—Me gustaría saber de quién fue la idea de criar pollos a partir de los huevos...

—Mía —contestó Porvenir.

—Hum... Ya veo... ¿Y por qué, si se puede saber? ¿Dónde aprendió usted las propiedades del rayo?

—Bueno, asistí a su conferencia.

—¡Todavía no he hecho nada con huevos! ¡Sólo estoy preparándome para hacerlo!

—¡Funcionará, juro que funcionará a la perfección! —gritó súbitamente Porvenir con convicción—. ¡Su rayo es tan famoso! Y usted puede hacer surgir elefantes con él, no ya pollos.

—Dígame —dijo Persikov—, usted no es zoólogo, ¿verdad que no? Lástima... Sería un muy audaz experimentador... Sí... Pero corre el riesgo de acabar... con... Y me está haciendo perder el tiempo...

—Le devolveremos sus cámaras.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como críe el primer grupo.

—Habla usted con mucha confianza. Muy bien. ¡Pankrat!

—Traigo hombres conmigo —dijo Porvenir—, y guardias...

Por la tarde, la oficina de Persikov había quedado desmantelada y desolada. Sobre las mesas no se veía ningún objeto. Los hombres de Porvenir se habían llevado las tres cámaras grandes, dejando al profesor sólo la primera, la cámara pequeña de su propiedad, en la que había comenzado sus primeros experimentos.

En aquel crepúsculo de agosto, el Instituto se volvió gris; la tristeza y soledad fluctuaban por los corredores. Se oía el monótono ruido de unas pisadas en el estudio; Persikov se paseaba desesperadamente por la habitación, de la puerta a la ventana... Tenía lugar un extraño fenómeno: una inexplicable sensación de decaimiento se había abatido sobre el edificio y sus habitantes, tanto humanos como animales.

Sonó la campana del estudio de Persikov. Pankrat apareció en el umbral. Llevaba consigo una extraña fotografía. Perdido y solitario, el científico siguió sin inmutarse en el centro de la habitación y miró las mesas vacías. Pankrat tosió y permaneció inmóvil.

—Aquí, Pankrat —dijo Persikov señalando una de las mesas.

Pankrat se asombró. Le pareció qué los ojos del profesor brillaban en la oscuridad bañados en lágrimas. Era extraordinario y, a la vez, terrible.

—Ya sabes, mi buen Pankrat —continuó Persikov, volviéndose hacia la ventana—, que mi mujer... me abandonó hace quince años por un tenor... y ahora se dice que ha muerto... Qué historia, querido Pankrat... Me han enviado una carta...

Los sapos clamaron lastimeramente y pareció como si el crepúsculo envolviese al profesor. Pankrat, confundido y acongojado, se estaba con las manos caídas, rígido de miedo.

—Vaya, Pankrat —dijo pesadamente el profesor al tiempo que hacía una señal con la mano—, váyase a dormir ya.

8

VERDADERAMENTE, el mes que mejor sienta al campo es agosto, y sobre todo en la provincia de Smolensko. El verano de 1928, como es sabido, fue uno de los más agradables, ya que las lluvias de primavera habían llegado en su justo momento, el sol era caliente y despejado y se preveía una excelente cosecha. El hombre cambia cuando se halla en contacto con la naturaleza. E incluso Alexander Semionovich habría parecido menos antipático aquí que en la ciudad. Ya no llevaba el detestable abrigo de cuero. Su cara estaba bronceada por el sol; su camisa indiana, desabrochada, ponía de manifiesto un pecho cubierto por densos pelos negros; sus piernas estaban envueltas en pantalones de lona; y, además, sus ojos parecían más apacibles y amables.

Alexander Semionovich bajó rápidamente los escalones del pórtico de columnas sobre el que había puesto un rótulo que ostentaba las siguientes palabras:

«El Rayo Escarlata»

«Sovjós»

Una vez en el patio, se dirigió hacia el camión que le había traído, bajo guardia, dos cámaras oscuras. Todo el día estuvo Alexander Semionovich atareado con sus asistentes, acomodando las cámaras en el antiguo invernadero de los Sheremetyev. Al atardecer todo estaba listo. Una polvorienta bombilla blanca brillaba bajo el techo de cristal; las cámaras habían sido armadas sobre ladrillos, y el técnico que había llegado con las cámaras oprimió y dio la vuelta a los brillantes contactos y encendió el rayo rojo enfocándolo sobre el suelo de amianto.

