Bordearon la laguna que se formaba abajo y pronto alcanzaron, empapados, la cascada, una cortina sólida de agua, separada de la montaña por varios metros. El rugido del agua era tal que resultaba imposible comunicarse y tampoco podían hacerlo por señas, puesto que la visibilidad era casi nula, el vapor de agua convertía el aire en espuma blanca. Tenían la impresión de avanzar a tientas en medio de una nube. Por orden de Nadia, Borobá se había pegado al cuerpo de Alex como un gran parche peludo y caliente, mientras ella avanzaba detrás porque iba sujeta de una cuerda, de otro modo habría retrocedido. Los guerreros conocían bien el terreno y proseguían lento, pero sin vacilar, calculando dónde ponían cada pie. Los muchachos los siguieron lo más cerca posible, porque bastaba separarse un par de pasos para perderlos de vista por completo. Alex imaginó que el nombre de esa tribu -gente de la neblina- provenía de la densa bruma que se formaba al reventar el agua.
Esa y otras cataratas del Alto Orinoco habían derrotado siempre a los forasteros, pero los indios las habían convertido en sus aliadas. Sabían exactamente dónde pisar, había muescas naturales o talladas por ellos que seguramente habían usado por cientos de años. Esos cortes en la montaña formaban una escalera detrás de la cascada, que subía hasta el tope. Sin conocer su existencia y su ubicación exacta, era imposible ascender por esas paredes lisas, mojadas y resbalosas, con la atronadora presencia de la cascada a la espalda. Un tropezón y la caída terminaba en muerte segura en medio del fragor de la espuma.
Antes de verse aislados por el ruido, Alex alcanzó a instruir a Nadia de no mirar hacia abajo, debía concentrarse en copiar sus movimientos, aferrándose donde él lo hacia, tal como él imitaba a Tahama, quien iba delante. También le explicó que la primera parte era más difícil por la niebla producida al estrellarse el agua contra el suelo, pero a medida que subieran seguramente sería menos resbaloso y podrían ver mejor. A Nadia eso no le dio ánimo, porque su peor problema no era la visibilidad, sino el vértigo. Trató de ignorar la altura y el rugido ensordecedor de la cascada, pensando que la resina en las manos y los pies ayudaba a adherirse a la roca mojada. La cuerda que la unía a Alex le daba algo de seguridad, aunque era fácil adivinar que un paso en falso de cualquiera de ellos lanzaría a ambos al vacío. Procuró seguir las instrucciones de Alex: concentrar la mente en el próximo movimiento, en el lugar preciso donde debía colocar el pie o la mano, uno a la vez, sin apuro y sin perder el ritmo. Apenas lograba estabilizarse, se movía con cuidado buscando una hendidura o saliente superior, enseguida tanteaba con un pie hasta dar con otra y así podía impulsar el cuerpo unos centímetros más arriba. Las fisuras en la montaña eran suficientemente profundas para apoyarse, el peligro mayor consistía en separar el cuerpo, debía moverse pegada a la roca. En un chispazo pasó por su mente Borobá: si ella iba tan aterrada, cómo estaría el infortunado mono colgando de Alex.
A medida que subían la visibilidad aumentaba, pero la distancia entre la catarata y la montaña se reducía. Los niños sentían el agua cada vez más cerca de sus espaldas. Justo cuando Alex y Nadia se preguntaban cómo harían para continuar el ascenso a la parte superior de la catarata, las muescas en la roca se desviaron hacia la derecha. El muchacho tanteó con los dedos y dio con una superficie plana; entonces sintió que lo cogían por la muñeca y tiraban hacia arriba. Se impulsó con todas sus fuerzas y aterrizó en una cueva de la montaña, donde ya estaban reunidos los guerreros. Tirando de la cuerda alzó a Nadia, que cayó de bruces encima de él, atontada por el esfuerzo y el terror. El infortunado Borobá no se movió, estaba pegado como una lapa a su espalda y congelado de terror. Frente a la boca de la cueva caía una cortina compacta de agua, que los pájaros negros atravesaban dispuestos a defender sus nidos de los invasores. Alex se admiró ante el increíble valor de los primeros indios que, tal vez en la prehistoria, se aventuraron detrás de la cascada, encontraron algunas hendiduras y tallaron otras, descubrieron la cueva y abrieron el camino para sus descendientes.
