—¡Eso ha sido! —musitó sofocado—. Ahora lo entiendo... No, Vladimir Ipatievich, lea usted esto —abrió rápidamente el periódico y señaló una de las fotos con dedo tembloroso.

Se trataba de una enorme serpiente enrollada como una terrorífica manguera sobre un humeante fondo. El cauto fotógrafo la había tomado desde arriba, desde un aeroplano que había descendido en picado sobre la serpiente.

—¿Qué diría usted que es esto, profesor?

Persikov se llevó las gafas a la frente, luego volvió a bajarlas, miró la foto y dijo con gran asombro.

—¡Demonios! Es... vaya, es una anaconda, una boa de río.

Ivanov tiró el sombrero, se sentó pesadamente y dijo, puntuando cada palabra con un puñetazo sobre la mesa:

—¡Vladimir Ipatievich esa anaconda procede de la provincia de Smolensko! ¡Y es monstruosa! ¿Se da cuenta? ¡Ese bribón ha empollado serpientes en vez de pollos y se han multiplicado tan fenomenalmente como las ranas!

—¿Qué? —gritó Persikov con el rostro lívido—. ¡Está de broma, Piotr Stepanovich...! ¿De dónde han salido?

Ivanov se quedó sin habla durante un momento; luego recobró la voz y, señalando con el dedo una caja abierta donde los extremos de los huevos brillaban blancos entre el aserrín, dijo:

—De ahí.

—¿Quéee? —aulló Persikov. empezando a comprender.

Ivanov, moviendo sus cerrados puños de arriba abajo, dijo:

—Puede estar seguro. Enviaron su pedido de serpientes y avestruces al sovjós, y a usted le han mandado los huevos de gallina.

—¡Cielo santo..., cielo santo! —gimió Persikov al tiempo que se ponía rojo y se hundía en su silla giratoria.

Pankrat permanecía en la puerta, completamente aturdido, pálido y sin habla. Ivanov dio un salto, cogió el periódico y, subrayando una línea con su larga uña puntiaguda, dijo al oído del profesor:

—Ahora van a tener que solventar un bonito negocio. No puedo en absoluto imaginarme qué va a pasar después. Mire, Vladimir Ipatievich —y se puso a leer a voz en cuello el primer párrafo de la arrugada hoja que cayó bajo sus ojos—: «Las serpientes viajan en hordas hacia Mozhaisk dejando enormes cantidades de huevos a su paso. En el distrito de Dukhovsk se encontraron huevos... Cocodrilos y avestruces corren por la campiña. Unidades especiales de tropa contuvieron el pánico en Vyazma tras rodear el bosque con una barrera de fuego que impedía a los reptiles aproximarse al pueblo..»

Persikov, al llegar a este punto, se levantó de la silla con ojos de loco y empezó a gritar, jadeante y sofocado:

—Anacondas..., anacondas..., boas de río... ¡Señor!

Ni Ivanov ni Pankrat le habían visto nunca en semejante estado. Se quitó la corbata, se arrancó los botones de la camisa, se puso de un púrpura lívido, como el de un hombre con..., con un ataque de apoplejía, y vacilando, con los ojos muy abiertos y vidriosos, salió afuera Sus gritos reverberaron bajo las arcadas de piedra del Instituto:

—Anacondas..., anacondas... —retumbaba el eco.

—¡Coja al profesor! —gritó Ivanov a Pankrat, al que no llegaba la camisa al cuerpo—. Tráigale un vaso de agua... ¡Le ha dado un ataque!

12

MOSCÚ resplandecía aquella noche. Nadie dormía en la ciudad, que tenía una población de cuatro millones de habitantes, salvo los bebés, que no estaban al corriente de nada. En todas las casas, gente enloquecida comía y bebía, entregada al desenfreno, todo lo que encontraba a mano; por todas partes se oían gritos y a cada minuto caras descompuestas aparecían por las ventanas de los apartamentos, mirando al cielo que surcaban los focos.

El espacio zumbaba a causa de los aeroplanos que volaban bajo. La calle Tverskava-Yamskava era la peor de todas. Cada diez minutos llegaban trenes a la estación Alexander. Estaban compuestos por vagones de carga y de pasajeros de las tres clases, e incluso de tanquetas, todos ellos llenos de personas histéricas de miedo, que luego corrían por la Tverskaya-Yamskaya alocadamente. La gente iba en autobuses, sobre los techos de los troles, se empujaban unos a otros y caían bajo las ruedas de los vehículos.