Alexander Semionovich se movía nervioso de un lado a otro e incluso subió él mismo a la escalera para inspeccionar el tendido de los hilos.

Al día siguiente volvió el camión y trajo tres grandes cuévanos hechos de excelente madera contrachapada y cubiertos de yeso, con etiquetas y avisos en alemán y en letras blancas sobre fondo negro:

«¡Vorsicht: Eier!» («Cuidado: huevos».)

—Pero ¿por qué habrán enviado tan pocos? —se preguntaba Alexander Semionovich.

Sin embargo, se aplicó inmediatamente a desempaquetar los huevos. La labor fue llevada a cabo en el mismo invernadero con la participación de todos: el mismo Alexander Semionovich, su esposa, Manya, una mujer de extraordinario volumen, el antiguo jardinero tuerto, que servía de ordinario en el sovjós en la universalizada calidad de vigilante, el guarda, condenado a vivir en el sovjós, y la chica de servicio, Dunia. Aquello no era Moscú y todo resultaba más sencillo y amistoso. Alexander Semionovich dirigía el trabajo y miraba los cuévanos como si fuesen algo a lo que tuviese gran cariño.

—Con cuidado, por favor —pidió al guarda—, con cuidado. ¿Se da cuenta? iTenemos huevos aquí!

Los huevos habían sido empaquetados perfectamente bien: bajo la tapa de madera venía una capa de papel parafinado; luego, otra de papel absorbente; a continuación iba una espesa capa de virutas de madera; finalmente, aserrín, entre el que aparecían los blancos contornos de los huevos.

—Empaquetado extranjero —dijo admirado Alexander Semionovich mientras removía el aserrín—. No como hacemos nosotros las cosas. Manya, ten cuidado, los vas a romper.

—Pareces tonto, Alexander Semionovich —contestó su mujer—. Imagínate, una joya semejante... Como si nunca hubiera visto huevos. ¡Oh...! ¡Qué grandes!

—Eso es Europa —dijo Alexander Semionovich depositando los huevos sobre la mesa de madera—. ¿Acaso esperabas recibir nuestros pequeños y moteados huevos de pájaro? No entiendo, sin embargo, por qué están sucios —dijo reflexivamente—. Manya, ocúpate de todo. Haz que sigan desembalándolos: voy a telefonear.

Aquella misma tarde sonó el teléfono en la oficina del Instituto Zoológico. El profesor Persikov acudió al aparato.

—¿Sí? —dijo.

—Llamada de larga distancia, un momento —contestó por el sibilante receptor una voz de mujer.

—Diga, escucho —repuso el profesor Persikov sobre la negra boca del teléfono.

Hubo algunos tecleos y chasquidos y, luego, una voz masculina habló ansiosamente al oído del profesor:

—¿Deben lavarse los huevos, profesor?

—¿Qué? ¿De qué se trata? ¿Qué pregunta usted? —gritó Persikov irritado—. ¿Quién está al habla?

—Desde Nikolsky, provincia de Smolensko —contestó el aparato.

—No sé de qué está hablando. ¿Quién es usted?

—Porvenir —afirmó el receptor con decisión.

—¿Porvenir? Ah, sí... es usted... bueno, ¿qué pasa?

—Si han de lavarse... Me han enviado del extranjero un cargamento de huevos...

—¿Y bien?

—Parecen algo babosos.

—Qué absurdo... ¿Cómo pueden estar «babosos»? Bueno, claro, pueden tener algo de... quizá haya un poco de excremento sobre ellos...

—¿De modo que no han de ser lavados?

—¡Claro que no! Así que ¿ya está dispuesto a llenar las cámaras con ellos?

—Lo estoy —repuso el teléfono.

—Hum... —dijo Persikov con un bufido.

—Han colgado, señor —dijo una voz femenina.

El receptor tecleó y quedó definitivamente en silencio.

—¡Han colgado! —imitó Persikov con odio. Se volvió entonces al profesor asistente Ivanov—. Imagínese, Piotr Stepanovich, que es posible que el rayo produzca el mismo efecto en el deuteroplasma del huevo de gallina que en el plasma de los anfibios. Es probable pues, que las gallinas salgan del cascarón, pero ni usted ni yo podemos decir qué clase de gallinas serán. O quizá no sirvan para nada. Quizá se mueran en un día o dos. ¡Quizá, incluso, no resulten comestibles!


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: