Pero en aquella habitación del hotel que, según creo, había sido en tiempos el Sevilla-Biltmore, o se erigía donde se había erigido éste muchos años antes (pero puede que no, no sé bien, ni sé apenas nada de la historia de Cuba, pese a proceder de La Habana en un cuarto), mi tendencia no era la de descansar ni desentenderme del murmullo de la habitación vecina, como por ejemplo sí lo había sido antes, al oír el otro murmullo más generalizado de los habaneros pasando por sus calles delante de mi balcón, sino que, por el contrario, me di cuenta de que sin quererlo estaba muy alerta y, como suele decirse, con el oído puesto, y de que para lograr entender algo necesitaba silencio absoluto, sin tintineo de vasos ni ruido de sábanas ni mis propios pasos entre el cuarto de baño y la habitación ni el grifo del agua abierto. Ni tampoco, por supuesto, la voz debilitada de Luisa, aunque no fuera mucho lo que decía ni buscara mantener conmigo una conversación en regla. Nada impide oír tanto como estar oyendo a la vez dos cosas, dos voces; nada impide tanto entender como la simultaneidad de dos o más personas que hablan sin guardar su turno. Por eso quería que se durmiera Luisa, no sólo por su propio bien y para que se curara, sino sobre todo para poder dedicarme con todas mis facultades y experiencia interpretativas a escuchar lo que debía estarse diciendo en aquel murmullo de Miriam y el hombre del brazo zurdo.
Lo primero que por fin oí nítidamente fue en tono de exasperación, como quien repite por enésima vez algo que no cree o no comprende o no acepta quien lo ha escuchado todas las veces. Era una exasperación mitigada, consuetudinaria, y por eso la voz no gritaba, sino que susurraba, la voz del hombre. 'Te digo que mi mujer se está muriendo.' Miriam respondió al instante, asimismo contagiada de la exasperación en que ambos, corregí en seguida, debían de estar instalados perpetuamente, al menos cuando estuvieran juntos: sus frases y la primera del hombre formaron un grupo que de pronto capté sin apenas esfuerzo. Tero no se muere. Se está muriendo pero no se muere desde hace un año. Mátala tú de una vez, tienes que sacarme de aquí.'
Hubo un silencio, y no supe si era porque él callaba o porque había bajado la voz aún más para responder a la petición de Miriam, que quizá no era consuetudinaria.
'¿Qué quieres, que la ahogue con una almohada? Yo no puedo hacer más de lo que estoy haciendo, ya es bastante. La estoy dejando morir. No estoy haciendo nada por ayudarla. La estoy empujando. No le doy algunas de las medicinas que le manda el médico, no le hago caso, la trato sin el menor afecto, le doy disgustos y motivos de sospecha, le quito las pocas ganas de vivir que le queden. ¿No te parece suficiente? No tiene sentido dar ahora un paso en falso, ni que me divorcie, alargaríamos las cosas al menos un año, y en cambio ella puede morirse en cualquier momento. Hoy mismo puede estar muerta. ¿No te das cuenta de que ese teléfono puede sonar ahora mismo para dar la noticia?' El hombre hizo una pausa, y añadió en otro tono, como si lo dijera incrédulo y medio sonriéndose, involuntariamente: 'A lo mejor ya está muerta. No seas imbécil. No seas impaciente'.
La mujer tenía acento caribe, es de suponer que cubano, aunque mi mayor referencia al respecto (los cubanos no han acudido mucho a las reuniones internacionales) sigue siendo mi abuela, y mi abuela había salido de Cuba en el 98 con toda su familia y con pocos años, y, según decía cuando recordaba su infancia, había mucha diferencia entre los acentos de la isla: ella, por ejemplo, sabía reconocer a los de la provincia de Oriente y a un habanero y a uno de Matanzas. El hombre, en cambio, tenía mi acento, un castellano de España o más bien de Madrid, neutro, correcto, como el que adoptaban antiguamente los dobladores de las películas o todavía tengo yo mismo. Aquella conversación era casi rutinaria, debía de variar solamente en los detalles, Miriam y el hombre la habrían mantenido un millar de veces. Pero para mí era nueva. 'No he sido impaciente, llevo mucho teniendo paciencia y ella no se muere. Le das disgustos, pero de mí tú no le hablas, y ese teléfono no suena nunca. ¿Cómo sé yo que se está muriendo? ¿Cómo sé yo que no es todo mentira? Yo nunca la he visto, no he estado en España, ni siquiera sé si estás casado o es todo un engaño tuyo, A veces creo que tu mujer no existe.'
