«El profesor Persikov, en un taxi, explicando su descubrimiento a nuestro famoso reportero el capitán Stepanov.»

Esa misma tarde, cuando volvía a sus habitaciones en la Prechistenka, el ama de llaves, María Stepanovna, le dio al profesor, apuntados en un papel, setenta números de teléfono de la gente que había llamado durante su ausencia, además de la declaración verbal de que se hallaba completamente agotada. El profesor iba a romper la nota cuando sus ojos se posaron sobre las palabras «Comisario de Salud Pública del Pueblo».

—¿Qué es esto? —preguntó el sabio, absolutamente perplejo—. ¿Qué mosca les pica a todos?

Serían las diez y cuarto cuando sonó el timbre de la puerta. El visitante, un ciudadano muy bien vestido, consiguió permiso para entrar gracias a su carta de presentación, que declaraba —sin nombre ni iniciales—: «Jefe Plenipotenciario del Departamento de Asuntos con las Embajadas Extranjeras en la Unión Soviética.»

—¿Por qué no se va al diablo? —gruñó Persikov, tirando su lupa y algunos diagramas sobre el tapiz verde de la mesa.

Luego añadió, dirigiéndose a María Stepanovna:

—Haz pasar a mi estudio a ese «plenipotenciario».

Minutos después preguntaba en un tono que hizo sobresaltar al visitante:

—¿En qué puedo servirle?

Persikov se subió las gafas hasta la frente, luego se las puso otra vez sobre la nariz, y, para terminar, fijó la vista en el recién llegado que resplandecía con su vestimenta de piel auténtica y piedras preciosas. En su ojo derecho se asentaba un monóculo.

«¡Qué fisonomía más vil!», se dijo Persikov para sus adentros.

El individuo en cuestión empezó de manera indirecta. Pidió permiso para encender un cigarro, tras lo que Persikov, de peor humor que antes, le invitó a sentarse, y procedió entonces a ofrecer sus disculpas por lo avanzado de la hora, «pero es que el profesor es muy difícil de abordar... hi-hi... perdón, de encontrar, durante el día» (cuando reía, el visitante se parecía mucho a una hiena).

—¡Sí, estoy muy ocupado! —contestó Persikov tan taxativamente que el visitante se estremeció nuevamente.

Sin embargo, se había permitido molestar al famoso científico.

—El tiempo es dinero, como dicen por ahí... ¿Le molesta el cigarro, profesor? —trató de ser amable.

—Hum, hum, hum —contestó el profesor.

—Tenemos entendido que usted ha descubierto el rayo de la vida. ¿...?

—En nombre del cielo, ¿de qué vida? ¡Todo esto es sólo una historia de periodistas! —Persikov se animó un tanto.

—Oh, no, hi-hi-hi... Entiendo perfectamente que la modestia es el verdadero mérito de los auténticos hombres de ciencia... Pero ¿por qué andarse por las ramas? Hubo muchos comunicados... En muchas capitales del mundo, como Varsovia y Riga, ya lo saben todo acerca del rayo. El nombre del profesor Persikov está en los labios de todo el mundo, y el mundo le sigue con el aliento entrecortado. Pero todos conocen la difícil posición de los científicos en Rusia. Entre nous soit dit...¿no hay aquí nadie más? ¡Cielos! En este país no saben apreciar la labor del científico. Y así, él querría hablar de algunas cosas con el profesor. Cierto estado extranjero ofrecía, desinteresadamente, ayudar al profesor Persikov en sus investigaciones. ¿Por qué arrojar perlas aquí, como dicen las Sagradas Escrituras...? En ese estado conocen las penalidades que el profesor tuvo que soportar en 1919 y 1920, durante aquella... hi-hi... revolución. Bien, por supuesto, en la más estricta confidencia... el profesor podría informar a dicho estado sobre los resultados de sus trabajos, a cambio de financiar al profesor. Coja, por ejemplo, la habitación que él había preparado. Sería interesante que le acompañara para hacer los planos del acondicionamiento...

En ese momento, el visitante sacó del bolsillo interior de su chaqueta un deslumbrante legajo de blancos billetes...

