– Ayer pasé por los almacenes Shimizu y ¿sabe a quién vi en la parada del tranvía? A Jiro Miyake.

– ¿A Miyake? -Sorprendido por la insolencia con que Noriko pronunciaba ese nombre, levanté la mirada del bol-. ¡Pues qué mala suerte!

– ¿Mala suerte? La verdad es que me alegré de verlo. Aunque me pareció que se sentía violento y no le hablé durante mucho rato. De todas formas, yo tenía que volver a la oficina, había salido a hacer unas compras. ¿Sabía usted que está prometido?

– ¿Eso te dijo? ¡Vaya un caradura!

– Bueno, yo inicié el tema. Le dije que estaba en plenas conversaciones de matrimonio y le pregunté cuál era su situación. Se lo pregunté así, de pronto, y no se imagina lo colorado que se puso. Al final me dijo que estaba prometido. Que prácticamente estaba todo arreglado.

– Pero Noriko, no deberías ser tan indiscreta. ¿Por qué tuviste que hablar de ese tema?

– Sentía curiosidad. Ya no es algo que me angustie. Las negociaciones de ahora marchan muy bien. El otro día me decía a mí misma que sería una lástima que Jiro Miyake se siguiera lamentando por lo del año pasado. Puede imaginarse qué contenta me puse al ver que ya estaba prácticamente prometido.

– Ya.

– Espero conocer pronto a su novia. Seguro que es encantadora, ¿no cree usted, padre?

– Sí, seguro. Seguimos comiendo y al cabo de un rato me dijo:

– Estuve a punto de preguntarle otra cosa. Pero me contuve -Se inclinó hacia mí y susurró-: Casi le pregunto por qué se retractaron.

– Menos mal que no lo hiciste. Además, en su momento, ya lo dejaron bien claro. Pensaron que el muchacho no se encontraba socialmente a tu altura.

– Pero usted sabe que aquello sólo fue una excusa. El verdadero motivo no lo llegamos a saber. O al menos nunca llegó a mis oídos.

El tono de su voz me hizo alzar la mirada. Noriko había levantado los palillos del bol, esperando alguna respuesta por mi parte. Al ver que yo seguía comiendo continuó:

– ¿Por qué cree usted que se echaron atrás? ¿No ha descubierto nada?

– No, no he descubierto nada. Como te he dicho, pensaron que el joven, por su posición, no se encontraba a tu altura. Es una razón muy válida.

– Padre, quizá yo no era lo que querían para su hijo. Quizá no me encontraron lo suficientemente bonita. ¿Cree usted que pudo ser eso?

– No tuvo nada que ver contigo, y lo sabes muy bien. Una familia se puede echar atrás por muchos motivos.

– Pues si no tuvo nada que ver conmigo, no entiendo por qué se retractaron así, de pronto.

Mi hija había pronunciado estas palabras con mucha calma, lo cual era en ella poco natural. También pudo ser imaginación mía, aunque es difícil que a un padre se le escapen ciertos detalles cuando habla con sus hijos.

En cualquier caso, aquella charla con Noriko me trajo a la memoria la conversación que mantuve con Jiro Miyake cierta vez que me lo encontré en una parada del tranvía, hace justamente un año. Por aquel entonces, las negociaciones con la familia Miyake seguían su curso normal, y el encuentro tuvo lugar a última hora de la tarde, cuando las calles se llenan de gente que vuelve a su casa tras la jornada laboral. No sé por qué motivo, había estado deambulando por el barrio de Yoko-te y me dirigía hacia la parada del tranvía que hay frente al edificio de la empresa Kimura. Si ya conocen el barrio, sabrán que encima de las tiendas de la zona hay toda una serie de despachos pequeños, bastante sórdidos. Aquel día, Jiro Miyake acababa de bajar por unas escaleras estrechas entre las fachadas de dos tiendas. Salía de uno de esos despachos.

