El sol empezaba a hacerse insoportable cuando la mansión de color blanco destelló entre el verdor de la colina que dominaba los meandros del río Top. Un silencio mortal reinaba en la escena. La moto cruzó como un rayo el puente y Politis tocó el claxon para que alguien saliera Pero nadie respondió, si exceptuamos a los frenéticos perros de Kontsovka. Dejándose ir, la motocicleta llegó a las puertas guardadas por varios leones de bronce, verdosas por el tiempo y el abandono Los agentes, polvorientos, se apearon, haciendo bailar sus polainas amarillas. Amarraron con cadena y candado la moto contra la misma puerta de hierro y entraron en el patio. El silencio absoluto les sorprendió.

—Hola, ¿no hay nadie aquí? —llamó Shchukin en voz alta.

Al no responder nadie, los agentes dieron la vuelta al patio con creciente asombro. Politis arrugó el ceño. En cuanto a Shchukin, empezó a ponerse más y más serio frunciendo sus pobladas cejas. Miraron por la ventana de la cocina y vieron que se hallaba vacía, pero todo el suelo estaba lleno de pedacitos de porcelana blanca.

—Aquí ha tenido que pasar algo de veras. Ahora estoy seguro. Alguna catástrofe —dijo Politis.

—¡Maldita sea! —gruñó Shchukin—. ¡No ha podido tragárselos a todos a la vez! A no ser que se hayan ido. Vamos adentro.

La puerta de la mansión estaba abierta de par en par y el interior se hallaba completamente desierto. Los agentes subieron hasta el entresuelo llamando por todas partes y abriendo todas las puertas. Pero, al no descubrir nada en absoluto, volvieron al patio por el pórtico vacío.

—Vamos a la parte de atrás. Miraremos en el invernadero —planeó Shchukin—. Buscaremos allí y luego llamaremos por teléfono.

Los agentes se encaminaron hacia el patio posterior por entre los macizos de flores que había a los lados de un pavimentado pasillo, y, al llegar, vieron las brillantes ventanas del invernadero.

—Espera un momento —susurró Shchukin, sacando el revólver. Politis, expectante y tenso, quitó el seguro a su ametralladora.

Un extraño ruido llegó del invernadero y más concretamente de su parte trasera. Era como el silbido de una locomotora. Zau... zau... zau... s-ss..., silbaba.

—Vigila con cuidado —dijo Shchukin.

Y, esforzándose en andar sin hacer ruido, los agentes llegaron de puntillas hasta las ventanas y miraron al interior del jardín abierto.

Politis dio instantáneamente un salto hacia atrás y su cara adquirió un tinte palidísimo. Shchukin abrió la boca y se quedó atónito, con el revólver en la mano.

Todo el invernadero bullía como un puñado de gusanos. Enrollándose y desenrollándose, silbando y estirándose, deslizándose y moviendo la cabezacomo si se tratara de un péndulo, enormes serpientes se arrastraban por el suelo del invernadero donde las cáscaras de huevos, rotas y esparcidas por el piso, crujían bajo su peso. En el techo había encendida una bombilla de gran potencia que bañaba el interior del local con extraño brillo. En el suelo yacían tres cajas negras parecidas a enormes cámaras fotográficas. Dos de ellas, que estaban inclinadas, eran oscuras; en la tercera resplandecía una pequeña pero fuerte luz escarlata.

Serpientes de todos los tamaños reptaban siguiendo la dirección de los cables eléctricos y se abrían paso a través de las aberturas del tejado. De la misma bombilla llegó a colgarse una serpiente negra de varios metros de longitud, con la cabeza oscilando como un péndulo de reloj frente a la misma luz. El silbido era acompañado por curiosos cascabeleos y chasquidos, y el invernadero difundía un apestoso y singular olor parecido al hedor del agua estancada. Los agentes también vieron montones de huevos dispuestos en los polvorientos rincones, un exótico pájaro gigante que yacía inmóvil junto a las cajas y el cadáver de un hombre con un rifle, próximo a la puerta.

—¡Atrás! —gritó Shchukin, y empezó a retroceder tirando de Politis con la mano izquierda y levantando el revólver con la derecha. Alcanzó a disparar nueve veces con el arma, que silbaba y lanzaba relámpagos verdosos.

