso no llamé a Wheeler en el acto, nada más colgarle, tenía prisa por seguir marcando aquel número mío perdido o del que había de desprenderme, y al que antes yo contestaba cuando estaba en casa, con frecuencia. Ahora no lo contestaba nunca porque ya no estaba en casa ni podía regresar a dormir en ella, y estaba en otro país, y aunque no muy solo como me creía "Wheeler, a veces sí un poco, o acaso es que toleraba mal no estar siempre acompañado y no estar siempre aturdido y entonces me pesaba el tiempo o yo obstaculizaba su paso, quizá por eso no me fue difícil escuchar a Wheeler con atención primero, en su casa, y aceptar luego la proposición de Tupra, que si algo me brindaba era compañía incesante, aunque en ocasiones sólo auditiva y visiva, y también raciones de aturdimiento.

Ese teléfono de Luisa en Madrid seguía comunicando, no había avería según me dijeron en Averías, y ambos nos negábamos a llevar portátiles, un instrumento de acecho. Tal vez estaba enganchada a Internet, le había encarecido que contratara una segunda línea para no bloquear el teléfono pero no acababa de hacerlo aunque yo le hubiera ofrecido costeársela, sólo usaba la red de tarde en tarde, era cierto, luego resultaba improbable que fuera eso, tanto tiempo comunicando en noche de jueves, era uno de los días en principio acordados para que yo hablara con el niño y la niña antes de que se acostaran, se estaba haciendo demasiado tarde, una hora más en España, allí las diez pasadas y aquí las nueve pasadas, habrían cenado los tres con la televisión puesta o con algún vídeo, no era fácil que el niño y la niña coincidieran en sus preferencias, demasiada edad los separaba, por suerte el niño era paciente y protector con ella y a menudo cedía, yo empezaba a temer por él, era protector hasta con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me veía lejos y desterrado, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su oído y su ojo siempre despiertos. Se habrían acostado ya aunque aún tendrían la luz encendida durante unos minutos, los que les concedíamos Luisa y yo de propina o prórroga para que también leyeran algo —un tebeo, unas líneas, un cuento— mientras los cazaba el sueño, es desdichado conocer las costumbres exactas de una casa de la que de pronto se falta y a la que no se vuelve más que de visita y con aviso previo y como un pariente cercano y de tarde en tarde, uno queda fijado en la tela de araña del escenario y el ritmo que construyó y lo albergaban y que parecían imposibles sin su contribución y sin su existencia, largo prisionero de lo presenciado y llevado a cabo tantas veces, y es incapaz de imaginar que se vayan produciendo cambios, aunque tenga conciencia de que no los impide nada y bien puede haberlos y aun procurárselos, y aprenda a sospecharlos abstractamente, cuáles podrían ser esos cambios que se darán en su ausencia y a sus espaldas, uno deja de asistir, ya no es partícipe ni siquiera testigo, y es como si hubiera sido expulsado del tiempo que avanza, convertido para uno ese tiempo en pintura helada o en memoria helada, desde la adversa distancia.

Y cree uno estúpidamente que se le guardarán raras ausencias, no en lo esencial pero sí en lo simbólico, como si no fuera infinitamente más fácil arrasar con los símbolos que con los hechos pasados y acaecidos, y éstos se suprimen o borran sin excesivo esfuerzo, basta con estar resuelto y sujetar las remembranzas. No cree uno que Luisa no vaya a tener un nuevo amor o un amante dentro de poco tiempo, no cree uno que no lo esté ya esperando sin saber que lo espera, o incluso buscándolo con el cuello erguido y la mirada alerta sin saber que busca, ni que no le haga ilusión pasiva la aparición previsible de quien aún carece de rostro y nombre y por tanto los encierra todos, los posibles y los imposibles, los soportables y los nauseabundos. Y sin embargo sí cree uno incongruentemente que a ese amor nuevo o amante no lo llevará Luisa con los niños a casa, ni a nuestra cama que ya es sólo suya, y que lo verá casi a escondidas como si el respeto hacia mi recuerdo aún reciente se lo impusiera o se lo implorara —un susurro, una fiebre, un rasguño—, como si ella fuera una viuda y yo fuera un muerto merecedor de duelo al que no se puede sustituir tan pronto, todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo, deja que lo que fue no haya sido. Cree uno que Luisa no admitirá así como así a ese hombre a nuestras costumbres y a nuestro retrato, que no permitirá que sea él de repente quien la ayude a preparar la cena —deja, ya haré yo las tortillas— y quien se siente junto a ella y los niños a ver un vídeo —nadie en contra de Tom y Jerry—, ni que sea él quien se asome de puntillas luego —estás rendida, ya voy yo, no te muevas— a apagar las luces de los dos cuartos, tras comprobar que mis niños se han dormido con un Tintín en las manos que se deslizó sin sobresalto hasta el suelo o con un muñeco sobre la almohada al que asfixiará el diminuto abrazo de los sueños simples.


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