En el tejado de la Gaceta de los Obreros, los pollos eran amontonados hasta gran altura sobre la mampara, y los bomberos, vestidos de verde, temblorosos y brillantes, echaban queroseno sobre ellos con largas mangueras; en aquel momento se encendieron las letras de neón: «Quema de cadáveres de gallinas en la Codina.»
Entre los rabiosamente iluminados escaparates de las tiendas abiertas hasta las tres de la mañana (con dos descansos para comer y cenar), se abrían de par en par los viejos agujeros de las ventanas bordeadas de letreros, «Huevería. Calidad garantizada». Muy a menudo la policía de tráfico tenía que abrir el paso a coches que ostentaban la placa de «Departamento de Salud Pública de Moscú. Primera Ayuda», que aceleraban, con las sirenas a la máxima potencia, para adelantar a los pesados autobuses.
—Otro que ha ido y se ha hartado de huevos podridos —decía la gente.
Sobre el teatro del difunto Vsevolod Meyerhold. que murió, como es sabido, en 1927, durante la representación del Boris Godunovde Pushkin, cuando una plataforma de boyardos (desnudos) le cayó sobre la cabeza, relampagueaba un letrero móvil y multicolor que anunciaba una reposición teatral, El graznido de la gallina, escrita por el dramaturgo Erendorg y producida por un discípulo de Meyerhold, director honorario del Kukhterman. La puerta de al lado, perteneciente al Restaurante Aquarium, centelleaba por los anuncios eléctricos, y, en el interior del local resonaban los salvajes aplausos de los convidados que contemplaban, en el verdor del escenario, una revista del escritor Perezov titulada El hijo de la gallina. En el exterior, por la Tverskaya, marchaba una procesión de asnos del circo con linternas suspendidas de la cabeza y brillantes letreros que anunciaban la reposición de la obra de Rostand, Chantecler, en el teatro Korsh.
Los repartidores de periódicos gritaban entre el gentío: ¡Estremecedor hallazgo en una gruta! ¡Preparativos de Polonia para la guerra! ¡Experimentos del profesor Persikov!
Sin mirar a nadie, sin ver a nadie siquiera, insensible a los pequeños codazos y a las dulces y tiernas insinuaciones de las prostitutas, Persikov, inspirado y solitario, coronado de súbita fama, se dirigía por la Mokhovaya hacia el vistoso reloj del Manége. Una vez allí, siempre sin ver a nadie y absorto en sus pensamientos, se topó con un extraño individuo vestido con ropa pasada de moda, y se golpeó dolorosamente los dedos contra la pistolera que el hombre llevaba colgada del cinturón.
—¡Ay, maldita sea! —profirió Persikov—. Lo siento.
—Lo siento —contestó el extraño con desagradable voz, y luego ambos se separaron en el espeso río humano. Mientras volvía a la Prechistenka, el profesor olvidó completamente el encuentro.
No podemos asegurar a qué fue debido el éxito de las vacunas de la Veterinaria Lefort, si a la pericia de las unidades de contención de Samara, al efecto de las tajantes medidas aplicadas a los comerciantes de huevos o al eficiente trabajo de la comisión extraordinaria de Moscú; pero lo cierto es que dos semanas después de la última entrevista de Persikov con Alfred Bronsky, la crisis de los pollos en la Unión de Repúblicas Soviéticas era ya un hecho del pasado.
Habiendo alcanzado Arkángel y Syumkin, en el norte, la plaga se detuvo por sí sola ya que no podía ir más lejos; como es sabido, no hay gallinas en el mar Blanco. También hizo alto en Vladivostok, allá donde se extiende el océano. En el lejano sur desapareció por las ardientes estepas del Ordubat, Dzulfa y Karabulak. Y en el oeste se paró milagrosamente justo en las fronteras con Polonia y Rumania. La prensa extranjera discutió escandalosa y afanosamente la inaudita catástrofe, mientras que el Gobierno de las Repúblicas Soviéticas, sin ruido inútil, trabajó sin descanso para arreglar las cosas. La Comisión Extraordinaria para Luchar contra la Plaga de los Pollos cambió su nombre por el de Comisión Extraordinaria para el Resurgimiento y el Restablecimiento de la Crianza de Pollos en la República, y se vio aumentada por un nuevo Comité Extraordinario de los Tres, compuesto por dieciséis miembros. Se puso en funcionamiento una oficina «Buenas Aves» con Persikov y Portugalov como presidentes honorarios. Los periódicos publicaron sus retratos en la cabecera de artículos titulados así como «Grandes compras de huevos al extranjero» y «El señor Hugues quiere acabar con la campaña pro-huevos».