Los ruidos del interior crecieron violentamente en respuesta al fuego de Shchukin: todo el ámbito hervía con frenético nerviosismo, y planas cabezas, rápidas como dardos, surgían de cada abertura. Por el sovjós resonó una larga serie de detonaciones y sobre los muros se reflejó el fulgor de los rayos que lanzaba la pistola eléctrica. Politis, siempre retrocediendo, disparó por fin su ametralladora. De pronto, ovó un extraño y pesado andar de cuadrúpedo a su espalda y, con un horrible grito, cayó al suelo. Una criatura verde pardusca parecida a un lagarto de gran talla, de patas aplanadas y torcidas hacia afuera, con un hocico enorme y puntiagudo y el espinazo sobresaliendo por toda la cola, se había aproximado desde la cochera y mordió con saña el pie del agente haciéndole caer.

—¡Socorro! —gritó Politis antes de que su mano izquierda desapareciera en la boca del animal.

Tratando en vano de levantar la derecha, arrastró su arma por el suelo. Shchukin se volvió y empezó a moverse, presa del nerviosismo, sin ver qué podría hacer. Disparó una vez, pero erró a propósito por miedo a herir a su compañero. Su siguiente disparo fue en dirección al invernadero, porque la cabeza de una enorme serpiente verdosa había surgido de entre las menores y se precipitaba hacia él. El disparo acabó con ella, y de nuevo, saltando y dando vueltas alrededor de Politis. medio muerto ya entre las fauces del enorme cocodrilo.

Shchukin intentó afinar la puntería tiara matar a la horrible bestia sin tocar a su compañero.

Finalmente lo consiguió. El revólver eléctrico abrió fuego dos veces lanzando su verde luz sobre el animal, que dio un salto, se estiró, quedó tieso y soltó a Politis. Pero ya la sangre salía por la boca y la mansa vacía del agente, que, apoyándose en su brazo derecho, trataba de arrastrar lo que quedaba de su pierna izquierda. Sus ojos se apagaban por momentos.

—Corre... Shchukin... —sollozó.

Shchukin hizo fuego varias veces en dirección al invernadero, rompiendo los cristales de varias ventanas. Y entonces, un enorme resorte, verde y sinuoso, saltó de una oquedad que se abría a su espalda, reptó por el patio, ocupándolo con su tremenda longitud, v, en un instante, se enrolló en las piernas de Shchukin. Este cayó al suelo y el brillante revólver fue a parar lejos de su alcance. Shchukin dio un terrible grito y abrió desmesuradamente la boca para coger aire antes de que los anillos le cubrieran totalmente, dejando sólo libre la cabeza. Uno de los círculos se deslizó sobre el cráneo, desgarrando el cuero cabelludo con su increíble potencia, y la cabeza crujió.

No se oyeron más tiros en el sovjós. Todo quedó anegado en el constante silbido. Como respuesta, el viento trajo de la lejanía los aullidos de Kontsovka. Pero se había hecho imposible distinguir si el aullido era de perros o de hombres.

11

LA oficina del periódico Izvestiaestaba potentemente alumbrada y el grueso redactor jefe se dedicaba a ordenar la segunda página, que contenía despachos de la «Unión de Repúblicas». Uno de los informes atrajo su atención, así que lo miró a través de sus anteojos de nariz y rompió a reír.

A continuación llamó a los correctores y a los de la compaginación y les enseñó una de las pruebas tipográficas. La fina lámina de papel humedecido llevaba las siguientes palabras:

« Grachevka, provincia de Smotensko. Una gallina del tamaño de un caballo y que coceaba con la fuerza de un semental ha sido vista en el distrito. En vez de cola tiene un manojo de plumas de adorno como los de las damas burguesas.»

Los correctores se rieron de buena gana.

—En mis tiempos —dijo el editor entre francas risotadas— cuando trabajaba para el Ruscove Novode Vania Sitin, algunos se emborrachaban hasta el punto de creer ver elefantes. Y los veían. Pero ahora parece que lo que ven son avestruces.


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