EL ABOMINABLE HOMBRE DE LA SELVA

“Quien boca tiene, a Roma llega”, era uno de los axiomas de Kate Coid. Su trabajo la obligaba a viajar por lugares remotos, donde seguramente había puesto en práctica ese dicho muchas veces. Alex era más bien tímido, le costaba abordar a un desconocido para averiguar algo, pero no había otra solución. Apenas logró tranquilizarse y recuperar el habla, se acercó a un hombre que masticaba una hamburguesa y le preguntó cómo podía llegar a la calle Catorce con la Segunda Avenida. El tipo se encogió de hombros y no le contestó. Sintiéndose insultado, el muchacho se puso rojo. Vaciló durante unos minutos y por último abordó a uno de los empleados detrás del mostrador. El hombre señaló con el cuchillo que tenía en la mano una dirección vaga y le dio unas instrucciones a gritos por encima del bullicio del restaurante, con un acento tan cerrado, que no entendió ni una palabra. Decidió que era cosa de lógica: debía averiguar para qué lado quedaba la Segunda Avenida y contar las calles, muy sencillo; pero no le pareció tan sencillo cuando averiguó que se encontraba en la calle Cuarenta y dos con la Octava Avenida y calculó cuánto debía recorrer en ese frío glacial. Agradeció su entrenamiento en escalar montañas: si podía pasar seis horas trepando como una mosca por las rocas, bien podía caminar unas pocas cuadras por terreno plano. Subió el cierre de su chaquetón, metió la cabeza entre los hombros, puso las manos en los bolsillos y echó a andar.

Había pasado la medianoche y empezaba a nevar cuando el muchacho llegó a la calle de su abuela. El barrio le pareció decrépito, sucio y feo, no había un árbol por ninguna parte y desde hacía un buen rato no se veía gente. Pensó que sólo un desesperado como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de Nueva York, sólo se había librado de ser víctima de un atraco porque ningún bandido tenía ánimo para salir en ese frío. El edificio era una torre gris en medio de muchas otras torres idénticas, rodeada de rejas de seguridad. Tocó el timbre y de inmediato la voz ronca y áspera de Kate Coid preguntó quién se atrevía a molestar a esa hora de la noche. Alex adivinó que ella lo estaba esperando, aunque por supuesto jamás lo admitiría. Estaba helado hasta los huesos y nunca en su vida había necesitado tanto echarse en los brazos de alguien, pero cuando por fin se abrió la puerta del ascensor en el piso once y se encontró ante su abuela, estaba determinado a no permitir que ella lo viera flaquear.

– Hola, abuela -saludó lo más claramente que pudo, dado lo mucho que le castañeaban los dientes.

– ¡Te he dicho que no me llames abuela! -lo increpó ella.

– Hola, Kate.

– Llegas bastante tarde, Alexander.

– ¿No quedamos en que me ibas a recoger en el aeropuerto? -replicó él procurando que no le saltaran las lágrimas.

– No quedamos en nada. Si no eres capaz de llegar del aeropuerto a mi casa, menos serás capaz de ir conmigo a la selva -dijo Kate Coid-. Quítate la chaqueta y las botas, voy a darte una taza de chocolate y prepararte un baño caliente, pero conste que lo hago sólo para evitarte una pulmonía. Tienes que estar sano para el viaje. No esperes que te mime en el futuro, ¿entendido?

– Nunca he esperado que me mimaras -replicó Alex.

– ¿Qué te pasó en la mano? -preguntó ella al ver el vendaje, empapado.

– Muy largo de contar.