La gruta, larga y estrecha, no permitía ponerse de pie, debían gatear o arrastrarse. La claridad del sol se filtraba blanca y lechosa a través de la cascada, pero apenas alumbraba la entrada, más adentro estaba oscuro. Alex, sosteniendo a Nadia y Borobá contra su pecho, vio a Tahama llegar hasta su lado, gesticulando y señalando la caída de agua. No podía oírle, pero entendió que alguien se había resbalado o se había quedado atrás. Tahama le mostraba la cuerda y por fin comprendió que éste pretendía usarla para bajar en busca del ausente. El indio era más pesado que él y, por muy ágil que fuera, no tenía experiencia en rescate de alta montaña. Tampoco él era un experto, pero al menos había acompañado a su padre un par de veces en misiones arriesgadas, sabía usar una cuerda y había leído mucho al respecto. Escalar era su pasión, sólo comparable a su amor por la flauta. Hizo señas a los indios de que él iría hasta donde dieran las lianas. Desató a Nadia e indicó a Tahama y a los otros que lo bajaran por el precipicio.
El descenso, suspendido de una frágil cuerda en el abismo, con un mar de agua rugiendo a su alrededor, a Alex le pareció peor que la subida. Veía muy poco y ni siquiera sabia quién había resbalado ni dónde buscarlo. La maniobra era de una temeridad prácticamente inútil, puesto que cualquiera que hubiera pisado en falso durante el ascenso ya estaría hecho polvo abajo. ¿Qué haría su padre en esas circunstancias? John Coid pensaría primero en la víctima, después en sí mismo. John Coid no se daría por vencido sin intentar todos los recursos posibles. Mientras lo descendían hizo un esfuerzo por ver más allá de sus narices y respirar, pero apenas podía abrir los ojos y sentía los pulmones llenos de agua. Se balanceaba en el vacío, rogando para que la cuerda de lianas no cediera.
De pronto uno de sus pies dio con algo blando y un instante más tarde palpaba con los dedos la forma de un hombre que colgaba aparentemente de la nada. Con un sobresalto de angustia, comprendió que era el jefe Mokarita. Lo reconoció por el sombrero de plumas amarillas, que aún permanecía firme en su cabeza, a pesar de que el infeliz anciano estaba enganchado como una res en una gruesa raíz que emergía de la montaña y, milagrosamente, había detenido su caída. Alex no tenía dónde sostenerse y temía que si se apoyaba en la raíz, ésta se partiría, precipitando a Mokarita al abismo. Calculó que sólo tendría una oportunidad de agarrarlo y más valía hacerlo con precisión, si no el hombre, empapado como estaba, se le resbalaría entre los dedos como un pez.
Alexander se dio impulso, columpiándose casi a ciegas y se enroscó con piernas y brazos a la figura postrada. En la cueva los guerreros sintieron el tirón y el peso en la cuerda y comenzaron a halar con cuidado, muy lento, para evitar que el roce rompiera las lianas y el bamboleo azotara a Alex y Mokarita contra las rocas. El joven no supo cuánto demoró la operación, tal vez sólo unos minutos, pero le parecieron horas. Por último se sintió cogido por varias manos, que lo izaron a la cueva. Los indios debieron forcejear con él para que soltara a Mokarita: lo tenía abrazado con la determinación de una piraña. El jefe se acomodó las plumas y esbozó una débil sonrisa. Hilos de sangre le brotaban por la nariz y la boca, pero por lo demás parecía intacto. Los indios se manifestaban muy impresionados por el rescate y pasaban la cuerda de mano en mano con admiración, pero a ninguno se le ocurrió atribuir el salvamento del jefe al joven forastero, más bien felicitaban a Tahama por haber tenido la idea. Agotado y adolorido, Alex echó de menos que alguien le diera las gracias, pero hasta Nadia lo ignoró. Acurrucada con Borobá en un rincón, ni cuenta se dio ella del heroísmo de su amigo, porque estaba todavía tratando de recuperarse del ascenso a la montaña.