'Ah ya. ¿Y mis papeles? ¿Y las fotos?', dijo el hombre. Su acento era como el mío pero su voz muy distinta. La mía es grave y la suya era aguda, casi un poco chillona dentro de los susurros. No parecía la voz adecuada para un hombre velludo, sino la de un cantante del tipo frágil, que no se esfuerza en absoluto por variar su timbre natural o artificial cuando habla, es perjudicial hacerlo. Su voz era como una sierra.
'¡Yo qué sé las fotos! Pueden ser de tu hermana, de cualquier persona, de tu amante, yo qué sé si tienes otra. Y a mí de papeles tú no me hables. Ya no me río de ti. Tu mujer lleva un año muriéndose para mañana mismo, que se muera de una vez o déjame en paz.'
Esto es más o menos lo que decían, en la medida en que lo recuerdo y sé transcribirlo. Luisa parecía estar adormilada y yo me había sentado a los pies de la cama, con los míos en el suelo, la espalda recta y sin apoyo, velándola, un poco tenso para no hacer ruido (los muelles, mi respiración, mi propia ropa). Me veía en el espejo de la pared divisoria, es decir, me veía si quena mirarme, porque cuando uno escucha muy atentamente no ve nada, como si cada sentido forzado al máximo casi excluyera el ejercicio de los otros. Si miraba también veía el bulto de Luisa bajo las sábanas, acurrucada a mi espalda, o, mejor dicho, sólo la superficie del bulto, lo único que, al estar ella echada, aparecía en el campo visual del espejo de medio cuerpo. Para verla más, su cabeza, tenía que incorporarme. Tras esa última frase de Miriam me pareció oír (pero quizá ya tenía elementos para imaginarme lo que no veía y no oyera) que se levantaba airada y daba una o dos vueltas por la habitación, sin duda igual que la nuestra (como si quisiera marcharse pero aún no pudiera y esperara algo, la disipación de su propio enfado), pues me llegó el crujido de la madera pisada: si era así, se había descalzado en efecto, no eran golpes de cascos sino rumor de talones y dedos, quién sabía si estaba desvestida, si no se habían desnudado ambos mientras yo aún no oí nada, si habían iniciado sus efusiones y las habían interrumpido o dejado a medias para hablar con la exasperación que les era propia y consuetudinaria. Una pareja, pensé, que depende y vive de sus obstáculos: una pareja que se deshará cuando ya no los haya, si es que no la deshacen antes esos mismos obstáculos tan fatigosos y prolongados, que sin embargo tendrán que alimentar y cuidar y procurar hacer eternos, si ya les ha alcanzado el momento de no poder pasarse sin ti y sin mí, o sin el uno el otro.
'¿De verdad quieres que te deje en paz?'
No hubo respuesta o no se la aguardó lo bastante, porque entonces, más firme pero siempre en susurros que sonaban hirientes, continuó la sierra:
'Di, ¿eso es lo que quieres? ¿Que no te llame más cuando venga? ¿Que no sepas que he llegado y estoy aquí, ni cuándo? ¿Que pasen dos meses y luego tres y otros dos y en medio no me encuentres ni me veas ni sepas nada de mí, ni si mi mujer ya ha muerto?'
El hombre debió levantarse también (no sé si de la cama o de una butaca) y acercarse a donde ella estaba, de pie, probablemente no desnuda, sólo descalza, nadie se queda desnudo en medio de una habitación más que unos segundos, o si va de camino a otro sitio y se para, al cuarto de baño o a una nevera. Aunque haga mucho calor. Hacía mucho calor. La voz del hombre continuó, ahora con más calma y quizá por eso ya sin susurro, siempre impostada como la de un cantante que la está midiendo hasta cuando discute; también era aguda en tono normal, definitivamente, vibrada como la de un predicador o un cantor de góndola.