El resto del viaje fue más fácil, porque el túnel se abría a cierta distancia del agua, en un sitio donde era posible subir con menos riesgo. Sirviéndose de la cuerda, los indios izaron a Mokarita, porque le flaqueaban las piernas, y a Nadia, porque le flaqueaba el ánimo, pero finalmente todos se encontraron en la cima.
– ¿No te dije que el talismán también servía para peligros de altura? -se burló Alex.
– ¡Cierto! -admitió Nadia, convencida. Ante ellos apareció el Ojo del Mundo, como llamaba la gente de la neblina a su país. Era un paraíso de montañas y cascadas espléndidas, un bosque infinito poblado de animales, pájaros y mariposas, con un clima benigno y sin las nubes de mosquitos que atormentaban en las tierras bajas. A lo lejos se alzaban extrañas formaciones como altísimos cilindros de granito negro y tierra roja. Postrado en el suelo sin poder moverse, Mokarita los señaló con reverencia: -Son tepuis, las residencias de los dioses -dijo con un hilo de voz. Alex los reconoció al punto: esas impresionantes mesetas eran idénticas a las torres magnificas que había visto cuando enfrentó al jaguar negro en el patio de Mauro Carías.
– Son las montañas más antiguas y misteriosas de la tierra -dijo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Las habías visto antes? -preguntó Nadia.
– Las vi en un sueño -contestó Alex.
El jefe indio no daba muestras de dolor, como correspondía a un guerrero de su categoría, pero le quedaban muy pocas fuerzas, a ratos cerraba los ojos y parecía desmayado. Alex no supo si tenía huesos rotos o incontables magulladuras internas, pero era claro que no podía ponerse de pie. Valiéndose de Nadia como intérprete, consiguió que los indios improvisaran una parihuela con dos palos largos, unas cuantas lianas atravesadas y un trozo de corteza de árbol encima. Los guerreros, desconcertados ante la debilidad del anciano que había guiado a la tribu por varias décadas, siguieron las instrucciones de Alex sin discutir. Dos de ellos cogieron los extremos de la camilla y así continuaron la marcha durante una media hora por la orilla del río, guiados por Tahama, hasta que Mokarita indicó que se detuvieran para descansar un rato. El ascenso por las laderas de la catarata había durado varias horas y para entonces todos estaban agotados y hambrientos. Tahama y otros dos hombres se internaron en el bosque y regresaron al poco rato con unos cuantos pájaros, una armadillo y un mono, que habían cazado con sus flechas. El mono, todavía vivo, pero paralizado por el curare, fue despachado de un piedrazo en la cabeza, ante el horror de Borobá, quien corrió a refugiarse bajo la camiseta de Nadia. Hicieron fuego frotando un par de piedras -algo que Alex había intentado inútilmente cuando era boy scout- y asaron las presas ensartadas en palos. El cazador no probaba la carne de su víctima, era mala educación y mala suerte, debía esperar que otro cazador le ofreciera de la suya. Tahama había cazado todo menos el armadillo, de modo que la cena demoró un buen rato, mientras cumplían el riguroso protocolo de intercambio de comida. Cuando por fin tuvo su porción en la mano, Alex la devoró sin fijarse en las plumas y los pelos que aún había adheridos a la carne, y le pareció deliciosa.
Todavía faltaba un par de horas para la puesta del sol y en el altiplano, donde la cúpula vegetal era menos densa, la luz del día duraba más que en el valle. Después de largas consultas con Tahama y Mokarita, el grupo se puso nuevamente en marcha. Tapirawa-teri, la aldea de la gente de la neblina apareció de pronto en medio del bosque, como si tuviera la misma propiedad de sus habitantes para hacerse visible o invisible a voluntad. Estaba protegida por un grupo de castaños gigantes, los árboles más altos de la selva, algunos de cuyos troncos median más de diez metros de circunferencia. Sus cúpulas cubrían la aldea como inmensos paraguas. Tapirawa-teri era diferente al típico shabono, lo cual confirmó la sospecha de Alex que la gente de la neblina no era como los demás indios y seguramente tenía muy poco contacto con otras tribus del Amazonas. La aldea no consistía en una sola choza circular con un patio al centro, donde vivía toda la tribu, sino de habitaciones pequeñas, hechas con barro, piedras, palos y paja, cubiertas por ramas y arbustos, de modo que se confundían perfectamente con la naturaleza. Se podía estar a pocos metros de distancia sin tener idea que allí existía una construcción humana. Alex comprendió que si era tan difícil distinguir el villorrio cuando uno se encontraba en medio de él, sería imposible verlo desde el aire, como sin duda se vería el gran techo circular y el patio despejado de vegetación de un shabono. Esa debía ser la razón por la cual la gente de la neblina había logrado mantenerse completamente aislada. Su esperanza de ser rescatado por los helicópteros del Ejército o la avioneta de César Santos se esfumó.
La aldea era tan irreal como los indios. Tal como las chozas eran invisibles, también lo demás parecía difuso o transparente. Allí los objetos, como las personas, perdían sus contornos precisos y existían en el plano de la ilusión. Surgiendo del aire, como fantasmas, llegaron las mujeres y los niños a recibir a los guerreros. Eran de baja estatura, de piel más clara que los indios del valle, con ojos color ámbar; se movían con extraordinaria ligereza, flotando, casi sin consistencia material. Por todo vestido llevaban dibujos pintados en el cuerpo y algunas plumas o flores atadas en los brazos o ensartadas en las orejas. Asustados por el aspecto de los dos forasteros, los niños pequeños se echaron a llorar y las mujeres se mantuvieron distantes y temerosas, a pesar de la presencia de sus hombres armados.
– Quítate la ropa, Jaguar -le indicó Nadia, mientras se desprendía de sus pantalones cortos, su camiseta y hasta sus prendas interiores.
Alex la imitó sin pensar siquiera en lo que hacia. La idea de desnudarse en público lo hubiera horrorizado hacia un par de semanas, pero en ese lugar era natural. Andar vestido resultaba indecente cuando todos los demás estaban desnudos. Tampoco le pareció extraño ver el cuerpo de su amiga, aunque antes se habría sonrojado si cualquiera de sus hermanas se presentaba sin ropa ante él. De inmediato las mujeres y los niños perdieron el miedo y se fueron acercando poco a poco. Nunca habían visto personas de aspecto tan singular, sobre todo el muchacho americano, tan blanco en algunas partes. Alex sintió que examinaban con especial curiosidad la diferencia de color entre lo que habitualmente cubría su traje de baño y el resto del cuerpo, bronceado por el sol. Lo frotaban con los dedos para ver si era pintura y se reían a carcajadas.
Los guerreros depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al punto fue rodeada por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros y en un tono melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre las piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una facilidad asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes cuando se entienden las intenciones.
Iyomi, la esposa de Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los demás le abrieron paso con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin una lágrima, murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las demás mujeres formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio, sosteniendo a la pareja con su cercanía, pero sin intervenir.
Muy pronto cayó la noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un shabono había siempre bajo el gran techo común un collar de fogatas encendidas para cocinar y proveer calor, pero en Tapirawa-teri el fuego estaba disimulado, como todo lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían sólo de noche y dentro de las chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar la atención de los posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba por las ranuras del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la impresión de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles, pero pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular, como un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad a la aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el sol.