Los correctores volvieron a reír.
—Es verdad; debe ser un avestruz —dijo el compaginador—. ¿Vamos a sacarlo, Iván Vonifatievich?
—¿Habéis perdido el juicio? —preguntó el redactor—. Me pregunto cómo el secretario lo ha dejado pasar Está bien claro que este mensaje lo ha enviado un borracho.
—Debió coger una buena cogorza —expresaron los de la compaginación, y uno de ellos retiró de la mesa la noticia de la gran gallina.
Por consiguiente, el Izvestiaapareció al día siguiente con su contenido usual de interesantes noticias, pero ni una palabra sobre el avestruz de Grachevka.
El profesor asistente Ivanov, que leía Izvestiaregularmente y a fondo, dobló en su despacho el periódico, bostezó, comentó «nada de interés» y empezó a ponerse su bata blanca. Un poco más tarde los quemadores crepitaban en calma en su habitación, y las ranas comenzaban a croar. Pero en la oficina del profesor Persikov reinaba una notable agitación.
El asustado Pankrat estaba atento, con los brazos caídos como de costumbre.
—Entiendo... Sí, señor —asentía.
Persikov le tendió un sobre sellado con cera y dijo:
—Va a ir directamente al Departamento de Crianza de Ganado y le dice a ese chalado de director Fowlin-Hamsky que es un completo cochino. Hágale saber que lo he dicho yo, el profesor Persikov. Y déle este sobre.
Persikov se enfurecía por momentos.
—¡Malditos sean! ¡Ni siquiera saben lo que tienen entre manos! —se quejaba paseándose por el cuarto mientras se retorcía las manos enguantadas—. ¡Es ultrajante! ¡Una burla que me infieren a mí y a la zoología! Envían montones de esos condenados huevos de pollo durante meses, pero de lo que yo había cedido, ¡nada! ¡Como si estuviéramos tan lejos de América...! Eterna confusión, eterno sinsentido... —y empezó a contar con los dedos—: Veamos, diez días, todo lo más, para reunirlos... o, bueno, quince, ¡Incluso veinte! Luego, dos días para el viaje en avión; un día de Londres a Berlín.. Seis horas de Berlín a Moscú... ¡Increíbles chapuceros!
Agarró con furia el teléfono y se puso a llamar a alguien. Su oficina estaba lista para un misteriosísimo y altamente peligroso experimento. Sobre la mesa se veían hojas de papel preparadas para sellar las puertas, cascos de buzo con tubos para el aire y varios cilindros brillantes con la etiqueta de «Compañía de Buenos Químicos», «No tocar», y adhesivos de la calavera y las tibias cruzadas.
El profesor necesitó más de dos horas para calmarse y poderse ocupar de asuntos de menor importancia. Estuvo trabajando en el Instituto hasta pasadas las once de la noche, y por consiguiente no se enteró de nada de lo que acontecía al otro lado de las paredes color crema. Ni el absurdo rumor sobre extrañas serpientes que se estaban acercando a Moscú, ni el despacho de los periódicos de la tarde, anunciado a voz en cuello por los vendedores, habían alcanzado al sabio; el profesor asistente Ivanov estaba en el Teatro del Arte contemplando El zar Fiador loanovich, y no había nadie más susceptible de poderle llevar la noticia a Persikov.
Sobre la medianoche Persikov volvió a casa por la Prechistenka, y al llegar se acostó. Durmió bien. Moscú, vivo y hormigueante hasta muy entrada la noche, también dormía. Sólo permanecía en vela el enorme edificio gris de la Tverskaya que se estremecía por el bramar y, zumbir de las máquinas de prensa del Izvestia. La oficina del redactor jefe parecía un pandemónium. Iván Vonifatievich, furioso y con los ojos rojos, se movía nerviosamente de un lado a otro sin saber qué hacer y mandando a todo el mundo al diablo. El compaginador, despidiendo olor a vino, le seguía, diciendo:
—Pero bueno, no es tan terrible; siempre podemos publicar mañana un suplemento extra. Después de todo, ya no podemos sacar de prensa la edición...