En la estación, de vez en cuando, sonaban rápidos disparos al aire sobre las cabezas de la multitud Las unidades de tropa intentaban detener el pánico de los fanáticos que corrían por los carriles del tren que iba desde la provincia de Smolensko hasta Moscú. A veces, las ventanas de la estación saltaban hechas añicos con un ruido agudo que se extinguía al momento, y las locomotoras aullaban sin cesar.

Las calles estaban cubiertas de carteles pisoteados en los que nadie se fijaba. Lo que decían ya era sabido por todo el mundo, y nadie se tomaba el trabajo de leerlos. Proclamaban el estado de emergencia en Moscú, y, a la vez, amenazaban con sanciones a los que se dejaran llevar por el pánico e informaban de que unidades del Ejército Rojo, armadas con gases, se dirigían en masa hacia la provincia de Smolensko. Pero los carteles eran, naturalmente, incapaces de contener el tropel de gente despavorida.

Todas las estaciones que llevaban al norte y al este fueron acordonadas por una gruesa línea de infantería. Grandes camiones fueron cargados hasta los topes con cajas, ocupándose de esto soldados de puntiagudos cascos y armados con bayonetas que se erizaban en todas direcciones. Estaban acarreando las reservas de oro de los sótanos del Comisariado de Finanzas del Pueblo, así como enormes cajones marcados con: «Cuidado: Galería de Arte Tretyakov.» Sobre todo Moscú bramaban en precipitada carrera montones de automóviles.

En el lejano horizonte, el cielo se encendía con el resplandor de distantes hogueras, y la densa oscuridad de agosto se estremeció por el bronco tronar de los cañones.

Hacia la madrugada, una masiva columna de caballería se abría paso por el despierto Moscú, en el que aún no había sido apagada una sola luz. La hormigueante y ensordecedora muchedumbre pareció recobrarse a la vista de las apretadas filas que marchaban hacia delante, implacables, por entre el hirviente océano de locura. Las masas de las aceras empezaron a clamar con renovada esperanza.

—¡Viva la caballería! —gritaban frenéticas voces femeninas.

—¡Hurra! —añadían los hombres.

Paquetes de cigarrillos, monedas de plata y relojes de pulsera empezaron a volar sobre las filas, provenientes de las aceras. Ocasionalmente, las voces de los jefes de pelotón se elevaban sobre el incesante repicar de los cascos:

—¡Tened las riendas!

Una alegre y atolondrada canción se elevó de alguna parte, y las caras, bajo las vistosas capuchas escarlata, aparecían sonrientes a la movediza luz de los anuncios. De vez en cuando, alternándose con la columna de jinetes encapuchados, pasaban figuras que cabalgaban con cascos extrañamente coronados, con tubos echados sobre los hombros y cilindros atados con correas a la espalda. Tras ellos rodaban enormes camiones cisterna con las más largas mangueras, parecidas a lanzagranadas, y pesados tanques oruga que hacían crujir el pavimento, cerrados herméticamente y dejando escapar tan sólo una raya de luz por sus troneras.

Luego llegaron nuevas columnas montadas y, tras ellas, más vehículos con sólidos blindajes grises y tubos parecidos a los de los cascos saliéndoles hacia afuera y con calaveras blancas pintadas a los lados sobre las palabras «Gas» y «Buenos Químicos».

—¡Salvadnos, hermanos! —gritaba la gente desde la acera—. ¡Acabad con las serpientes...! ¡Salvad Moscú!

Una suave canción que amansaba y llegaba al corazón empezó a extenderse por las filas:

Ni élites, ni reyes, ni lacayos. Acabaremos con la sucia jauría de reptiles.

Estruendosos «burras» rodaron sobre la enredada masa humana en respuesta a los rumores de que, a la cabeza de las columnas, con la misma capucha escarlata que el resto de los jinetes, iba el ya cano comandante de caballería que había ganado legendaria fama diez años antes. La muchedumbre bramó y el griterío, ensordecedor, subió al cielo, llevando algún consuelo a los desesperados corazones.


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