—¡Vladimir Ipatievich! —irrumpió la voz desde abajo a través de la ventana abierta de la oficina.

La voz estaba de suerte. Encontraba a Persikov exhausto por los acontecimientos de los días anteriores. En ese momento estaba descansando en su sillón, con los débiles ojos enrojecidos, y fumando. Se hallaba demasiado cansado para poder proseguir con su trabajo. De ahí que mirase con cierta curiosidad por la ventana y viera a Alfred Bronsky en la acera. El profesor reconoció al momento al dueño titular de las tarjetas satinadas por su sombrero puntiagudo y su bloc de notas. Ante la ventana, Bronsky saludó con deferencia y simpatía.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo el profesor.

El siempre presente hongo de la esquina dirigió instantáneamente la totalidad de sus sentidos hacia el periodista, en cuya cara estaba apareciendo justamente la más desarmante sonrisa.

—Sólo un par de minutos, querido profesor —dijo Bronsky, forzando la voz desde la calle—. Sólo una pequeña pregunta puramente de zoología. ¿Me la permitirá?

—Adelante —contestó Persikov, breve e irónicamente, pensando para sí: «Después de todo, hay algo americano en este bribón.»

—¿Qué diría usted a propósito de para las gallinas querido profesor? —gritó Bronsky haciendo bocina con las manos.

Persikov estaba al borde del abismo. Se sentó en la ventana, luego se apartó, presionó un botón y gritó señalando con el dedo hacia la calle:

—¡Pankrat, deje entrar a ese tipo de la acera!

Cuando Bronsky apareció en la oficina, Persikov alargó su cortesía al extremo de espetar:

—¡Siéntese!

Por lo que Bronsky, con una arrebatadora sonrisa, se sentó en el taburete giratorio.

—Va a contestarme a una cosa —empezó Persikov—. Usted escribió para esos periódicos, ¿no es así?

—Sí, señor —contestó Alfred con gran respeto.

—Bien; hay algo que me resulta incomprensible. ¿Cómo puede usted escribir si ni siquiera habla correctamente? ¿Qué clase de expresiones son ésas, «un par de minutos», «a propósito de para las gallinas»? Probablemente querría decir «a propósito de las gallinas», ¿no?

A Bronsky se le escapó una leve y respetuosa risita.

—Valentín Petrovich lo aprueba —aclaró.

—¿Quién es Valentín Petrovich? —preguntó Persikov.

—El jefe del departamento de literatura —volvió a informar Alfred.

—Ah, está bien. Olvidemos a su Petrovich. ¿Qué era, en concreto, lo que quería saber sobre gallinas?

—Todo lo que pueda decirme, profesor.

Bronsky se armó de lápiz y papel, y chispas de felicidad brotaron en los ojos del científico.

—No debería haberse dirigido a mí; no soy especialista en el reino de las plumíferas. Mejor habría sido que fuera a ver a Emelyan Ivanovich Portugalov, de la primera Universidad. Yo, de hecho, sé muy poco...

Bronsky siguió con su sonrisa de adoración, como para indicar que había entendido la broma del profesor. «Broma: poco», apuntó en el cuaderno.

—Sin embargo, si está interesado... Muy bien. Gallinas, o Pectinates...Género: pájaros. Orden: gallinae. Subespecie: faisán...

Persikov recitó en alta voz, mirando, no a Bronsky, sino a algo situado más allá de él, donde un millar de personas estaban, presumiblemente, escuchando...

—Familia del faisán... Faisánidas. Pájaros de carnosa cresta y dos lóbulos sobre la mandíbula inferior... hum... a veces, por supuesto, sólo hay uno, en el centro del mentón... ¿Qué más? Alas: cortas y redondeadas... Cola: mediana, algo aserrada, con las plumas del centro dispuestas en orden creciente... Pankrat... tráigame el modelo número 705 de la sala de exposición. Se trata de un gallo seccionado transversalmente... Pero, espere, ¿no lo necesita? Déjelo, Pankrat... Repito, no soy un especialista. Vaya a Portugalov. En realidad yo estoy familiarizado con seis especies de gallinas salvajes... hum... Portugalov conoce más. En la India y en el archipiélago Malayo... por ejemplo: el gallo de Banki, hallado en las faldas del Himalaya, en la India, en Assam y Burma... Luego, existe el gallo de cola de frac o Gállus varius, de. Lombok, Sumbawa y Flores. En la isla de Java hay un notable gallo, el Gállus cneus. Al sudeste de la India, puedo alabar al muy hermoso gallo Zonnerat. Y en Ceilán encontramos al gallo Stanley, propio exclusivamente de esta isla.