Previamente, me había encontrado con él dos veces, pero en reuniones familiares a las que se había presentado vestido con lo mejor que tenía. Aquella tarde, sin embargo, parecía otra persona, ataviado con un impermeable raído, que además le estaba grande, y una cartera bajo el brazo. Por su aspecto, era el típico chico de los recados a quien todo el mundo le da órdenes y, de hecho, parecía en todo momento dispuesto a hacer una reverencia. Le pregunté si trabajaba en la oficina de la que acababa de salir y empezó a reírse nervioso, como si lo hubiese sorprendido a las puertas de alguna casa de mala reputación.

Advertí que se ponía realmente muy violento. Primero pensé que se debía al hecho de encontrarnos de un modo tan fortuito; después comprendí que el verdadero motivo era la mala apariencia del edificio que albergaba su oficina y la sordidez que lo rodeaba. Sólo cerca de una semana más tarde, al enterarme de que los Miyake se habían echado atrás, intenté rememorar cualquier detalle de aquel encuentro que me ayudara a entender lo sucedido.

– Me gustaría saber -le dije a Setsuko en una de sus visitas- si mientras hablaba con él aquel día, ya habían tomado la decisión de retractarse.

– Eso explicaría el estado de nervios en que lo vio usted, padre -dijo Setsuko-. ¿Y no dijo nada que dejase entrever sus intenciones?

Sin embargo, incluso entonces, una semana después del encuentro, apenas recordaba la conversación que había tenido con el joven Miyake. Como es natural, aquella tarde yo aún pensaba que su compromiso con Noriko sería cuestión de días y que, en realidad, estaba tratando con un futuro miembro de mi familia. Por lo tanto, me preocupé sobre todo de que el joven Miyake se sintiese relajado. De lo contrario habría prestado más atención a lo que hablamos aquella tarde camino de la parada del tranvía y durante los pocos minutos que estuvimos esperando juntos.

Bien es verdad que, al reflexionar sobre este asunto durante los días que siguieron, también se me ocurrió que quizá aquel encuentro había contribuido a que se retractaran.

– Cabe la posibilidad -le sugerí a Setsuko- de que a Jiro Miyake le diera vergüenza que yo viese dónde trabajaba. Quizá le hizo ver claro el abismo que separaba a nuestras familias. Después de todo es un factor en el que insistieron mucho. No pudo ser una mera excusa.

Pero, por lo visto, a Setsuko no la convenció mi teoría y una vez en su casa, con su marido, debió de hacer no pocas elucubraciones sobre el fracaso del compromiso, ya que este año ha vuelto con sus propias teorías, o al menos las de Suichi. De modo que me veo obligado una vez más a pensar en aquel encuentro y a considerarlo desde otro punto de vista. Si, como he dicho, una semana después no me acordaba de lo ocurrido, mucho menos ahora, cuando ha pasado ya un año.

Aun así, pude recordar un fragmento de nuestra conversación al que anteriormente había concedido poca importancia. Nos encontrábamos los dos en la calle, frente al edificio de la empresa Kimura. Mientras esperábamos cada uno nuestro tranvía, recuerdo que Miyake dijo:

– Hoy en el trabajo nos han dado una mala noticia. El presidente de nuestra casa matriz acaba de fallecer.

– Lo lamento mucho. ¿Era muy mayor?

– Tenía poco más de sesenta años. Nunca tuve ocasión de verle en persona, pero sí he podido ver fotos suyas en nuestras revistas. Era un ser excepcional. Nos hemos sentido todos como si hubiésemos perdido a un padre.

– Debe haber sido un mal trago para ustedes.

– Sí lo ha sido -dijo Miyake. Y tras hacer una pausa prosiguió-: Sin embargo, en el despacho estamos un poco confundidos respecto de cuál sea la mejor manera de presentarle nuestros respetos. Le seré sincero. Nuestro presidente se ha suicidado.

– ¿De veras?

