—Muy cierto —agregó Ivanov.

—¿Puede usted garantizar, Piotr Stenanovich, qué podrán traer al mundo las generaciones frituras?

—Nadie podría hacerlo —agregó Ivanov.

—¡Qué temeridad! —Persikov se encendió más aun—. ¡Qué insolencia! ¡Y me han ordenado que le dé instrucciones a ese bribón!

Persikov señaló el papel que Porvenir había traído, el cual yacía aún sobre la mesa del instrumental.

—¿Y cómo puedo instruir a ese ignorante cuando ni siquiera yo sé algo sobre ese problema?

—¿Era imposible negarse? —preguntó Ivanov.

Persikov se puso lívido, cogió el papel y se lo enseñó a Ivanov. Este último lo leyó y sonrió con ironía.

—Y luego, fíjese... Esperé mi envío durante dos meses y aún no hay el menor rastro de él, mientras que ese tipo recibe al momento los huevos y consigue, en general, cualquier colaboración.

—No llegará a ningún sitio con eso, Vladimir Ipatievich. Y acabarán teniendo que devolverle las cámaras —auguró Ivanov, tranquilizador.

—Si por lo menos no tardaran demasiado... Están interrumpiendo mis experimentos —proseguía el científico con desánimo.

—Es cierto. Eso es lo peor de todo. Yo también lo tenía todo a punto.

—¿Llegaron los trajes aislantes?

—Sí, hoy.

Persikov se calmó un poco.

—Hum... Creo que lo haremos de la siguiente forma: cerraremos bien las puertas del cuarto de operaciones y, abriremos la ventana...

—Desde luego —agregó Ivanov.

—¿Tres «astronautas»?

—Sí, tres.

—Bien, eso le incluye a usted y a alguien más; quizá uno de los estudiantes. Le daremos el tercer casco.

—Tendremos que estar despiertos toda una noche —siguió Persikov—. Y, otra cosa, Piotr Stepanovich, ¿ha comprobado ya el gas? Nunca se sabe con ésos de la Buenos Químicos; han podido mandarnos cualquier porquería.

—No, no —dijo Ivanov moviendo las manos—. Hice un ensayo ayer. Debemos reconocérselo, Vladimir Ipatievich; se trata de un gas excelente.

—¿Sobre qué lo probó? —inquirió todavía el profesor.

—Sobre sapos corrientes. Se les envía una pequeña ráfaga y mueren al instante. ¡Ah! Vladimir Ipatievich; también tenemos que hacer otra cosa. Escribir a la GPU y pedir que nos envíen un revólver eléctrico.

—Pero yo no sé cómo se maneja...

—Yo lo llevaré conmigo —contestó Ivanov—. Solíamos practicar en el Klvazma para divertirnos... Había un empleado de la GPU que vivía enfrente... Buena cosa. Extraordinaria, silenciosa y mata cabalmente a una distancia de cien pasos Solíamos disparar mientras había grajos... Creo que ni siquiera vamos a necesitar el gas.

—Hum... Inteligente idea... Mucho. —Persikov se fue a un rincón de la habitación, descolgó el teléfono y graznó—: Dígame, ¿cómo ha dicho que se llama...? Lubyanka...

9

LOS días eran insoportablemente calurosos. Se podía ver incluso el calor sobre los campos, de tan denso. Y las noches eran mágicas, llenas de misterio, verdes Al claro de luna era posible leer el Izvestiasin dificultad, con excepción de la columna de ajedrez. Pero, naturalmente, nadie lee el Izvestiaen semejantes noches... La criada, Dunia, se dirigió, paseando, hacia el soto que había detrás del sovjós. Y, casualmente, el mostachudo chófer del pequeño y desvencijado camión del sovjós se encontraba allí. Una lámpara alumbraba la cocina donde cenaban dos de los jardineros. Y la señora Porvenir, sentada en la balaustrada y luciendo un vestido blanco, soñaba mientras contemplaba la radiante luna.

A las diez de la noche, cuando se habían extinguido todos los ruidos del cercano pueblo de Kontsovka, resonaron en el idílico paisaje los delicados ecos de una flauta. Es imposible expresar lo apropiados que resultaban para la estampa que formaban las antiguas columnas del palacio de los Sheremetyev La frágil Lisa del Pique Dame unió su voz en un dúo con el apasionado Polina de la flauta, y la melodía fue flotando hasta el empinado camino del claro de luna como un fantasma del antiguo régimen, pero tan estremecedoramente encantador que incluso lograba hacer saltar las lágrimas.

