'Yo soy tu esperanza, Miriam. Llevo siéndolo un año y nadie puede pasarse sin su esperanza. ¿Tú crees que vas a encontrar otra tan fácilmente? Desde luego no en la colonia, nadie se va a meter dentro de donde yo ya he estado.'

'Eres un hijo de puta, Guillermo', dijo ella. 'Piensa lo que quieras, tú verás.' Los dos se habían contestado con celeridad, tal vez Miriam había acompañado su frase de algún gesto ignoto de su brazo expresivo. Y de nuevo hubo un silencio, el silencio o la pausa necesarios para que quien ha insultado pueda retroceder y congraciarse sin retirar el insulto ni pedir perdón, cuando hay mutuo abuso lo dicho acaba por diluirse solo, como las disputas entre hermanos cuando aún son pequeños. O bien se acumula, pero siempre queda para más tarde. Miriam debía de estar pensando. Debía de pensar lo que sabría de sobra y habría pensado santísimas veces y lo mismo que yo pensaba, aunque yo no supiera nada ni contara con los antecedentes. Yo pensaba que el hombre Guillermo llevaba razón y tenía la sartén por el mango. Pensaba que a Miriam no le quedaba más que seguir esperando y hacerse cada vez más imprescindible por cualquier medio, aunque fuera fraudulento y procurar insistir lo menos posible, desde luego no volver a ordenar o exigir la muerte violenta de aquella mujer que se hallaba en España enferma y no estaba al tanto de lo que acontecía en La Habana cada vez que su marido diplomático o industrial o quizá comerciante se trasladaba allí para sus negocios o sus misiones. Pensé que Miriam también podía tener razón en sus sospechas y quejas, que todo fuera un engaño y no existiera esa esposa en España, o bien sí la hubiera, pero estuviera sanísima e ignorara que ante una desconocida mulata de otro continente ella fuera una moribunda de quien se aguardara y deseara la muerte, por cuya muerte tal vez se rezara o aún peor, cuya muerte, en ese otro extremo del mundo, se anticipara con el pensamiento y con la palabra, o se acelerara.

No sabía de qué parte ponerme, porque cuando uno asiste a una discusión (aunque no la vea y sólo la oiga: cuando uno asiste a algo y empieza a saberlo) no puede permanecer casi nunca del todo imparcial, sin sentir simpatía o antipatía, animadversión o piedad por uno de los contendientes o por un tercero del que se habla, la maldición del que ve u oye. Me di cuenta de que no lo sabía por la imposibilidad de saber la verdad, la cual, sin embargo, no siempre me ha parecido determinante a la hora de tomar partido por las cosas o por las personas. Quizá el hombre había enredado a Miriam con falsas promesas cada vez más insostenibles, pero también cabía la posibilidad de que no, y de que ella, en cambio, no quisiera a Guillermo más que para salir del aislamiento y de la escasez, de Cuba, para mejorar, para casarse o más bien estar casada con él, para no seguir ocupando su propio lugar y ocupar el de otra persona, el mundo entero se mueve a menudo sólo para dejar de ocupar su lugar y usurpar el de otro, sólo por eso, para olvidarse de sí mismo y enterrar al que ha sido, todos nos cansamos indeciblemente de ser el que somos y el que hemos sido. Me pregunté cuánto tiempo llevaría casado Guillermo. Yo llevaba casado nada más dos semanas, y lo último que quería era que Luisa muriese, al contrario, era justamente esa amenaza traída por su enfermedad momentánea lo que hacía un rato me había provocado angustia. Lo que estaba oyendo al otro lado de la pared no contribuía a tranquilizarme, o a despejar mis malestares que, bajo diferentes formas, como ya he dicho, me rondaban desde la ceremonia. Aquella conversación espiada estaba agudizando mi sensación de desastre, y de pronto me miré a propósito en el espejo mal iluminado que tenía delante, la única luz encendida le quedaba lejos, con las mangas de mi camisa arremangadas, mi figura sentada en penumbra, un hombre aún joven si me miraba con benevolencia o retrospectivamente, con la voluntad de reconocer al que había ido siendo, pero casi de mediana edad si me miraba con anticipación o con pesimismo, adivinándome para dentro de muy poco más tiempo. Al otro lado, más allá del ensombrecido espejo, había otro hombre con quien una mujer me había confundido desde la calle y que tal vez, por tanto, guardaba conmigo cierta semejanza, podía ser un poco más viejo, por eso o por lo que fuera llevaría casado más tiempo, el suficiente, pensó, para querer la muerte de su esposa, para empujarla a ella, como había dicho. Aquel hombre habría tenido, cuando quiera que hubiese sido, su viaje de novios, la misma sensación de inauguración y término que tenía yo ahora, habría empeñado su futuro concreto y perdido su futuro abstracto, hasta el punto de necesitar buscarse él también su propia esperanza en la isla de Cuba, adonde iba con frecuencia por su trabajo. También Miriam era la esperanza de él, alguien de quien ocuparse, alguien por quien preocuparse y temer y a quien tener miedo acaso (no olvidaba el gesto del asimiento, la garra, cuando ese gesto había estado dirigido a mí, 'Eres mío', 'Voy por ti', 'Ven acá', 'Estás en deuda', 'Yo te mato'). Me miré en el espejo y me incorporé un poco, para que mí rostro quedara mejor alumbrado por la distante luz de la mesilla de noche y mis rasgos no se me aparecieran tan sombríos, tan umbrosos, tan sin mí pasado, tan cadavéricos; y al hacerlo entró en el campo visual de ese espejo la cabeza de Luisa más iluminada por su cercanía a la lámpara, y vi entonces que tenía los ojos abiertos y como idos, con el dedo pulgar rozándose los labios, acariciándoselos, un gesto frecuente entre los que escuchan, o en ella cuando lo hace, Al ver que la estaba viendo reflejada, cerró los ojos inmediatamente e inmovilizó el pulgar, como sí quisiera que yo siguiera creyendo que estaba dormida, como sí no deseara dar ocasión a que ella y yo habláramos ahora ni luego sobre lo que ambos —lo descubría ahora— habíamos oído decir al compatriota Guillermo y a la blanca mulata Miriam. Pensé que el malestar que yo experimentaba lo debía de sentir ella aún más, redoblado (una mujer que aspiraba a esposa, una esposa que aspiraba a muerta), hasta el punto de preferir que cada uno escuchara por su cuenta, a solas, no juntos, y cada uno guardara para sí, inexpresados, los pensamientos o los sentimientos que nos suscitaban la conversación contigua y la situación que se desprendía de ella, e ignorara los del uno el otro tal vez los mismos. Eso me hizo sospechar al instante que quizá, en contra de lo que parecía (se la había visto tan contenta durante la ceremonia, me manifestaba su ilusión sin reservas, estaba disfrutando tanto del viaje, le había dado tanta rabia desaprovechar una tarde de turismo y paseo en La Habana por culpa de su indisposición), también ella se sentía amenazada e inquieta por la pérdida de su futuro, o por su alcanzamiento. Entre nosotros no había abuso, y por tanto cuanto decíamos, cuanto dijéramos o discutiéramos o pudiéramos reprocharnos (cuanto nos ensombreciera), no iba a diluirse por sí solo o tras un silencio, sino que iba a tener su peso, iba a influir en lo que siguiera, en lo que fuera a pasarnos (y tenía que pasarnos aún medía vida unidos); y del mismo modo que yo me había abstenido de formular cuanto estoy formulando ahora (mis presentimientos desde la boda y más tarde), veía que Luisa cerraba los ojos para que yo no pudiera hacerla partícipe de mis impresiones respecto a Guillermo y Miriam y la mujer española enferma, ni ella a mí de las suyas. No era desconfianza ni falta de compañerismo ni ganas de ocultamiento. Era simplemente instalarse en el convencimiento o superstición de que no existe lo que no se dice. Y es verdad que sólo lo que no se dice ni expresa es lo que no traducimos nunca.

Mientras me hacía estas reflexiones (pero fueron muy rápidas) y miraba durante unos segundos (pero fueron prolongados, no sé si minutos) la cabeza de Luisa a través del espejo y veía que persistía en mantener cerrados los ojos que habían estado abiertos y meditativos, perdí la noción del tiempo y la atención momentáneamente (miraba, luego no oía), o tal vez Guillermo y Miriam siguieron callados e hicieron de esa pausa una reconciliación sin palabras, o bien bajaron tanto la voz que ya no eran susurros cortantes en lo que hablaban, sino cuchicheos del todo inaudibles desde mi lado del muro. Volví a prestar oído, y durante un rato no oí nada, no se oía nada, incluso me pregunté si en aquellos instantes de distracción mía habrían salido del cuarto sin que yo lo advirtiera, quizá habían decidido hacer una tregua para bajar a comer algo puede que su cita original hubiera sido para eso tan sólo y no para verse arriba. No pude evitar pensar que su reconciliación sin palabras, de darse, tendría que ser asimismo una reconciliación sexual, pues cuando hay mutuo abuso los sexos son a veces lo único reconciliable, y que quizá estaban de pie y vestidos en el centro de la habitación, idéntica a la mía, donde se habrían encontrado antes de que Miriam dijera lo último que le había escuchado, 'Eres un hijo de puta, Guillermo' lo habría dicho descalza. Las piernas tan fuertes de ella, pensé, podían aguantar largo rato de pie, cualquier acometida sin flaquear ni retroceder ni buscar apoyo, al igual que habían esperado en la calle hincadas como navajas, ahora ya no se preocuparía por los pliegues rebeldes de su falda si la tenía aún puesta, la falda toda pliegue ahora y por fin olvidado el bolso o la falda sobre una silla. No sé, no se oía nada, ni respiraciones, y por eso, con mucho tiento pero en realidad no tanto porque ya sabía que Luisa estaba despierta y en todo caso fingiría seguir dormida, me levanté de los pies de la cama y salí de nuevo al balcón. Ahora ya era noche también horaria y los habaneros estarían cenando, las calles que se divisaban desde el hotel estaban casi vacías, menos mal que Miriam no seguía aguardando abandonada por todos. La luna era pulposa y no corría el aire. Estábamos en una isla, en otro extremo del mundo del que yo procedía en un cuarto; el sitio en que se había consolidado todo lo nuestro y en que viviríamos juntos, Madrid, nuestro matrimonio, quedaba muy lejos, y era como si esa lejanía del lugar que nos había unido nos separara también un poco a nosotros en nuestro viaje de novios, o quizá era que nos alejábamos porque no compartíamos lo que para ninguno era un secreto y sin embargo se estaba convirtiendo en uno por no compartirlo. La luna era pulposa y» misma. Quizá desde lejos se puede desear y acelerar la muerte de quien nos es tan próximo, pensé acodado. Quizá hacerlo a distancia, planearla a distancia, lo convierte en un juego y una fantasía, y son todas admisibles, las fantasías. No lo son los hechos, para los que no hay enmienda ni vuelta atrás, sólo ocultamiento. Para las palabras oídas ni siquiera eso, sino a lo sumo olvido con suerte.


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