Los de la compaginación y confección no se fueron a casa, sino que pululaban en bandadas y se reunían para leer los telegramas que llegaban cada quince minutos, cada uno más fantástico y terrorífico que el anterior. El puntiagudo sombrero de Alfred Bronsky apareció como un rayo cortando la luz rosada de la imprenta, y el grueso capitán Stepanov rechinaba y cojeaba nervioso. Las puertas de entrada se abrían continuamente, y, durante toda la noche, llegaron corriendo reporteros de todas partes. Los doce teléfonos de la habitación de prensa estaban ocupados; la central contestaba ya casi automáticamente «comunica» a cada nueva llamada, y los timbres sonaban y sonaban ante las despiertas telefonistas.
Los confeccionistas se reunieron en torno al gordo. Stepanov, y el antiguo capitán de navío les decía:
—Tendrán que enviar aviones lanzagases.
—Seguro —contestaban a coro los confeccionistas—. Dios sabe qué estará pasando allí.
Impublicables juramentos cruzaban el aire, y una fina voz exclamó:
—¡A ese Persikov habría que pegarle un tiro!
—¿Qué tiene que ver Persikov con esto? —preguntó alguien entre la multitud—. ¡El culpable es ese hijo de perra del sovjós!
—¡Tendrían que haber puesto un guarda! —gritó otro.
—¡Pero si quizá no tiene nada que ver con los huevos!
El edificio temblaba y zumbaba a causa de las rotativas. El feo inmueble parecía despedir un extraño fluido eléctrico que el despuntar del día no disipó. Al contrario, lo que hizo fue intensificarlo, aunque las luces ya habían sido apagadas.
Una tras otra rodaban las motocicletas sobre el suelo de asfalto, alternándose con coches de vez en cuando. Todo Moscú se había despertado y los diarios se desparramaron sobre él como pájaros. Las hojas iban de mano en mano y, hacia las once de la mañana, los repartidores estaban sin ejemplares a pesar de que el Izvestiaalcanzó aquel mes una tirada de un millón y medio de ejemplares.
El profesor Persikov cogió el autobús en la Prechistenka para ir al Instituto. Allí le esmeraba una sorpresa: había tres cajas de madera en el vestíbulo, pulcramente forradas con láminas de metal y cubiertas con etiquetas escritas en alemán. Sobre las etiquetas había una sola línea en ruso, que rezaba: «Cuidado: Huevos.» El profesor estaba abrumado por la alegría.
—¡Por fin! —gritó—. ¡Pankrat, abra inmediatamente las cajas, pero tenga cuidado no vaya a romper los huevos! ¡Tráigalos a mi oficina!
Pankrat llevó a cabo la orden inmediatamente y quince minutos después la voz del profesor se alzaba con rabia en la oficina, que estaba cubierta de aserrín y de trozos de papel:
—¡Maldita sea! ¿Están jugando conmigo? —gritó el profesor con los huevos entre las manos, que movía furioso—. ¡Ese Fowlin-Hamsky es una bestia inmunda, pero no voy a consentir que me vuelva loco! ¿Qué es esto, Pankrat?
—Huevos, señor —contestó Pankrat, lúgubremente.
—¡Huevos de gallina! ¿Comprende? ¡De gallina! ¡El diablo se los lleve! ¡No me sirven para maldita la cosa! ¿Por qué no se los envían a ese bribón del sovjós?
Persikov corrió al teléfono del rincón, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de marcar, la voz de Ivanov le llegó desde el pasillo:
—Vladimir Ipatievich. ¡Profesor Persikov!
Persikov se apartó del teléfono como una tromba, y Pankrat hubo de ladearse de un salto para dejarle paso libre. El profesor asistente corría a la habitación sin, como siempre había sido su educada costumbre, quitarse el sombrero que ahora llevaba inclinado hacia atrás sobre el cogote. Llevaba un periódico en la mano.
—¿Se ha enterado, Vladimir Ipatievich? —gritaba, moviendo ante los ojos de Persikov una hoja encabezada con las palabras suplemento extra y embellecida con una foto a todo color.
—No, pero escuche lo que han hecho —exclamó Persikov a su vez y sin querer atender—. Han decidido sorprenderme con más huevos de gallina. ¡Ese Fowlin-Hamsky es un completo idiota! ¡Eche una mirada!
Ivanov estaba totalmente confundido. Miró con horror los abiertos cajones, luego el periódico, y sus ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.