– Sí, señor. Con gas. Pero primero intentó hacerse el harakiri; le encontraron algunos arañazos en el vientre. -Miyake bajó la cabeza y con tono solemne añadió-: Fue su forma de pedir perdón en nombre de las empresas que dirigía.

– ¿Qué quería que le perdonaran?

– Nuestro presidente se sentía responsable de determinados negocios en los que estuvimos envueltos durante la guerra. Los americanos ya habían despedido a dos dirigentes, pero es obvio que a nuestro presidente no le pareció suficiente. Con lo que hizo pidió perdón en nombre de todos nosotros a las familias de los que murieron en la guerra.

– Pues me parece excesivo -dije-. Por lo visto el mundo se ha vuelto loco. Esta misma noticia se oye actualmente a diario. Gente que se quita la vida para pedir perdón. Pero dígame, señor Miyake, ¿no cree usted que es una lástima? Si su país está en guerra, lo normal es hacer lo posible por defenderlo. Para mí no es ninguna vergüenza. ¿Qué necesidad hay de matarse para pedir perdón?

– Tiene usted toda la razón, pero, para serle sincero, de algún modo nuestra empresa se siente más tranquila en estos momentos. Ahora ya podemos olvidar los errores que cometimos en el pasado y pensar en el futuro. Lo que ha hecho nuestro presidente es admirable.

– Y también es una lástima. En algunos casos son nuestros mejores hombres los que se quitan la vida.

– Como dice usted, es una lástima. Sobre todo cuando vemos que hay quienes deberían pedir perdón entregando sus vidas, pero son demasiado cobardes e incapaces de enfrentarse con sus responsabilidades. Por eso son sólo los hombres verdaderamente nobles, como nuestro presidente, los que aceptan el sacrificio. Sé que hay muchos auténticos criminales de guerra que han recuperado los puestos que ostentaron durante la contienda, y son ellos los que deberían pedir perdón.

– Entiendo lo que quiere decir -dije-. Pero son personas que lucharon y trabajaron honestamente por nuestro país. Es injusto llamarles criminales de guerra. Es una expresión que hoy se dice muy a la ligera.

– Pero son los que llevaron el país a la perdición. Por lo menos deberían reconocer que son responsables. No admitir sus errores es una cobardía. Sobre todo errores que cometieron en nombre de todo el país. Esa es la gran cobardía.

Me pregunto si aquellas fueron realmente sus palabras, ya que es posible que me esté confundiendo con el tipo de expresiones que suele emplear Suichi. Sí, es lo más probable. En aquella época llegué a considerar a Miyake como a mi futuro yerno, y es fácil que ahora lo asocie con el verdadero. Frases como «ésa es la gran cobardía» me parecen mucho más propias de Suichi que de Jiro. El joven Miyake tiene un carácter bastante más blando. Sin embargo, estoy seguro de que aquel día, en la parada del tranvía, tuvimos una conversación similar, aunque me parece extraño que tratara este tema. Ahora que lo pienso, la frase «ésa es la gran cobardía» es de Suichi, no me cabe la menor duda. Recuerdo que la pronunció la tarde en que enterramos las cenizas de Kenji.

Las cenizas de mi hijo habían tardado más de un año en llegar desde Manchuria. Siempre nos decían que era debido a los obstáculos que ponían los comunistas. Y cuando por fin llegaron las cenizas, así como las de otros veintitrés jóvenes caídos como él en una desesperada incursión por un campo de minas, nadie nos garantizó que fueran realmente las cenizas de Kenji, ni sus cenizas únicamente. «Si no son sólo las cenizas de mi hermano -me había escrito Setsuko por aquel entonces-, no pueden estar mezcladas más que con las de sus camaradas. Y ése no es motivo de queja por nuestra parte.» Aceptamos por lo tanto que se trataba de las cenizas de Kenji y, aunque tarde, celebramos el entierro. El mes pasado hizo dos años.


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