El pequeño apartamento de Kate Coid era oscuro, atiborrado y caótico. Dos de las ventanas -con los vidrios inmundos- daban a un patio de luz y la tercera a un muro de ladrillo con una escalera de incendio. Vio maletas, mochilas, bultos y cajas tirados por los rincones, libros, periódicos y revistas amontonados sobre las mesas. Había un par de cráneos humanos traídos del Tíbet, arcos y flechas de los pigmeos del África, cántaros funerarios del desierto de Atacama, escarabajos petrificados de Egipto y mil objetos más. Una larga piel de culebra se extendía a lo largo de toda una pared. Había pertenecido a la famosa pitón que se tragó la cámara fotográfica en Malasia. Hasta entonces Alex no había visto a su abuela en su ambiente y debió admitir que ahora, al verla rodeada de sus cosas, resultaba mucho más interesante. Kate Coid tenía sesenta y cuatro años, era flaca y musculosa, pura fibra y piel curtida por la intemperie; sus ojos azules, que habían visto mucho mundo, eran agudos como puñales. El cabello gris, que ella misma se cortaba a tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba en todas direcciones, como si jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de sus dientes, grandes y fuertes, capaces de partir nueces y destapar botellas; también estaba orgullosa de no haberse quebrado nunca un hueso, no haber consultado jamás a un médico y haber sobrevivido desde a ataques de malaria hasta picaduras de escorpión. Bebía vodka al seco y fumaba tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno y verano se vestía con los mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin mangas, con bolsillos por todos lados, donde llevaba lo indispensable para sobrevivir en caso de cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario vestirse elegante, se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de oso, regalo de un jefe apache.

Lisa, la madre de Alex, tenía terror de Kate, pero los niños esperaban sus visitas con ansias. Esa abuela estrafalaria, protagonista de increíbles aventuras, les traía noticias de lugares tan exóticos que costaba imaginarlos. Los tres nietos coleccionaban sus relatos de viajes, que aparecían en diversas revistas y periódicos, y las tarjetas postales y fotografías que ella les enviaba desde los cuatro puntos cardinales. Aunque a veces les daba vergüenza presentarla a sus amigos, en el fondo se sentían orgullosos de que un miembro de su familia fuera casi una celebridad.

Media hora más tarde Alex había entrado en calor con el baño y estaba envuelto en una bata, con calcetines de lana, devorando albóndigas de carne con puré de patatas, una de las pocas cosas que él comía con agrado y lo único que Kate sabía cocinar.

– Son las sobras de ayer -dijo ella, pero Alex calculó que lo había preparado especialmente para él. No quiso contarle su aventura con Morgana, para no quedar como una babieca, pero debió admitir que le habían robado todo lo que traía.

– Supongo que me vas a decir que aprenda a no confiar en nadie -masculló el muchacho sonrojándose.

– Al contrario, iba a decirte que aprendas a confiar en ti. Ya ves, Alexander, a pesar de todo pudiste llegar hasta mi apartamento sin problemas.

– ¿Sin problemas? Casi muero congelado por el camino. Habrían descubierto mi cadáver en el deshielo de la primavera -replicó él.

– Un viaje de miles de millas siempre comienza a tropezones. ¿Y el pasaporte? -inquirió Kate.

– Se salvó porque lo llevaba en el bolsillo.

– Pégatelo con cinta adhesiva al pecho, porque si lo pierdes estás frito.

– Lo que más lamento es mi flauta -comentó Alex.

– Tendré que darte la flauta de tu abuelo. Pensaba guardarla hasta que demostraras algún talento, pero supongo que está mejor en tus manos que tirada por allí -ofreció Kate.

Buscó en las estanterías que cubrían las paredes de su apartamento desde el suelo hasta el techo y le entregó un estuche empolvado de cuero negro.

– Toma, Alexander. La usó tu abuelo durante cuarenta años, cuídala.

El estuche contenía la flauta de Joseph Coid, el más célebre flautista del siglo, como habían dicho los críticos cuando murió. «Habría sido mejor que lo dijeran cuando el pobre Joseph estaba vivo», fue el comentario de Kate cuando lo leyó en la prensa. Habían estado divorciados por treinta años, pero en su testamento Joseph Coid dejó la mitad de sus bienes a su ex esposa, incluyendo su mejor flauta, que ahora su nieto tenía en las manos. Alex abrió con reverencia la gastada caja de cuero y acarició la flauta: era preciosa. La tomó delicadamente y se la llevó a los labios. Al soplar, las notas escaparon del instrumento con tal belleza, que él mismo se sorprendió. Sonaba muy distinta a la flauta que Morgana le había robado. Kate Coid dio tiempo a su nieto de inspeccionar el instrumento y de agradecerle profusamente, como ella esperaba; enseguida le pasó un libraco amarillento con las tapas sueltas: Guía de salud del viajero audaz. El muchacho lo abrió al azar y leyó los síntomas de una enfermedad mortal que se adquiere por comer el cerebro de los antepasados.


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