Annotation

Un joven pastor es acusado de cometer un triple asesinato en el cortijo extremeño donde sus familiares han trabajado como sirvientes durante generaciones. Su única defensa será el testimonio sin fisuras de su anciano abuelo, que revelará una brutal historia de intriga, sometimiento, erotismo y venganza, de la que amos y criados son a la vez testigos y protagonistas.

En una época en que la Guerra Civil hizo jirones la existencia de vencedores y vencidos, el relato de un viejo alfarero que no se rinde a la injusticia abrirá heridas aún sin cicatrizar y cuestionará los regios cimientos morales de la aristocracia rural española.

Galardonada con el Premio Azorín de novela en 2000

PRIMERA PARTE

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SEGUNDA PARTE

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TERCERA PARTE

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CUARTA PARTE

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CIELOS DE

BARRO

Dulce Chacón

Colección: Escritoras de Hoy

© Dulce Chacón 2000

© Editorial Planeta 2000

© de esta edición Editorial Planeta-de Agostini

ISBN: 84-395-9010-5

Depósito Legal: B-18.344-20001

A mi padre, que escribió La consulta médica.

Y a Zafra por la añoranza y por la música

de de las palabras recuperadas

en el ejercicio de la memoria

PRIMERA PARTE

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Vino de noche. Dijo que regresaba para morir. Traía la muerte en los ojos, ¿sabe usted? Pero no la de esos pobres desgraciados que están en el depósito. No. Traía en los ojos la propia muerte, la suya, la de él. Llamó a mi puerta y me preguntó por su madre. Fui yo quien le dije que había muerto, y a mí me dijo él que venía para morir. Yo no he visto una tristeza más negra. Nunca, no señor. Se pasó la mano por la cara como si quisiera limpiársela. Me miró, volvió a lavarse la cara sin agua, me miró otra vez y me preguntó por su padre. Muerto, hijo, muerto. ¿Murieron bien? Y yo le contesté que sí, que santamente se murieron, uno detrás de otro, y los dos preguntando por él. Llevaba cuarenta años perdido, me dijo como pidiendo perdón por una ausencia tan larga. Pobrecino, si era un zagal cuando se lo llevaron, si lo hubiera visto usted, lástima de criatura; cómo lloraba, las lagrimas se le iban yendo igual que la cera derretida se le cae a las velas.

Sí escribió, claro que escribió, muchas veces, muchas. Mi difunta esposa le leía las cartas a su madre, y ella después se las contaba a su padre. «Queridísimo padre, amadísima madre: Me alegrará que a la llegada de ésta se encuentren bien.

Yo quedo bien gracias a Dios.» Las últimas que llegaron las empezó siempre igual. Y terminaba de la misma manera: «De éste, su amantísimo hijo que lo es.» Hasta en la letra se le notaba que se había ido del pueblo, de tan fina. La Isidora venía toda contenta corriendo con el sobre en la mano: Es de la capital, me ha dicho el Zacarías que es de la capital. La Isidora era su madre. ¿Usted conoció a la Isidora?

¿No?

Claro, claro. Sí que es usted nuevo por aquí. No la pudo conocer. Y al Modesto, el marido, menos.

Porque la carta la mandaba su hijo, por eso corría toda contenta. El Zacarías es el cartero, ¿sabe usted? Ya no trabaja. Pero hasta hace bien poquito, aún andaba para arriba y para abajo con la saca al hombro. Voceando.

¿Tampoco? Entonces quiere decirse que han pasado ya más de tres meses desde que se retiró, recontra que el tiempo es humo.

Pues era digno de verse. A la Isidora le gritaba ya desde el recodo para verla más rato contenta. Ella salía a la puerta en cuanto escuchaba su nombre, con esa estampa que daba gloria, de lozana. Y con la sonrisa a medio poner.

Aunque no recibía más cartas que las de su hijo, pero hasta que no las abría no dejaba de barruntar, como nunca traían remite. Y no las abría hasta que no encontraba a mi Catalina, y es que le daba más pena ver la letra de su hijo y no saber qué decía, que no ver la letra de su hijo. Mi difunta se las leía varias veces, porque la Isidora no tenía luces para entender las palabras cuando vienen ordenadas, y la pobre mujer lloraba: Por lo que dice la carta, queda bien mi hijo, ¿verdad, Catalina? Y aunque el hijo le hubiera escrito que estaba encamado con cuarenta de calentura, la Nina le decía que estaba bien, porque la Isidora prefería no enterarse de eso. Y corría a contárselo al padre y después volvía a correr a mi casa para que mi Catalina le escribiera al hijo lo que el Modesto le encargaba a ella que le contara. Mi difunta se sentaba a la mesa camilla y la Isidora se quedaba de pie detrás de ella, bien arrimada; le plantaba las manos en los hombros y la miraba escribir, sacando la puntina de la lengua, igual que lo hacía mi difunta. Daba penita de verla. Clavaba los ojos en las palabras, con un ansia, como si en cada letra quisiera mandarle un mundo a su hijo. Ni una se perdía, ni una. Yo estaba siempre ahí al lado, dale que te pego al pedal para levantar el barro. Sabrá usted que entonces los tiempos no eran automáticos, qué va. En mi oficio se precisaba también de las piernas, no como ahora, que le das a un botón y el torno se echa a dar vueltas.

Ahí, ¿ve usted esa cortina?

Pues ahí mismito, al filo de esa cortina trabajaba yo. Y más de un cántaro tuve que repetir, que el alma se me hacía pedazos de la congoja de oír las cartas que se cruzaban el hijo y la madre. Y el barro no quiere cuentas con almas partidas; completas las quiere, para disponer de lo que le corresponde y sacar el alma entera y propia que lleva dentro.

Como yo le diga. Se resquebraja antes de secarse, y la poquita alma que le hayan puesto se escapa por las grietas.

«Manda padre que te portes como Dios manda, hijo, que los señores nos van a ayudar con la siembra», cosas así le dictaba la Isidora a mi Catalina. «Manda padre que te diga que este año no hay un real para la simiente y que el señorito le ha prometido dárselo a fiado.» «Manda padre que no vengas al pueblo, que si la señora te necesita allí es de ley que te quedes. Y manda que te diga que la miseria es grande y que es de preferir que tú no la veas, para que no sea más grande su miseria.» Cosas así. Y el muchacho fue creciendo y se fue quedando en la capital. Y un buen día, dejó de escribir.

Todavía no puedo creerme que les haya pegado un tiro. Santo Dios. ¿Y dice usted que la señorita Aurora está bien?

¿En casa de su tío está?

¿Sin daño?

Bendita sea la Santísima Virgen.

No, señor comisario, yo escopeta no le vi que trajera. ¿No le ha preguntado al Tomás, el porquero? Tuvo que pasar frente a su casa camino del cortijo.

De «Los Negrales», sí. Así lo llaman ellos, nosotros lo llamamos sólo el cortijo.


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