Bronsky estaba en su asiento escuchando con gran interés y garabateando con furia.

—Me gustaría saber algo sobre las enfermedades de los pollos —musitó Alfred modestamente.

—Hum, no soy un especialista... Pregunte a Portugalov... Bien, están las lombrices del intestino, el trematodo hepático, las garrapatas, la sarna roja, los piojos de los pollos, los piojos de las aves de corral, o Mallophaga, las pulgas, el cólera de las gallinas, la inflamación grupo-diftérica de las membranas mucosas..., la neumonomicosis, la tuberculosis, la sarna de los pollos... Hay toda clase de enfermedades —brillaban chispas en los ojos de Persikov—. Puede haber envenenamiento, tumores, raquitismo, ictericia, reumatismo, y el Fungus achoritun Schoenleinii...una enfermedad muy interesante. Produce pequeñas manchas en la cresta, parecidas al moho.

Bronsky se secó la frente con un pañuelo vivamente coloreado.

—Y ¿cuál es en su opinión, profesor, la causa de la actual catástrofe?

—¿Qué catástrofe? —se extrañó el científico.

—Cómo, ¿no lo ha leído, profesor? —exclamó Bronsky con gran asombro al tiempo que sacaba de su cartera una hoja del Izvestia.

—No leo periódicos —contestó Persikov frunciendo el ceño.

—Pero ¿por qué, profesor? —preguntó Alfred con ternura.

—Porque escriben cosas sin sentido —contestó Persikov sin un segundo de vacilación.

—Pero ¿qué dice a esto, profesor? —susurró Bronsky mansamente al tiempo que desdoblaba la hoja.

—¿Qué es esto? —preguntó Persikov, estirándose incluso un poco en su silla; ahora las chispas brillaban en los ojos de Bronsky.

Con una uña puntiaguda subrayó el gran titular que llenaba la parte superior de la página: «Plaga avícola en la República.»

—¿Qué? —preguntó Persikov, con las gafas en la frente.

6

LAS blancas luces delanteras de los autobuses y las verdes del trolebús se deslizaban arriba y abajo de la plaza del Teatro. Sobre el antiguo «Muir y Murrilis», encima del décimo piso levantado allí, una mujer formada por bombillas eléctricas de colores saltaba arriba y abajo mientras tiraba letras que se unían para formar las palabras «Crédito de los Trabajadores». En la plaza de enfrente, ante el teatro Bolshoi y situada alrededor de la brillante fuente que soltaba chorros de agua multicolores por la noche, una muchedumbre se apiñaba y bullía. Y, sobre el Bolshoi, un altavoz gigante tronó:

«Las vacunas experimentadas en el Instituto Lefort de Veterinaria han dado excelentes resultados. El número de pollos muertos ha descendido, por el momento, a la mitad.»

Luego, el altavoz cambió de timbre; algo gruñó en su interior, se apagó y volvió a surgir, y el locutor se lamentó en un profundo bajo:

«La Comisión Especial elegida para combatir la plaga que afecta a los pollos, y que consta del comisario de Salud Pública del Pueblo, el comisario de Agricultura del Pueblo, el director del Departamento de la Crianza de Ganado, camarada Fowlin-Hamsky, el profesor Persikov y el camarada Rabinovich...» «Nuevas tentativas de intervención...»

El locutor se rió y lloró, y su risa fue como el llanto de una hiena.

«...En relación a la plaga que ataca a los pollos.»

La gente, amontonada, se apretaba contra las paredes cubiertas con anchos carteles iluminados con reflectores rojos.

«Bajo la amenaza de severas sanciones se prohíbe a la población consumir carne de pollo y huevos. Los comerciantes particulares que intenten venderlos en los mercados serán objeto de procesamiento criminal y les serán confiscadas sus propiedades. Todos los ciudadanos que tengan en su poder huevos de gallina deben llevarlos rápidamente a las jefaturas de policía.»


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