Los matorrales seguían en completo silencio, y Dunia, fatal como una ninfa tallada, escuchaba con la cara contra la masculina mejilla, rasposa y rojiza, del chofer.

—Toca bien, ese pillo —dijo este último mientras estrechaba con su viril brazo la cintura de la doncella.

El ejecutante era el mismo director del sovjós, Alexander Semionovich Porvenir, y, a decir verdad, tocaba extraordinariamente bien.

La música que flotaba sobre las hojas y los matorrales del parque se vio súbitamente acompañada de un ruido que alteró su melodía. Los perros de Kontsovka, que por lógica tenían que estar ya dormidos a esa hora, rompieron de pronto en un ensordecedor coro de ladridos que se convirtió, gradualmente, en un angustiado aullido general. Extendiéndose y creciendo resonó sobre los campos, y ahora era contestado por un chirriante concierto a mil voces por parte de las ranas de todas las charcas. Todo esto fue tan misterioso que por un momento pareció que la tranquila noche se había excitado repentinamente.

Alexander Semionovich dejó su flauta y saltó por encima la baranda.

—¡Manya! ¿Oyes? Esos malditos perros... ¿Qué crees que puede ser lo que los ha puesto tan frenéticos?

—¿Y cómo voy a saberlo? —contestó mientras alzaba la vista para mirar a la luna.

—Mira, Manechka, vamos a echar una mirada a los huevos —sugirió Alexander.

—Realmente, Alexander Semionovich, estás chalado por completo con tus huevos y tus pollos. ¡Descansa un poco!

—No, Manechka, vamos.

Una luz muy viva se encendió en el invernadero Dunia llegaba en aquel momento, con la cara sonrojada y los ojos brillantes. Alexander Semionovich levantó poco a poco los cristales de observación y todos se asomaron expectantes a las cámaras. En el suelo de amianto, los huevos, con manchas color rojo encendido, yacían en filas iguales; las cámaras estaban en silencio mientras la bombilla de 15.000 voltios silbaba mansamente sobre las cabezas de los presentes.

—¡Ah, qué cantidad de pollitos sacaré de aquí! —exclamó Semionovich con entusiasmo.

—Sabe usted, Alexander Semionovich —dijo Dunia, sonriendo—; los campesinos de Kontsovka dicen que usted es el Anticristo y que ésos son huevos diabólicos, y que, según comentan, es un pecado empollar huevos con máquinas. Hablaron de matarle.

Alexander Semionovich se sobresaltó y miró a su mujer. Se le había puesto la cara amarilla.

—Bueno, ¿qué te parece eso? ¡Nuestra gente! ¿Qué se puede hacer con gente así? Manechka, tendremos que convocarlos a un mitin... Mañana llamaré a algunos trabajadores del partido del distrito. Yo mismo me encargaré de dar una charla. Tenemos que intentar arreglar esto... Un número elevado de parroquianos...

—Mentes oscuras —dijo el guarda, sentado sobre su abrigo a la puerta del invernadero.

10

EL día siguiente estuvo marcado por los más extraños e inexplicables sucesos. Por la mañana, cuando el sol brillaba sobre el horizonte, los bosques, que generalmente saludaban al día con el alto e incesante gorjear de los pájaros, se mantuvieron en absoluto silencio. Todos pudieron darse cuenta de ello. Era como si una tormenta estuviera a punto de estallar, aunque no había señales de que fuera a ocurrir tal cosa. Las conversaciones en el sovjós asumieron un tono ambiguo y poco usual, muy molesto para Alexander Semionovich, especialmente porque el viejo campesino de Kontsovka apodado Bocio de Cabra, conocido camorrista y sabelotodo, había hecho correr el rumor de que todos los pájaros se habían reunido en bandadas y habían marchado de Sheremetyev volando hacia el norte, lo cual era, simplemente, estúpido. Alexander Semionovich, apuradísimo, estuvo todo el día telefoneando al pueblo de Grachevka, de donde, finalmente, obtuvo la promesa de que le enviarían varios oradores al sovjós, en el espacio de un día o dos, para informar a los campesinos sobre dos asuntos: la situación internacional y la cuestión de la Compañía de Buenas Aves.


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