Un par de días antes de Navidad nos fuimos al campo.
Pasamos Nochebuena solos con la abuela. Para fin de año llegaron algunos de mis tíos y
Ezequiel.
Yo estaba feliz, al haber tanta gente era mucho más fácil poder pasar el tiempo
charlando con Ezequiel. Ya no tenía dudas, me sentía bien con él. Disfrutaba de su
compañía.
Esos cuatro días caminamos por el campo, cabalgamos, hablamos sentados a la sombra
de un sauce llorón.
Una de esas tardes lo estaba ayudando a preparar café, cuando se rompió una taza que le
cortó la mano. Me quedé inmóvil y Ezequiel también. Miraba la sangre y la taza, y en
ese momento pensé en Mariano y si tendría razón. Creo que Ezequiel percibió mi
miedo, pero nunca me hizo ningún comentario al respecto.
Ese fin de año fue la primera vez que me dejaron tomar alcohol, una copa de
champagne en el brindis de las doce.
Recuerdo esos días con sumo placer.
Cuando se fue Ezequiel y nos quedamos solos mis padres, la abuela y yo, ya había
tomado la determinación de hacer algo para verlo más, no sabía qué, ni cómo. Lo que sí
sabía es que fuera lo que fuera que me acercaba a Ezequiel, el misterio, la curiosidad o
lo que fuera, era un vínculo auténtico, verdadero.
Y tenía que encontrar la forma de que no se rompiera.
XXII
Pasó todo el verano sin que se me ocurriera nada.
En marzo tendría la respuesta.
Nosotros volvimos del campo una semana antes de las clases, lo primero que hice al
llegar fue llamar a Mariano. Quería que me contara cómo le había ido en sus vacaciones
y con María Eugenia. Llamé varias veces a su casa y nunca pude dar con él, tampoco
contestó a mis llamados. Eso me extrañó muchísimo. Habitualmente, después del
colegio, nos hablábamos por teléfono, rara vez no lo hacíamos. Y esa vez que hacía tres
meses que no nos veíamos, no me contestaba.
No encontraba explicación, pero esa semana mi madre me pidió que la ayudara con la
casa, y con el jardín, su obsesión, que después de tanta ausencia suya estaba bastante
deteriorado, y creí que a Mariano podía sucederle algo similar.
Esperaba el primer día de clases con ansia, eran tantas las cosas que tenía para contarle.
Llegué muy temprano al colegio y me quedé en la puerta esperándolo. Lo vi llegar,
desde lejos, de la mano de María Eugenia, y me alegré por él. Cuando llegó a mi lado
me saludó con un "hola" frío e impersonal. Pasó caminando casi sin mirarme y fue a
buscar un lugar al lado de María Eugenia.
Todos mis compañeros estaban extrañados, nos habíamos sentados juntos todos los años
anteriores y ahora yo me sentaba solo, a tres bancos de distancia. Me evitó en todos los
recreos. Yo no salía de mi asombro. Hasta que me di cuenta de que me estaba haciendo
pagar "mi culpa".
Yo era el hermano del sidoso.
* * *
Al volver a mi casa me encerré en mi cuarto a llorar toda la tarde. Esa iba a ser la
primera de las muchas muestras de intolerancia que recibiría durante lo que le quedaba
de vida a Ezequiel.No podía entender la actitud de Mariano, y no tenía el valor de ir a pedirle
explicaciones. En los entrenamientos y en educación física, evitaba tocarme. El hecho
de pensar que lo vería ignorarme durante todo el año escolar, los entrenamientos de
rugby y el colegio secundario (en el colegio que habían estudiado nuestras familias
desde el jardín de infantes hasta el secundario, nuestros padres formaban parte de la
asociación de ex-alumnos) me partía el alma.
Mariano había sido mi único amigo desde que tenía memoria, había sido mi confidente
y yo el suyo. Que ahora me diera la espalda era algo que no podía comprender. Me
sentía solo.
Definitivamente solo.
Las primeras semanas de clase se me hicieron eternas, el hecho de pensar en estar
sentado solo, y pasar los recreos sin Mariano me angustiaba profundamente. En mi casa
me preguntaban qué pasaba con Mariano que ya no venía como antes, y yo lo explicaba
gracias a su relación con María Eugenia.
A principios de abril logré sobreponerme a la situación y armarme una coraza para que
pareciera que no me importara. Los demás chicos de la clase nos habían preguntado qué
había pasado entre nosotros, y los dos, cada uno por su lado contestamos lo mismo, que
nos habíamos peleado. Debo reconocer que en ese momento, a pesar de que sabía cómo
había impactado en él la enfermedad de Ezequiel, a tal punto de terminar nuestra
relación, valoré ese pequeño gesto, que entendí como un homenaje a lo que había sido
nuestra amistad, no revelar los verdaderos motivos de la distancia.
Con el tiempo comprendí que no me hacía ningún favor, que no debía agradecerle nada,
que la enfermedad de Ezequiel no era algo vergonzante. Pero a esa edad y con el
sentimiento de soledad que experimentaba, no lo hubiese resistido.
* * *
Gracias a eso tomé la mejor decisión, la más adulta que he tomado en mi vida.
Cambiarme de colegio.
Decidí ir al Nacional Buenos Aires, el único colegio lo suficientemente prestigioso,
además del que iba, que mi familia toleraría.
Convencer a mi padre me costó mucho, pero su padre había egresado de allí, con
medalla de oro, y parte del prestigio familiar había pasado por sus aulas. Después desemanas de súplicas y argumentaciones, logré convencerlo; y nos pusimos a buscar el
mejor instituto para preparar mi examen de ingreso.
Mi padre me advirtió que el ingreso era serio, que era mucho lo que había en juego,
mucho lo que estudiar, que tendría que dejar rugby (que era una de las cosas que yo
quería, un lugar donde evitar a Mariano) y que no toleraría "bajo ningún concepto" mi
fracaso.
Encontramos el instituto, el mejor, el más caro, (para mi padre esos dos conceptos son
sinónimos), y me inscribí.
El instituto quedaba a cinco minutos de viaje de la casa de Ezequiel.
XXIII
Cuando murió Ezequiel descubrí que la tristeza me quedaba bien. Que tal vez era mi
estado natural.
Comencé a usar ropa negra, a leer poetas malditos. Todos los días me recitaba un poema
de Rimbaud que dice: "Hay, en fin cuando uno tiene hambre y sed, alguien que os
expulsa".
Mis compañeros de curso también tenían, por momentos, un aire triste o melancólico.
Quizás la adolescencia sea en sí una etapa triste. El dolor de dejar atrás la niñez para
convertirse en algo que ya somos (hombres, mujeres) sólo virtualmente. Realmente, no
lo sé.
Lo que sé es que la tristeza de ellos iba y venía; la mía parecía estar cosida a mis pies.
Como una carga de siglos sobre mi espalda.
En las reuniones ellos reían y se divertían, yo en cambio me quedaba parado en un
rincón, con un aire perdido, como si no supiera divertirme. Como si no supiera cómo
pasarla bien.
La tristeza.
XXIV
En mayo comenzó la preparación en el instituto. Asistía lunes, miércoles y viernes por
la tarde; dejé definitivamente rugby, y empecé a viajar solo y a disponer de más tiempo
para mí.
Mis padres, en especial mi padre, se deshicieron en recomendaciones. Si bien ya
soñaban con mi egreso triunfal del Nacional Buenos Aires, y yo aún no había ingresado,
por otro lado no les gustaba nada esa libertad que tendría, ni la posibilidad de que
anduviera por la calle. Al principio querían ir a buscarme a la salida, pero mi madre