—Un pequeño adelanto. Vea —dijo—, cinco mil rublos que pueden ser puestos a disposición del profesor en este mismo momento. Y, claro está, no es necesario recibo... por el contrario, el jefe plenipotenciario se sentiría ofendido si usted mencionara su necesidad.

—¡Fuera! —rugió súbitamente el profesor, de tal manera que el piano del gabinete resonó con sus notas más altas.

El personaje se evaporó tan rápidamente que Persikov, trastornado como estaba por la cólera, empezó a preguntarse si realmente había estado allí o no. ¿Había sido una alucinación?

5

PERSIKOV volvió a su estudio y a sus diagramas, pero no le dejaron concentrarse en su trabajo. El teléfono volvió a sonar y una voz femenina inquirió si al profesor le gustaría casarse con una atractiva y ardiente viuda, propietaria de un piso de siete habitaciones. No había hecho más que colgar, cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez Persikov se azoró levemente; un conocido personaje le estaba llamando desde el Kremlin. Le preguntó por su trabajo con simpatía y gran interés, y expresó el deseo de visitar su laboratorio. Cuando se apartó del teléfono, Persikov hubo de enjugarse la frente. Luego, se acercó de nuevo y volvió a descolgarlo. Pero en ese momento hubo una súbita explosión de trompetas en el aire, seguida de los gritos de las Valkirias; el director del Sindicato de Manufacturas de la Lana, que vivía en el piso de arriba, había sintonizado con su aparato de radio una emisión del concierto de Wagner retransmitida desde el Bolshoi. Por encima de la algazara y del estrépito que se vertían desde el piso superior, Persikov gritó a María Stepanovna que demandaría al director, haría pedazos la radio, abandonaría Moscú y se iría a cualquier maldito rincón del mundo, porque resultaba obvio que la gente había decidido echarle de allí. Rompió la lupa y se echó sobre el sofá de su estudio. Se quedó dormido con el encantador murmullo de las notas de piano...

Las sorpresas continuaron al día siguiente. Cuando llegó al Instituto, Persikov se encontró a un ciudadano desconocido, con elegante sombrero hongo de color verde, situado a la entrada. Aquel ciudadano estuvo vigilando de cerca al profesor, pero, al no dirigirle pregunta alguna, Persikov le ignoró. No obstante, ya en el vestíbulo, el científico recibió la visita del aturdido Pankrat al que seguía un nuevo sombrero hongo, que le saludó con toda cortesía.

—Buenos días, ciudadano profesor.

—¿Qué desea? —preguntó Persikov en tono amenazador, mientras se quitaba el abrigo ayudado por Pankrat. Entonces, el sombrero hongo procedió a tranquilizar rápidamente al profesor, susurrando, con un suavísimo tono de voz, que no tenía por qué inquietarse. El, el sombrero hongo, estaba allí con el único propósito de que el profesor no fuese molestado por ningún visitante inoportuno...

—Hum... Diría que están ustedes bien organizados —murmuró Persikov: y añadió ingenuamente—: Y qué, ¿comerá usted aquí?

El sombrero hongo sonrió y explicó que sería relevado.

Después de este episodio transcurrieron tres días de magnífica calma. El profesor tuvo dos visitas del Kremlin. Los otros visitantes fueron sólo los estudiantes que acudían a buscar los resultados de sus exámenes. Eran, generalmente, suspendidos, y sus caras mostraban que Persikov se había convertido para ellos en objeto de terror supersticioso.

—¡Váyanse y métanse a chóferes! No sirven para estudiar Zoología —se oía desde la oficina.

—Severo, ¿eh? —preguntó a Pankrat el sombrero hongo.

—Un santo terror —contestó Pankrat—. Incluso los que han sido aprobados salen serios y pálidos. Pobres almas. Les hace sudar. Salen dando traspiés y, rápido, a la taberna.

Ocupado en estos asuntos menores, el profesor no se dio cuenta de que habían pasado ya tres días, y durante el transcurso del cuarto se le devolvió de nuevo a la realidad. La causa de esto fue una aguda voz de falsete que le llegó desde la calle.


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