El profesor Persikov había trabajado hasta el límite de sus fuerzas. Durante tres semanas, los sucesos relacionados con los pollos habían desbaratado toda su rutina y habían doblado sus quehaceres y obligaciones. Cada tarde había tenido que asistir a conferencias de las Comisiones de los pollos, y a veces, incluso, fue obligado a sufrir largas entrevistas con Bronsky o con el grueso capitán Stepanov. Había tenido que trabajar con el profesor Portugalov y con los asistentes, profesores Ivanov y Bornhart, disecando y mirando a los pollos por el microscopio en busca del bacilo de la plaga. Incluso llegó a escribir apresuradamente —en tres tardes— un folleto sobre «Resultado de la plaga: Mutaciones en los pollos de Kidney».
Pero el hecho es que Persikov trabajaba en el campo de las gallináceas sin ningún entusiasmo, y se entiende fácilmente el porqué: su mente estaba en otro lugar, luchando a brazo partido con el problema más importante, con el problema capital del que había sido apartado por la catástrofe avícola, con el apasionante problema del rayo rojo.
Los últimos días de julio vieron un ligero apaciguamiento de la tensión hasta entonces reinante. El trabajo de la renombrada Comisión se redujo a un ritmo normal, y Persikov pudo volver a su interrumpido trabajo. Los microscopios fueron provistos de nuevas preparaciones y, bajo el rayo, huevas de pez y de rana se abrieron en la cámara con prodigiosa velocidad. Llegó desde Konisberg, por vía aérea, un cristal encargado especialmente, y durante la última semana de julio los mecánicos que trabajaban a las órdenes de Ivanov construyeron dos nuevas y amplias cámaras en las que el rayo alcanzaba la anchura de un paquete de cigarrillos en el orificio de salida, mientras que en su parte más ancha llegaba a abarcar algo más de un metro. Persikov, que se frotaba las manos por este éxito, empezó a preparar ciertos misteriosos y difíciles experimentos. Para empezar se puso al habla con el comisario de Educación del Pueblo, quien le dio las máximas seguridades sobre toda posible asistencia y colaboración. Después de esto, Persikov telefoneó al camarada Fowlin-Hamsky, director del Departamento de la Crianza de Ganado de la Comisión Suprema.
Fowlin-Hamsky hizo objeto a Persikov de sus más amables agasajos. El asunto había motivado una gran demanda de información por parte del extranjero, y Fowlin-Hamsky le comunicó que debía telegrafiar inmediatamente a Berlín y Nueva York. Al cabo de un rato inquirieron del Kremlin cómo marchaban los trabajos de Persikov, y una voz importante y afable preguntó al científico si le gustaría que se pusiera un coche a su disposición.
—No, gracias. Prefiero el trolebús —aseguró Persikov.
—Pero ¿por qué? —preguntó la misteriosa voz.
—Es más rápido —repuso Persikov.
Pasó otra semana, y el profesor, desentendiéndose más y más del asunto de las gallinas, se dedicó por completo al estudio del rayo. Debido a las muchas noches de insomnio y excesivo trabajo acabó sintiéndose en un estado de perenne mareo, y la cabeza parecía habérsele hecho ingrávida y transparente. El científico se pasaba casi todas las noches en el Instituto, y las enrojecidas ojeras ya nunca le abandonaban. En cierta ocasión salió de su refugio zoológico para dar una conferencia en la Sala Tsebuku de la Prechistenka sobre el rayo y sus efectos en las células del huevo. El excéntrico zoólogo obtuvo un éxito colosal. En el escenario, y en una mesa con la superficie de cristal que había próxima al conferenciante, se veía, sobre una especie de fuente, un húmedo sapo gris que respiraba con gran ruido.