los dos, ni ellos tampoco me lo comentaron.
Se alegró mucho de verme, lo sé. Estaba más delgado que la última vez. Su salud estaba
muy deteriorada, cualquier germen que estaba por el aire él se lo agarraba. Tomaba
vitaminas y, me contó, había días que no tenía fuerzas para hacer sus caminatas.
—Sabía que cuando empezaran las clases ibas a volver. Lo sabía —me dijo—. Te tengo
un regalo.
Y me regaló una foto. La foto era en blanco y negro. Estaba toda oscura, en el centro
había una vela iluminando parte de un pentagrama. El pentagrama estaba en clave de Fa
(la clave con la que se toca el chelo).
Esa vez no necesité preguntarle nada.
XXXII
Una mañana de domingo, por esa época, había ido hasta el shopping a comprar un libro
y me encontré con unos amigos de papá.
—Nos enteramos de lo de Ezequiel —dijeron después de preguntarme por el colegio, la
familia y esas cosas. Bastante incómodo es para un niño encontrarse con amigos de su
padre en un lugar tan impersonal como un shopping, como para también tener que
hablar de cosas tan delicadas como la enfermedad de su hermano. Me quedé callado.
—Es una enfermedad terrible... —insistieron.
—Si...—balbuceé.
—...la leucemia...
—¿La...leucemia..?
—Sí claro. Leucemia. La enfermedad de Ezequiel. Pobrecito.
No recuerdo si les contesté, sé que me fui indignado. Mis padres, al no poder evitar la
evidencia de que Ezequiel se iba a morir, tuvieron que inventarle una enfermedad.
Como si fuera más digno morirse de leucemia que de SIDA. Como si fuera indigno ser
sidoso. Como si en la muerte hubiera alguna dignidad.
XXXIII
Todos los muertos están solos. Todos.
Ezequiel en el cajón parecía más solo todavía.
Tenía la soledad de los muertos, de todos los muertos, pero también, la soledad de la
muerte joven. La soledad de una muerte negada por su familia.
Alguien dijo una vez, no sé quién, que el SIDA es como la guerra, son los padres los
que despiden a sus hijos.
Ezequiel no tuvo esa suerte. La abuela y yo solamente lo acompañamos hasta el final.
Cuando Ezequiel murió, papá estaba de viaje de negocios.
XXXIV
Una de las tantas tardes que pasé en su casa ese último año, le hablé de Natalia. Era una
compañera del taller de periodismo del colegio. A mí me fascinaba. No sólo era bella,
bella es la palabra justa, no entraba en los cánones de la hermosura convencional, era
inteligente e irreverente. Tan distinta a todas las chicas que había conocido hasta
entonces.
—Sacha, me parece que nuestro joven invitado se nos ha enamorado —dijo
aplaudiendo.
Esa actitud me fastidió.
—No me jodas, Ezequiel. Yo te cuento de una chica que me gusta. Que no sé qué hacer.
Que tengo miedo a que me rechace y vos me tomás el pelo.
—Miedo al rechazo...Hermanito, voy a decirte algo, tal vez lo único que aprendí en mi
corta vida. Si la cuerda no fuera delgada, no tendría gracia caminar por ella.
XXXV
Una semana antes de cumplir los trece, Ezequiel me pidió que un día antes de mi
cumpleaños fuera a su casa, que faltara al colegio si era necesario, pero que tenía que
estar ahí. Le pregunté por qué, ese día me tocaba taller de periodismo y eso significaba
ver a Natalia, se lo expliqué, insistí.
—Sorpresa, sorpresa —dijo, y no dijo nada más.
Obviamente estuve allí.
Me sirvió té con masas. Charlamos de vaguedades, yo estaba muy ansioso, quería saber
cuál sería el motivo de tanto misterio. De repente se levantó y trajo el chelo. Se sentó. Y
sin decir palabra se puso a tocar la Suite No. 1 en Sol mayor de Bach.
Yo ya la sabía de memoria, la escuchaba a diario en diferentes versiones: la de Pablo
Casals, la de Lynn Harrell (mi preferida), la de Rostropovich.
Ahora la escuchaba en la versión de Ezequiel.
Es una pieza tan difícil de tocar bien, que sólo los grandes chelistas se animan a
ejecutarla en público.
Indudablemente la versión de Ezequiel no tenía la calidad de las versiones que yo
conocía, estaba más cerca de ser un ejercicio de digitación que otra cosa, pero tenía
tanto amor en cada nota, tanto sentimiento. Una Suite de tal complejidad sólo se puede
ejecutar bien después de años de esfuerzo y con mucho talento.
La versión de Ezequiel era puro sentimiento.
Yo no paraba de llorar.
Cuando finalizó nos abrazamos y lloramos juntos.
La semana siguiente lo internaron por última vez.
XXXVI
Los últimos tiempos de Ezequiel, los de su deterioro físico, son demasiado dolorosos
para recordarlos en este momento.
XXXVII
El día del entierro comprendí por qué en las películas los funerales se filman siempre
con lluvia. En el cementerio donde lo enterraron los pájaros cantaban, había flores, el
césped brillaba. Comprendí que la luz del sol es despiadada, son las sombras las que nos
protegen.
Ningún gesto se escapa de la vista de los demás. Ningún rictus de dolor. Con tanta luz,
tanta claridad, era más dramática aún la idea de la muerte
.XXXVIII
Los últimos días antes de morir, Ezequiel tenía momentos de lucidez y momentos de
delirio. Podía estar hablando normalmente y de repente perder el hilo de la
conversación.
Estaba durmiendo cuando llegué a la habitación, la abuela aprovechó mi arribo para ir a
tomar un café.
Me senté al lado de la cama y le tomé la mano, mientras se la acariciaba se despertó.
—¿Sabés? Yo te enseñé a caminar.
—Sí, lo sé.
—Vaya paradoja, yo te acompaño en tus primeros pasos, y vos me acompañás en los
últimos...
—No digas boludeces, Ezequiel.
Sonrió. Cerró los ojos un rato, cuando los volvió a abrir me dijo:
—He visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre el hombro de
Orion...
Está delirando otra vez, pensé. Volvió a sonreír, me apretó la mano. Cerró los ojos y se
quedó dormido.
Nunca más los volvió a abrir
.XXXIX
Después que murió Ezequiel nos convertimos durante un tiempo en una familia de
fantasmas. Pasábamos por la casa sin vernos. Sin hablarnos.
Poco a poco todo fue volviendo a la normalidad. Mi madre a sus plantas. Mi padre a sus
negocios. Y yo, bueno, yo tenía muchas cuentas que cobrarme con mis padres por su
trato a Ezequiel.
Pero no tuve el valor.
Seguí dedicándome al colegio, al estudio y a los libros.
Ahora, que terminé el colegio (no logré medalla de oro), me voy a estudiar a una
universidad de los Estados Unidos.
No tengo otra forma de irme de aquí.
No sé si voy a volver. Siento que cada vez son menos las cosas que me atan a este lugar.
XL
Hay una cosa que admiré de Ezequiel. A pesar de todo nunca perdió el entusiasmo, ni la
alegría. Nunca se entregó.
—Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseñan a vivir. A amar la vida con toda la
fuerza que tengas. A mí el SIDA no me quita, me da ganas de vivir.
XLI
Al mes del entierro de Ezequiel, la abuela vino a verme.