– No como órganos -dijo.
– Nunca se sabe lo que le ponen a las albóndigas -replicó su abuela.
Sobresaltado, Alex observó con desconfianza los restos de su plato. Con Kate Coid era necesario ejercer mucha cautela. Era peligroso tener un antepasado como ella.
– Mañana tendrás que vacunarte contra medía docena de enfermedades tropicales. Déjame ver esa mano, no puedes viajar con una infección -le ordenó Kate.
Lo examinó con brusquedad, decidió que su hijo John había hecho un buen trabajo, le vació medio frasco de desinfectante en la herida, por si acaso, y le anunció que al día siguiente ella misma le quitaría los puntos. Era muy fácil, dijo, cualquiera podía hacerlo. Alex se estremeció. Su abuela tenía mala vista y usaba unos lentes rayados que había comprado de segunda mano en un mercado de Guatemala. Mientras le ponía un nuevo vendaje, Kate le explicó que la revista International Geographic había financiado una expedición al corazón de la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela, en busca de una criatura gigantesca, posiblemente humanoide, que había sido vista en varias ocasiones. Se habían encontrado huellas enormes. Quienes habían estado en su proximidad decían que ese animal -o ese primitivo ser humano- era más alto que un oso, tenía brazos muy largos y estaba todo cubierto de pelos negros. Era el equivalente del yeti del Himalaya, en plena selva.
– Puede ser un mono… -sugirió Alex.
– ¿No crees que más de alguien habrá pensado en esa posibilidad? -lo cortó su abuela.
– Pero no hay pruebas de que en verdad exista… -aventuró Alex.
– No tenemos un certificado de nacimiento de la Bestia, Alexander. ¡Ah! Un detalle importante: dicen que despide un olor tan penetrante, que los animales y las personas se desmayan o se paralizan en su proximidad.
– Si la gente se desmaya, entonces nadie lo ha visto.
– Exactamente, pero por las huellas se sabe que camina en dos patas. Y no usa zapatos, en caso que ésa sea tu próxima pregunta.
– ¡No, Kate, mi próxima pregunta es si usa sombrero! -explotó su nieto.
– No creo.
– ¿Es peligroso?
– No, Alexander. Es de lo más amable. No roba, no rapta niños y no destruye la propiedad privada. Sólo mata. Lo hace con limpieza, sin ruido, quebrando los huesos y destripando a sus víctimas con verdadera elegancia, como un profesional -se burló su abuela.
– ¿Cuánta gente ha matado? -inquirió Alex cada vez más inquieto.
– No mucha, si consideramos el exceso de población en el mundo.
– ¡Cuánta, Kate!
– Varios buscadores de oro, un par de soldados, unos comerciantes… En fin, no se conoce el número exacto.
– ¿Ha matado indios? ¿Cuántos? -preguntó Alex.
– No se sabe, en realidad. Los indios sólo saben contar hasta dos. Además, para ellos la muerte es relativa. Si creen que alguien les ha robado el alma, o ha caminado sobre sus huellas, o se ha apoderado de sus sueños, por ejemplo, eso es peor que estar muerto. En cambio, alguien que ha muerto puede seguir vivo en espíritu.
– Es complicado -dijo Alex, que no creía en espíritus.
– ¿Quién te dijo que la vida es simple?
Kate Coid le explicó que la expedición iba al mando de un famoso antropólogo, el profesor Ludovic Leblanc, quien había pasado años investigando las huellas del llamado yeti, o abominable hombre de las nieves en las fronteras entre China y Tíbet, sin encontrarlo. También había estado con cierta tribu de indios del Amazonas y sostenía que eran los más salvajes del planeta: al primer descuido se comían a sus prisioneros. Esta información no era tranquilizadora, admitió Kate. Serviría de guía un brasileño de nombre César Santos, quien había pasado la vida en esa región y tenía buenos contactos con los indios. El hombre poseía una avioneta algo destartalada, pero todavía en buen estado, con la cual podrían internarse hasta el territorio de las tribus indígenas.
– En el colegio estudiamos el Amazonas en una clase de ecología -comentó Alex, a quien ya se le cerraban los ojos.
– Con esa clase basta, ya no necesitas saber nada más -apunto Kate. Y agregó-: Supongo que estás cansado. Puedes dormir en el sofá y mañana temprano empiezas a trabajar para mi.
– ¿Qué debo hacer?
– Lo que yo te mande. Por el momento te mando que duermas.
– Buenas noches, Kate… -murmuró Alex enroscándose sobre los cojines del sofá.
– ¡Bah! -gruñó su abuela. Esperó que se durmiera y lo tapó con un par de mantas.
EL RIO AMAZONAS
Kate y Alexander Coid iban en un avión comercial sobrevolando el norte del Brasil. Durante horas y horas habían visto desde el aire una interminable extensión de bosque, todo del mismo verde intenso, atravesada por ríos que se deslizaban como luminosas serpientes. El más formidable de todos era color café con leche.
«El río Amazonas es el más ancho y largo de la tierra, cinco veces más que ningún otro. Sólo los astronautas en viaje a la luna han podido verlo entero desde la distancia», leyó Alex en la guía turística que le había comprado su abuela en Río de Janeiro. No decía que esa inmensa región, último paraíso del planeta, era destruida sistemáticamente por la codicia de empresarios y aventureros, como había aprendido él en la escuela. Estaban construyendo una carretera, un tajo abierto en plena selva, por donde llegaban en masa los colonos y salían por toneladas las maderas y los minerales.
Kate informó a su nieto que subirían por el río Negro hasta el Alto Orinoco, un triángulo casi inexplorado donde se concentraba la mayor parte de las tribus. De allí se suponía que provenía la Bestia.
– En este libro dice que esos indios viven como en la Edad de Piedra. Todavía no han inventado la rueda -comentó Alex.
– No la necesitan. No sirve en ese terreno, no tienen nada que transportar y no van apurados a ninguna parte -replicó Kate Coid, a quien no le gustaba que la interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado buena parte del viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta y enmarañada, como huellas de moscas.
– No conocen la escritura -agregó Alex.
– Seguro que tienen buena memoria -dijo Kate.
– No hay manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y se decoran con plumas -explicó Alex.
– Les importa poco la posteridad o destacarse entre los demás. La mayoría de nuestros llamados «artistas» debería seguir su ejemplo -contestó su abuela.
Iban a Manaos, la ciudad más poblada de la región amazónica, que había prosperado en tiempos del caucho, a finales del siglo XIX.
– Vas a conocer la selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay lugares donde los espíritus se aparecen a plena luz del día -explicó Kate.
– Claro, como el «abominable hombre de la selva» que andamos buscando -sonrió su nieto, sarcástico.
– Lo llaman la Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una familia o una tribu de bestias.
– Eres muy crédula para la edad que tienes, Kate -comentó el muchacho, sin poder evitar el tono sarcástico al ver que su abuela creía esas historias.
– Con la edad se adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más años cumplo, más ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación para todo. A tu edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el ridículo -replicó ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el clima sobre la piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se reunieron con los otros miembros de la expedición del International Geographic. Además de Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce, un fotógrafo inglés con una larga cara de caballo y dientes amarillos de nicotina, con su ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo Ludovic Leblanc. Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y figura imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, bajo, flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en los labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras al estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus pesadas botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores. Kate comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto para apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño, César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque su avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María de la Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco.